La aldea de Kravenhold siempre ha sido un lugar tranquilo, rodeado de campos de trigo y bosques antiguos. Pero desde hace un año, una sombra se cierne sobre el pueblo. Los cuervos llegaron en bandadas interminables, oscureciendo los cielos y llenando las noches de graznidos inquietantes. Poco después, los muertos comenzaron a levantarse de sus tumbas, atormentando a los vivos.
En el centro de este misterio se alza el Castillo Kravemir, una ruina sombría que vigila la aldea desde la cima de una colina. Las historias de los ancianos hablan de un antiguo noble, el Barón Cuervo, quien gobernó el lugar con puño de hierro antes de ser derrocado por su afición a las artes oscuras. Ahora, mientras la bruma se espesa y los días parecen más cortos, las campanas de la iglesia tocan por última vez.
Alemania, el año, 1936. Bajo el régimen del III Reich miles de judíos son discriminados y apartados de la vida pública, muchos huyen mientras pueden, pero algunos, en el tiempo de los inicios de la investigación nuclear son valiosas fuentes de información para el desarrollo de una nueva arma temible, la bomba atómica.
Este es el caso de Leó Szilárd. El día 12 de septiembre de 1933, seis años antes del descubrimiento de la fisión y sólo siete meses después del descubrimiento del neutrón, el físico húngaro Leó Szilárd descubrió que era posible liberar grandes cantidades de energía mediante reacciones neutrónicas en cadena, lo cual convierte a Leó Szilárd en el inventor de la bomba atómica. Al obtener la patente, se la ofreció como regalo a la embajada del Reino Unido confiando en que la caballerosidad británica evitaría que su invento fuese mal empleado alguna vez, y el temible regalo fue aceptado en febrero de 1936, fecha en donde se sitúa la acción.