Es el año 527 después de Cristo. Primer día de agosto. Roma cayó hace poco más de medio siglo. Burgundios, visigodos, vándalos, ostrogodos, francos: el antaño unido mundo romano en Occidente yace ahora pasto de las guerras tribales y el caciquismo.
Pero el espíritu de Roma pervive. Justiniano I acaba de ser coronado emperador en Constantinopla, la capital del Imperio Romano de Oriente. Lo primero que ha hecho ha sido expresar su compromiso de recuperar la grandeza del Imperio, y unir el mundo Mediterráneo bajo una misma bandera otra vez. Y esto, claro, ha puesto muy nerviosos al rey ostrogodo en Roma, y al rey vándalo en Cartago.
Eso es sólo parte del problema. La Cristiandad se encuentra dividida en multitud de facciones religiosas: los visigodos son arrianos, lo que significa que no aceptan que Jesús fuese otra cosa que un hombre; los armenios y algunos cristianos egipcios, por el contrario, son monofisitas, y creen que la naturaleza de Cristo es fundamentalmente divina; y en Siria, por si fuera poco, opinan que era dos personas diferentes: Jesús, el hijo de María, y Cristo, el hijo de Dios.
Roma y Constantinopla tienen posturas ligeramente diferentes sobre el dogma, de manera que el obispo de Roma, tampoco ve con buenos ojos las ideas expansionistas de Justiniano. Peor para él.
Sin embargo, hay otro que mira con desconfianza la idea de recuperar el Imperio del emperador. Al este, en la tierra entre dos ríos, el emperador Sasánida Cavades I pasa revista a su ejército. Si Justiniano quiere recuperar el Imperio, tendrá que pasar por encima de unas cuantas decenas de miles de cadáveres persas.
Pero hoy es la coronación del emperador, y es un día de paz. Se hacen los preparativos para las fiestas de la llegada del otoño, que coincidirán con las fiestas para celebrar la coronación del emperador. Es un día en el que celebrar la coronación de lo que muchos en Hispania, Galia, Italia, Britannia, Africa, Pannonia... sienten como su legítimo señor, el auténtico rey de reyes. Es un día que marca una nueva época en la historia de la Romanía.
Los aventureros llegan a cientos desde todas las partes del mundo romano. Sirios, dacios, ilirios, germanos, francos, egipcios, hispanos, griegos. Todos ellos se sienten romanos. Y no son los únicos que llegan.
Desde las frías brumas de Britannia, de donde llegan doncellas guerreras con el cuerpo tatuado en formas azules, hasta las montañas de Armenia, plagadas de asesinos y señores de la guerra. Desde las frías tierras del norte, remontando ríos en drakkar, llegan los vikingos; desde el sur, en caravanas a lo largo del Nilo, llegan los etíopes, hombres fuertes y oscuros como la noche.
Todos ellos están buscando una oportunidad de encontrar aventuras y hacer fortuna. Y todos ellos se dirigen al Bósforo.
A Constantinopla.
Invierno de 1226-1227. El rey de Aragón, un jovencísimo Jaume I, guerrea nuevamente contra los nobles levantiscos que apoyan la candidatura al trono de su tío, Ferran. Si vence, podría significar la derrota definitiva de las aspiraciones nobiliarias a controlar la política monárquica, y podría reforzar su dominio sobre la corona. Si no...
El reino contiene el aliento. No los campesinos, villanos y aldeanos, que siguen viviendo sus vidas con más pena que gloria, y que en definitiva no creen que sus vidas vayan a cambiar se siente quien se siente sobre el trono, aunque no quieran volver a ver sus casas arrasadas y las cosechas quemadas; pero sí los caballeros, nobles y abades, que temen las consecuencias de elegir mal el bando en la contienda que se avecina. Para ellos, se trata de una apuesta donde se juegan, en el mejor de los casos, el favor del monarca resultante, y en el peor, la vida.
Cae la noche sobre el valle pirenaico de Alós, y con ella los primeros copos de nieve que anuncian la llegada del invierno. Los campesinos y aldeanos se miran inquietos, y todos se preguntan en silencio si este invierno será el último. Cada uno de ellos echa cuentas mentalmente para saber si la comida bastará otro año más.
En el castillo, los criados caminan de un lugar a otro haciendo los preparativos para la cena. Saben que son afortunados, duermen en el castillo (¡pero qué frío puede ser un castillo!) y comen las cuantiosas sobras de las cenas, así que saben que sobrevivirán al paso del invierno aunque la fría tramontana sople desde Francia. Intercambian las sonrisas y bromas de personas que trabajan juntas desde hace años, y por un instante olvidan que la Rueda de la Fortuna podría aplastarles en cualquier momento.
O Fortuna, velut luna, statu variabilis. El fuego está encendido, los platos en sus sitios y las copas servidas. Uno de ellos manda buscar a los señores. Todo está listo.
Comencemos.
Irlanda, 1857. Dos familias comparten calle pero absolutamente nada más: una de ellas es católica, la otra es protestante; una, siendo pobre, tiene dificultades para salir adelante y labrarse un futuro, mientras que la otra parte de una posición mucho más acomodada; una quiere cambiar las cosas, la otra está contenta con el mundo como lo encontró.
En el fondo, a pesar de todas sus diferencias, hay algo que las une. Lo único que están buscando es labrarse un lugar bajo el sol.
Bienvenidos...