Cuenta la leyenda que las piedras del castillo de Rocadragón no fueron talladas por picapedreros, albañiles o artesanos, sino por magos procedentes de Valyria que usaron el fuego y sus oscuras artes para dar forma de dragones, grifos, mantícoras, basiliscos y otros monstruos infernales a las piedras del castillo.
Eso, por supuesto, es lo que cuenta la leyenda. Vos podéis creerlo o no, mi señora, pero decidme algo: ¿Dónde están los orgullosos dragones que quemaron los campos de Poniente con su fuego? ¿Dónde esos magos valyrios y sus oscuras artes?
Yo creo en las piedras húmedas y frías de este castillo, que se levantan orgullosas en el mar; yo creo en la fuerza del hombre para erigir fortalezas soberbias y para derribarlas con el poder de su brazo y sus armas; yo creo en la hoja afilada que es capaz de buscar un hueco en la armadura para hundirse en la carne tierna y hacer una herida mortal; yo creo en la fuerza de una palabra para hacer que todas las defensas de la más inexpugnable fortaleza caiga rendida.
¿Dragones? ¿Magia? No lo creo. La experiencia me ha enseñado que el ser humano puede ser más peligroso que un dragón y que el fuego más destructivo es el que sale de la boca de los hombres y mujeres.
¿Y vos, mi señora? ¿En qué creéis vos?