Comunidad Umbría :: Usuarios, mensajes, demás... :: Concurso de ilustración
Para ayudar a la publicación de mi novela os voy a pedir algo más que dinero. Vuestro talento!! (Qué conste que esta vez he pedido permiso). Este es el concurso:
Si te gusta dibujar y quieres ver tus ilustraciones publicadas ésta es tu oportunidad. Con motivo del Crowdfunding para la publicación de su novela Las Guerras Gen: El Reducto, Kire, ha convocado un concurso de ilustración. Se trata de retratar una de las escenas incluidas en los dos primeros capítulos de la novela que podéis encontrar en http://libros.com/crowdfunding/las-guerras-gen-el-reducto/ o en pegados en el hilo del foro. Las bases son:
- El plazo de presentación se extiende hasta que termine el crowdfunding (20 de agosto).
- Los dibujos deben ser en blanco y negro.
- Las ilustraciones deben colgarse o en el muro del grupo de facebook http://www.facebook.com/LasGuerrasGen o en este hilo de Comunidad Umbría.
- El premio es incluir la ilustración en el libro (por supuesto citando al autor), recibir un ejemplar de la novela y el eterno agradecimiento de Kire.
- El jurado estará formado por el autor, el diseñador de la portada y un miembro de http://libros.com/ y darán su fallo una semana después de que termine el crowdfunding.
Además, la próxima semana saldrá otro concurso exclusivo para miembros de Comunidad Umbría del que de momento no daré más detalles.
Muchas gracias a todos por vuestra atención y a continuación cuelgo los dos capítulos para que no tengáis que andar descargándolos.
Primer capítulo
Aún recordaba sus cuerpos semi-calcinados. Las lágrimas no paraban de brotar
de sus enormes ojos marrones tamaño manga y sus pulmones dudaban entre
abastecer su carrera o su llanto. Sin duda, el plan no había salido bien.
Nadie le esperaba a él. A su perseguidor.
Ana corrió a toda velocidad por el gran yermo que separaba las vías de tren
de cualquier posible escapatoria. Por suerte para ella la noche había llegado
pronto y la falta de iluminación en las eternas llanuras castellanas jugaba a
su favor.
Estaba segura de ser la única superviviente y si no llegaba al pequeño
campamento antes del amanecer para avisarles de lo sucedido mucha más
gente de El Reducto correría peligro. No albergaba dudas: Había una rata
demasiado habladora.
El ruido de un helicóptero acercándose hizo que se tirara al suelo y sintiera
la tierra seca comprimiendo su pecho. Su único camuflaje era el compuesto
por la noche y el follaje de unos pocos helechos. El helicóptero pasó de
largo con su potente foco iluminando la nada.
Sintió el aliento de aquel asesino muy cerca de ella. Sabía que no era así,
pero solo imaginárselo le horrorizaba. Se levantó con rapidez y giró su cabeza
para asegurarse de que Mateos no la seguía de cerca. Sólo pensar su
nombre volvía a provocar que su piel se erizara y que su estómago se
contrajera en una nausea.
Siguió corriendo con la convicción de que encontraría el campamento antes
que ellos. Sus piernas atenazadas por el frío iban todo lo rápido que podían
y no era suficiente. Él era implacable. Ella lo sabía.
La carrera se prolongó durante algo más de quince minutos. Hasta que sus
pulmones dijeron basta y tuvo que detenerse. Apoyó las palmas de las manos
en el suelo y dobló las rodillas hasta colocarse de cuclillas para buscar el
aliento que le faltaba.
Sintió una ráfaga de viento helado y levantó la cabeza. El Duero y su
voluminoso caudal la saludaban con el canto de los grillos pobladores de sus
orillas. Dejó de jadear y se aproximó al río.
Apenas había recuperado su respiración cuando oyó un sonido que hizo
desvanecerse cualquier sueño de supervivencia que hubiera podido albergar
durante la carrera. Era el rugido de una chopper, de aquella chopper negra
de la que sus piernas habían intentado alejarla sin éxito aparente. Miró a los
lados y al frente. La nada le rodeaba. No había escapatoria, salvo… sus ojos
escudriñaron las pestilentes aguas y sus dedos comprobaron lo estúpido de su
gélida idea.
La chopper volvió a rugir a su espalda. Cada vez estaba más cerca.
Rápidamente se metió en la corriente helada, nadó buscando el centro del
lecho del río notando como sus músculos se agarrotaban por la ausencia de
temperatura. La revolucionaria aguantó con la cabeza fuera hasta que vio el
haz de luz producido por el foco delantero de la moto. Entonces, tomó todo
el aire que pudo y se sumergió.
El transcurrir pausado de aquella atenazadora corriente le permitió observar la
escena con detalle. La moto se detuvo a unos metros de la orilla y de ella
se bajó un chico de unos veintitantos, era alto y corpulento pero no poseía
un físico amenazador. Iba ataviado con una gabardina gris que le caía casi
hasta el suelo. Su rostro se iluminó de repente cuando apareció en su mano
izquierda una pequeña bola de fuego.
Con aquellas esferas ígneas había acabado con todos sus compañeros sin
apenas mover un músculo de la cara. En esta ocasión la usaba como
luminaria y no como arma. Ana observó su rostro pálido y aniñado, con una
barba morena mal cuidada y un corte de pelo que parecía improvisado.
Vio su caminar lento, su mirada curiosa y sus labios impertérritos. Observó
como su gabardina resbalaba por sus hombros hasta yacer en el suelo,
mientras el globo incandescente flotaba a unos centímetros de su pecho.
Mateos se arrodilló a la orilla del cauce e introdujo el dedo índice de su
mano derecha en el agua. Ana quiso seguir mirando su mano, pero se
distrajo en sus ojos negros profundos, en los que la pupila se confundía con
el iris. La oscuridad nocturna era aplacada por la luz del fuego que iluminaba
con intensidad su rostro.
Sintió los ojos del cazador fijos en los suyos. Pensó que estaba perdida. Era
la hora de morir. Aquella mirada triste, aniñada y perdida le recordó algo.
Eran otros ojos negros que la observaban desde la distancia. Ella era la que
se alejaba y era esa mirada profunda la que le despedía con dos lágrimas
expulsadas desde sus comisuras. Eran otros ojos negro abismo. Era esa
misma mirada.
Y de repente, Mateos se levantó y caminó de nuevo hacia la motocicleta. Ella
hizo lo posible para mantenerse calmada pero la posibilidad de salir viva de
aquella era tan inesperada que sus pulmones soltaron todo el aire retenido.
Las burbujas de oxígeno estallaron contra la superficie. Los siguientes
segundos se le hicieron interminables con su pecho reclamando aire y su
cerebro exigiendo prudencia, hasta que al final, cuando sus posibilidades se
agotaban, oyó el ruido de la chopper arrancando y alejándose del lugar con
premura.
Ana salió del agua cogiendo aire. Robándole vida al mundo y recordando el
instante eterno en el que vio su final en los ojos del cazador. No entendía lo
que había sucedido. Estaba segura de que él le había visto. En ese
momento, algo muy frio rozó su estómago.
Encima de una pequeña balsa de agua congelada flotaba una rosa de hielo.
Ana agarró el tallo con suavidad y éste se derritió entre el calor de sus
dedos. La corola de la flor cayó con estrépito sobre el agua. Rezó para que
Mateos no hubiera oído el chapoteo. Pero, ¿por qué no la había matado?
Salió del agua y sintió como el ligero viento helaba cada poro de su piel. Se
agachó para recoger la gabardina de su perseguidor. Se la puso por encima
de los hombros y sintió los restos de calor aún prendidos de la gruesa tela.
Al final terminó por introducir los brazos en las mangas y se la abrochó sobre
su ropa empapada.
Empezó a caminar por la orilla intentando contener sus temblores, provocados
a partes iguales por el miedo, todavía persistente en su pecho, y por el frío
que a pesar del abrigo agarrotaba sus músculos. La gabardina, demasiado
larga para el metro sesenta y cinco de Ana, se arrastraba por el suelo.
Introdujo sus manos en los bolsillos y de repente su dedo anular se rozó
contra un borde rugoso de cartón. La pequeña porción de cartulina rasgó la
yema arrugada de su dedo, ella gimió dolorida por el pequeño corte y sacó
la tarjeta de su bolsillo.
Observó la porción de cartón manchado de sangre y lo miró extrañada. Sólo
había nueve dígitos escritos. Le sonaban. Sabía que los conocía. Ana se metió
las manos en los bolsillos y sacó su teléfono móvil. Intentó encenderlo pero el
agua había acabado con el pequeño aparato. Ese número era el del topo.
Estaba segura.
Ana empezó a correr a toda velocidad. Sintió el agua dentro de sus
zapatillas, el viento helando su cabello recortado en una melena corta y
morena que caía sobre sus orejas y que a buen seguro se había rizado al
contacto con el agua y por último, los restos de Duero confundiéndose con el
sudor de su cuerpo y erizando los poros de su nívea piel.
Su ritmo era más calmado que minutos atrás. Algo le decía que Mateos no
estaba interesado en encontrar la ubicación de El Reducto. ¿Por qué no la
había matado? ¿Se había olvidado la gabardina? ¿Y la tarjeta?
No podía creer que el carnicero que había quemado vivos a sus compañeros
hacía apenas una hora, fuera el mismo que la había observado con esa
mirada triste desde la orilla del río hacía unos minutos.
Pensando en aquel encuentro, en aquellos iris tan negros que se confundían
con sus pupilas, en esa rosa de hielo cuyo tallo se quebró derretida por su
propio calor y sobre todo, en el hijo de puta que se había convertido en la
rata de los Igualadores, llegó al pequeño campamento improvisado en las
ruinas de un pueblo cuyo nombre se había perdido con el transcurrir de los
años y el abandono de la vieja carretera nacional.
Vio el humo de la hoguera escapándose tímidamente por la ausencia de
techado en la iglesia y oyó la voz de Cabrero, el viejo profesor universitario
metido a líder de la revolución.
Sonrió. Estaba en casa. Caminó por las viejas callejuelas de tierra y piedra.
Llegó a la entrada de la iglesia y observó desde el umbral como Cabrero
discutía con Sedal, un hombre de unos cuarenta años, ex militar que vestía
con ropas de camuflaje y mantenía su porte regio, con Gómez, un estudiante
universitario de unos veintitantos con el que Ana mantenía un tonteo
persistente y con Duna Marqués, una antigua militante política que llegó a ser
líder de varias organizaciones juveniles hacía apenas unos años.
Duna giró su rostro y contempló la figura empapada de Ana apoyarse en uno
de los pilares de la entrada del viejo edificio santo. Las lágrimas resbalaban
por su pálido rostro que temblaba por el frío. Duna corrió hacia ella y la
abrazó con fuerza sintiendo su cuerpo empapado bajo la gabardina.
Ana se sintió reconfortada por el abrazo de su amiga. La apretó contra su
pecho, intentado robarle un poco de su calor. Las lágrimas se escapaban de
sus ojos y entonces, miró fijamente a la hoguera y a los hombres que la
rodeaban y la observaban atónitos.
- Nos habían dicho que… -musitó el viejo Cabrero dejando escapar el
humo de su pipa.
- Soy la única que ha sobrevivido. –Aclaró ella con la voz entrecortada.
Ellos empezaron a acercarse casi al unísono. Ana extendió la mano
indicándoles que se detuvieran. Gómez que ocupaba el centro del triunvirato
se detuvo de inmediato e impidió abriendo los brazos, aunque con poca
resistencia, que los otros dos avanzaran.
- Dame el móvil –Le susurró a Duna al oído a la vez que le quitaba la
pistola con la mano derecha de la parte de atrás de su pantalón.
Duna no opuso resistencia. Supo que algo raro pasaba. Sacó el móvil del
interior de su trenca y se lo deslizó suavemente entre sus dedos. Ana marcó
casi sin mirar. Se había aprendido aquellas nueve cifras de memoria.
Llamó. Un tenso silencio se extendió por todo el templo. De repente, un leve
zumbido empezó a sonar y a continuación cantó un pequeño grillo a modo de
tono de llamada hortera. Ana sonrió. Lo sabía. Avanzó hacia el trío que
permaneció impertérrito, hasta que Sedal salió corriendo hacia el lado contrario.
Ana levantó la pistola. Tranquilizó su respiración. Ahora ella era la cazadora.
Ahora ella era implacable. El mundo se detuvo a su alrededor. Sintió sus ojos
negros sin pupila observándola. Y disparó. Una, dos, tres veces.
Las balas impactaron en la espalda de Sedal que cayó inerte al suelo. El
estruendo de los disparos despertó al campamento. Se oyeron gritos. Ana
seguía con la pistola levantada.
Sintió como se rendía su cuerpo. Sus músculos se aflojaron. Su mirada se
volvió borrosa. Y de repente… la oscuridad. Ana se desmayó cayendo en los
brazos de Duna que tuvo que arrodillarse para poder soportar su peso. Sólo
tuvo un pensamiento antes de desvanecerse: “La rata guardará silencio”.
Segundo capítulo
El tren reemprendió su marcha. Castro observaba la funesta escena a través de una de las rendijas formada por el mal ajuste de los múltiples remiendos con chapas superpuestas que poblaban las paredes de aquel viejo convoy de mercancías.
Veía los cuerpos de los miembros de El Reducto alejarse humeantes. Mateos había hecho un buen trabajo. Estaba orgulloso. Era orgullo de amigo, de mentor, casi de padre. Los observó hasta que el escaso ángulo de visión, producido por los escasos espacios entre chapas, solo le permitió ver tierra seca y vegetación agonizante sucediéndose. Entonces volvió sus ojos hacia su propia realidad. En aquel vagón permanecía hacinadas más de cien personas. Apenas, podían moverse y el aire estaba tan viciado que sentía su densidad al colarse por sus pulmones.
Llevaba dos días sin comer. Tenía sed. Estaba cansado. Le dolía la espalda. Pero, lo peor de todo aquello es que odiaba a cada ser que estaba a su alrededor. Ellos eran seres inferiores. No como él. Él era un evolucionado. No sólo eso, él era un Igualador. Él era el mejor de los Igualadores. Se alegraba de cada cabrón de El Reducto que Mateos y sus hombres habían mandado al infierno y la impotencia le subyugaba. Su lugar era aquella batalla y no el maldito tren.
Era cuestión de tiempo. Aquellos cerdos inferiores le pagarían lo que le habían hecho. “¡Putos primates!”, musitó. La ira fue dejando paso al cansancio. Se llevó la mano magullada a su rostro, notó su barba de una semana, su abundante, a pesar de las incipientes entradas, pelo castaño desordenado y repleto de mugre y por último acarició con sus dedos temblorosos los párpados que cubrían sus ojos azules cansados.
El tren aceleró marcha y el rítmico traqueteo provocó que poco a poco sus párpados fueran cerrándose. Castro abrió los ojos. El hedor de aquel lugar ya no le impedía respirar. Estaba sentado en el viejo banco de El Retiro donde solía pensar mientras veía a las parejas y a las felices familias remar en el lago. Sintió el aire cálido del otoño madrileño, el exceso de dióxido de carbono en el aire y esa sensación de fuerza en sus entrañas.
Esa sensación había vuelto. Miró hacia una servilleta abandonada a unos metros de sus pies. El papel se elevó lentamente en el vacio jugando con las corrientes aire. El trozo de celulosa se balanceaba acercándose poco a poco. Cuando estaba a unos centímetros la servilleta se empezó a rasgar a la vez que se dibujaba una sonrisa en sus finos labios.
Cuando se partió en dos, él desvió la mirada y los dos trozos de papel cayeron delicadamente al suelo. Abrió el expediente que tenía apoyado en las rodillas. Se quedó absorto durante un segundo… estaba casi seguro de que todo esto había pasado hacía una semana. Volvió su vista hacia el archivo.
La carpeta negra sólo podía ocultar una cosa: Un miembro de El Reducto. Lo abrió con curiosidad. Había dos fichas: Iván Fresnedo. Lo entendía. Era un sanguinario. Sus antecedentes estaban repletos de asesinatos, atentados, secuestros y diversas actividades subversivas. Uno de los líderes de “esa banda de simios hijos de putas”.
La otra ficha era de una chica de veinte años. Por su nombre dedujo que era la hermana de Iván, Ana Fresnedo. En su expediente casi no había antecedentes. Seguramente había empezado a actuar unos meses atrás o el Ministerio de Igualdad la había subestimado y sus delitos habían sido atribuidos a otros. En cualquier caso era una simia rabiosa más. En la parte inferior ficha había una anotación señalada por un círculo rojo: DARWIN-26. No sabía lo que significaba, pero sentía que no le estaban dando toda la información. No le dio mayor importancia, no era nada nuevo en el Ministerio de Igualdad.
Se levantó y se vio de nuevo en el viejo vagón de tren. Parpadeó sorprendido. Sin entender demasiado. De nuevo, la debilidad poblaba sus entrañas y el horizonte esperanzador del lago se había trasmutado en el mugriento tren.
A unos metros de él se encontró con la mirada desafiante de un joven con el pelo rapado, camiseta sin mangas, pantalones anchos y que iba descalzo, seguramente porque en el momento de la detención llevaba puestas botas con punta de metal.
El joven se arrodilló delante un chaval de unos dieciséis años y le sonrió. Castro se fijó que algunos de sus compañeros de viaje comían unos mendrugos de pan de centeno. “Hijos de puta, te duermes y te roban la comida”.
El chaval rapado le propinó una bofetada al adolescente y mirándole directamente a los ojos le quitó su porción. Castro se sentó de nuevo en su sitio y observó con su sonrisa desgastada la situación: “Simios”, pensó con desprecio.
El skinhead se levantó y le dio un mordisco al trozo de pan con una gran sonrisa en los labios. Un hombre de unos cincuenta años que estaba apoyado en la pared contraria del vagón también se irguió. Vestía con pantalones de traje, camisa gris que hace unos días era blanca y chaleco negro, aún llevaba la corbata desanudada en el cuello.
Su aspecto le llamó la atención, parecía respetable, con el rostro aún limpio y su corte de pelo aún perfecto a pesar de la longitud de su melena morena y canosa y sobre todo, de los días que llevaban hacinados en aquel transporte.
Aspiró el denso aire para intentar matar el dolor de estómago que le provocaba el hambre y cerró los ojos buscando salir de allí, aunque fuera a la más profunda oscuridad.
La linterna del jefe de los GEOS iluminó su rostro:
- ¿Vivos o muertos? – Preguntó el policía.
- ¿Qué más da? Simplemente los queremos… “controlados”.
Castro se dio cuenta de que esas palabras habían salido de su boca. Se giró y se situó: Estaba en la entrada de un bloque de apartamentos abandonados.
Notó el frio de la empuñadura nacarada de su revólver de seis balas en la mano derecha. Vio las puertas de cristal de la entrada estallar en mil pedazos al contacto con los martillos metálicos de los GEOS. Corrió detrás de ellos. Los equipos se separaron. Castro serpenteó por las escaleras siguiendo al líder del grupo de asalto.
Llegaron al tercer piso. Pasillo derecho. Castro rozó la pared de mármol, antaño brillante, acogedor, preludio de hogar. Hoy, testigo de una casa que nunca llegó a ser la de nadie. Miró hacia el pasillo izquierdo. Vio una sombra. Intentó avisar a los GEOS, pero ya habían avanzado demasiado. Una voz mal dada podría acabar con la operación.
El edificio sólo tenía unos inquilinos y eran sus objetivos. O algo había salido mal o había alguien más allí. Corrió hacia la izquierda. Dobló la esquina y al fondo vislumbró como una sombra salía a las escaleras de emergencia que llevaban a la azotea o a la calle.
Recorrió el pasillo en apenas segundos. Abrió la puerta de un empujón y vio como un brillo blanco desaparecía en la azotea. Subió todo lo rápido que pudo sin hacer ruido.
Se frotó los ojos. El hedor a sudor acumulado y podredumbre le devolvió a la realidad. Observó como el hombre cincuentón se ponía a la espalda del joven rapado. Éste se giró rápidamente encarándose con él. El murmullo permanente del tren se acalló.
Los dos mantuvieron sus miradas fijas en los ojos del otro, a pesar de que el hombre del traje era unos diez centímetros más bajo que su rival. Fue su voz profunda la que rompió la tensa calma.
- Hasta el miedo tiene límites. Cuando llevas a una persona al límite… es difícil saber cómo reaccionará.
- ¿De qué vas, subnormal?
- ¿No te das cuenta? Acabamos ver a un hombre que es capaz de controlar el fuego a voluntad.
- Yo puedo romperte los huesos a voluntad, payaso.
- Sigues sin darte cuenta. Supongo que eres un skinhead… y lo cierto es que hasta pareces rubio y tienes los ojos azules…
- ¿Quieres chupármela, maricón?
- No… la verdad es que no eres mi tipo, niñato… Ni el de los seres superiores…
- Te voy a romper la cara.
- Si lo fueras a hacer ya lo habrías hecho. Lo que pasa es que tú lo sabes…
- ¿El qué?
- Que ahora, tú eres el judío.
El skinhead se apartó levemente e hizo un ademán de golpearle armando el brazo. El hombre del traje no movió ni un músculo, cogió el mendrugo de pan y sonrió. Se metió la mano en el bolsillo y rozando el hombro del joven skinhead, le ganó la espalda y se arrodilló delante del adolescente y sacó su propio trozo de pan intacto. Le entregó el mendrugo. El chico lo cogió y sonrió.
Castro se dio cuenta de que hacía días que no veía una sonrisa sincera. Cogió aire y echó la cabeza hacia atrás acomodándose contra la pared de chapa y sintió en su rostro el frio de la azotea nocturna iluminada por tan solo uno de los cuatros focos con los que fue concebida.
En el centro de ella, estaba una chica. Era Ana Fresnedo. Su piel pálida y el vestido blanco refulgían con la luz amarillenta del foco. Parecía inofensiva con su mirada oscura, triste y dulce clavada en él.
Él levantó el revólver apuntándole. Ella sonrió. Castro se estremeció. Algo había salido mal. Sintió un fuerte pinchazo en el cuello. Un líquido frío entró en su organismo abriéndose paso por sus venas. La sensación recorrió en cuestión de segundos todo su cuerpo. Se desplomó entre convulsiones. Sintió la gravilla del suelo de la azotea clavarse en su rostro. Alguien le dio la vuelta.
Era Iván Fresnedo. “Hijo de la gran puta”, pensó. Él era mucho más alto que Ana, sin embargo compartía con su hermana el cabello negro, aunque de su cabeza apenas crecía unos centímetros. Su rosto estaba dominado por una cicatriz de quemadura que recorría todo el perfil derecho de su cara fruto de un encontronazo con Mateos.
- Hola, cabrón… Te he dado una medicina, para acabar con eso que te gusta tanto. No vas a estrangular a nadie más sin tocarle… -En ese momento Iván se acercó al oído de Castro– A partir de hoy, te tendrás que manchar las manos si quieres jodernos… Si es que te dejan, claro…
Castro perdió la consciencia. Abrió los ojos y vio como el hombre del traje, que se había sentado a su lado, le ofrecía la mitad del trozo de pan que le había quitado al skinhead.
- Aquí si te duermes no comes. No les culpes, todos lo estamos pasando mal.
- ¿Quién eres?
- ¿No me recuerdas?
- No.
El hombre del traje sonrió.
- No pasa nada. Hay gente más anodina que otra. Soy Lucas Solana, era psicólogo, antes de que decidieran que los no evolucionados sobramos.
- No es una decisión, es una realidad.
- Puede… Sea como sea, tú estás en una posición única para saberlo.
- ¿A que te refieres?
- Eras un evolucionado. ¿No? Por lo que puedo deducir te drogaron y tus portentosas cualidades desaparecieron. Eres el punto intermedio en esta locura.
Castro sonrío desganado y perdió su mirada en el fondo del vagón. Una figura oscura se dibujo en su retina. De repente, la luz se encendió. Era de noche. Estaba en un hospital, en una habitación blanca, mínima, con tan solo su cama y un gotero clavado en sus venas. La silueta ganó en detalles y se convirtió en Alex Mateos. Su pupilo accionó el interruptor de la luz.
- ¿Qué ha pasado? –Preguntó Castro con la voz rota rasgando su seca garganta.
- Te han jodido. –Respondió con brusquedad Mateos– Eso que te inyectaron ha inutilizado tu cualidad.
- Eso no es posible…
Mateos caminó hacia adelante, se sentó en los pies de la cama y miró fijamente a Castro. Él entendió que no bromeaba.
- Parece que te quedas como la gran estrella del Ministerio. –Dijo Castro con tristeza- ¿Qué te han mandado hacerme? ¿Me vas a matar?
Mateos negó con la cabeza y le agarró la mano.
- Lo siento. –Tuvo que guardar silencio para no perder la compostura- Irás a una prisión de no evolucionados… Irás a La Cuadra.
Castro intentó articular una palabra, no pudo. Mateos se levantó y se dirigió a la puerta. Antes de salir se giró y cruzó una mirada con Castro. Vio las lágrimas de miedo en los ojos de su mentor y musitó un “lo siento” entre dientes. Después, se dio la vuelta, apagó la luz y salió de la habitación.