Nabim Jaffir escuchó atentamente lo que Chcath le desveló. Hablaba de conquistas, de un gran Imperio mucho más grande al que fue otrora el Imperio Rojo unificado, cuando los sultanatos de Bullets, Sissek, Issiq, Sundalla e incluso Ataratar se unificaron bajo una única bandera, la roja, bajo el gobierno de un único Emperador, su padre y cuya capital era Duartala. Todo aquello no sonaba del todo mal, pero había algo que no le cuadrada.
- No puedo decir que no me parezca atractiva tu oferta Chcath. - Hizo una pausa premeditada intentando captar la atención de su interlocutor. - ¿Toda esta generosidad a cambio de qué, Chcath?
—De estar a mi servicio. Este mundo será mío de la misma forma que lo acabó siendo Chnobium. Como lo serán el resto de los mundos que bailan al son de Seyram. Pero para tal objetivo, necesito que todas las partes de mi... ¿Imperio?—el golem rió—. Nunca le di un nombre a mis dominios. En Chnobium nunca me hizo falta. Como decía, todas las partes de mi Dominio, sí, creo que Dominio es un buen nombre, tienen que funcionar al mismo compás, siguiendo unas líneas generales y preparándose para la conquista. Mientras sigáis esas directrices, y estoy seguro de que seríais capaz de seguirlas, todas esas tierras serán vuestras.
De repente, sin previo aviso y antes de la respuesta del Emperador, una vívida imagen atenazó todos los sentidos de Chcath. Se trataba de una imagen que evocaba recuerdos enterrados por el paso de las eras. Recuerdos de una tierra muy diferente a la que se encontraba en aquellos momentos. Una tierra verde donde imperaban las selvas, una tierra propiedad de una única raza dominante. Una ancestral raza de seres inteligentes y tecnológicos que gracias al estudio y la experimentación habían sido capaces de desvelar los misterios de la vida misma. Una raza que creó otras razas para que les sirvieran. La raza que le creó a él
La mente del constructo quedó aturdida durante unos instantes. No sabía si lo que estaba experimentando era fruto de sus recuerdos, de una extraña alucinación o de un poderoso conjuro que le estaba afectando en el momento más inoportuno. No descartaba ninguna posibilidad pero almacenaba sus recuerdos de forma sistemática y aquella visión no parecía ser algo que ya había vivido en el pasado. La mente de un gólem difícilmente sufría alucinaciones, así que a tenor de las opciones que había elucubrado, la más probable era la de estar siendo objetivo de un hechizo.
¿Pero por parte de quién? ¿Quién era lo suficientemente poderoso como para poder entrar en su mente y provocarle aquellas extrañas visiones? ¿Era acaso una trampa de Nabim Jaffir o de uno de sus consejeros? Por lo que desvelaba la visión no parecía para nada algo probable.
Lo cierto era que aquella imagen simulaba algo mucho más real que un mero efecto producto de su mente. Parecía que su mente se había transportado al lugar del que era natural. No obstante seguía en el interior del palacio del Emperador Rojo. De hecho sentía como si estuviera en ambos lugares al mismo tiempo. Como si su personalidad se hubiera desdoblado y pudiera interactuar a la vez con las dos realidades en las que se encontraba.
Mientras el cuerpo de Chcath estaba presente en la sala del trono, sus ojos de fuego podían ver con claridad la oscura noche de aquella selva vultopiana. Alrededor del lugar donde se encontraba pudo observar un círculo de monolitos que apuntaban hacia el cielo y unos extraños cánticos eran audibles muy cerca de él. Aquellas oraciones parecían ser una invocación en el idioma de los antiguos y parecían dirigidas a Ella. El cielo estrellado mostraba las tres lunas de Nabudum, por lo que si quedaba alguna duda de su mente había migrado de alguna forma al planeta donde habia sido creado.
Nabim Jaffir permaneció algunos segundos en silencio mientras meditaba toda la información que se le acababa de revelar. Agradeció que el gólem le permitiera tomarse unos segundos para pensar en su respuesta, pues el también guardó silencio y aunque su expresión ya era de por sí inescrutable, en aquel preciso instante el Emperador Rojo tuvo la impresión de que Chcath no estaba allí con él. No al menos al cien por cien de su consciencia.
- Me gusta lo que me planetas. - Dijo al fin el Emperador. - Me seduce la idea de conquistar todo el sur de Harvaka. Me abruma la idea de conquistar mundos. - Inspiró profundamente antes de seguir hablando. - Aceptaré tu propuesta, seré tu aliado y serviré a tus propósitos, pero mantendré mi título de Emperador y no haré nada que conlleve un sufrimiento innecesario para mí pueblo. Es lo que puedo ofrecer...
Chcath se levantó. Ya había zanjado los temas con Nabim Jaffir y tenía interés en descubrir que había llevado su consciencia a otro lugar. Seguir en Duartala era perder el tiempo.
—Puedes quedarte con el titulo que gustes—dijo pasando a tutearlo—. Los títulos no me importan. Te enviaré pronto emisarios para que te comenten las políticas generales que tendrás que seguir para que la maquinaria de mi Dominio funcione como es debido.
El golem iba a darse media vuelta cuando recordó una cosa.
—Habías dicho que podías conseguir que los nazquianos y sundalíes se unieran a mi causa, ¿verdad? Dado que esas tierras acabaran siendo tuyas, encárgate de ello. Y me llevaré al coronel Mehzadhus Shamir, creo que tiene un futuro prometedor y quiero prepararlo para que comande parte de mis ejércitos cuando haya que luchar.
Con todo aclarado, Chcath abandonó el lugar.
No hacían falta ni despedidas ni otro tipo de formalismos. Ni firmar un tratado, ni estrechar la mano hacía falta para sellar aquel acuerdo. Nabim Jaffir supo enseguida que aquel gólem no tenía tiempo que perder con aquellos detalles tan mortales. Pronto se dio cuenta de que Chcath no invertía ni un segundo de su tiempo en asuntos banales que retrasarían la consecución de sus objetivos. De eso se encargarían sus emisarios. El constucto de roca y fuego iba al grano siempre que le era posible.
Así como llegó se marchó y Nabim pudo respirar satisfecho. Aquella reunión había transcurrido con calma y atendiendo a las reglas de la razón. El Emperador había salvado a su pueblo y había conseguido un gran aliado para el futuro de su nación. Por si fuera poco conservaría su título de emperador y a cambio tan solo debía jurar servidumbre a un ser que podía engrandecer como nunca al imperio que su dinastía había formado. Sin duda Nabim Jaffir, Emperador Rojo, había jugado ben sus cartas, mucho mejor que lo que las jugó su principal rival y amigo en Catán, Ediberto Dolfini.