La voz se volvía más agresiva e impaciente. Sentía que la impelía a tomar una decisión. Un húesped... No podía elegir a ninguno de sus compañeros, no podía condenarlos a aquello. Tampoco iba a elegir a Glothus, solo le faltaba eso a alguien tan sediento de dolor como él, el recibir semejante poder. Pero, ¿A quién entonces? ¿Valdría cualquiera de los que estaban allí? ¿Sería el resultado el mismo? Y si no elegía... No. Todavía no hemos escapado. Prometistes que me ayudaríais a lograr la libertad para mí y los míos, pero todavía no la hemos conseguido. Cuando volvamos a estar a cielo abierto, nacerá vuestro último hijo.
No sabía si podian escuchar sus pensamientos como ella escuchaba la voz en su cabeza, pero tenía que intentar ganar tiempo. Y si no le daban opción a ello... todavía le quedaba una última solución en la manga.
La situación acabó de forma previsible. Era evidente que el sargento no les había hecho perder tiempo porque sí. Estaba seguro que sus compañeros ya se esperaban encontrar un comité de bienvenida justo al final del camino, al igual que Edgtho. No había forma de rodearlos ni podían volver atrás. Todo debía acabar en aquel pequeño corredor, rodeados de antorchas que servían para poco más que para dar una falsa sensación de seguridad. Aún así el explorador no daba la situación por perdida. Glothus había hecho formar a sus hombres, quienes sin duda estaban mejor protegidos que ellos. Aún así era un espacio lo bastante cerrado como para que la superioridad numérica perdiese sentido. Podían hacerles frente allí. Tenían armas y tenían motivación más que de sobra. No importaba cuanto intentasen intimidarles, él ya estaba decidido. Morir podía ser una posibilidad muy real, pero tal como llevaba pensando desde que habían conseguido salir de la celda, al menos era una decisión que había tomado por sí mismo. No se la estaba imponiendo un demente con delirios de grandeza ni estaba peleando para una multitud enajenada que tan solo quería ver sangre. Luchar le hacía sentir libre. Ya era más de lo que podía aspirar a tener hacía tan solo unas horas.
-Locura o no, vamos a luchar
Apretó la empuñadura del arma hasta que sus nudillos se volvieron blancos.
-¿Cual es la diferencia entre luchar aquí o en la arena? Al menos hemos llegado hasta aquí por propia voluntad. Caer luchando por ser libres no es un mal final. ¿Cuatro a uno? En nuestro último combate la desventaja era mayor, pero aquí estamos.
No intentaba amedrentar al oficial. La gente como Glothus era demasiado orgullosa como para echarse atrás. Aunque solo fuese por guardar las apariencias con sus soldados, les haría frente. Los soldados no serían distintos. Cuando estás en un pequeño grupo el miedo al ridículo te impulsa a cometer temeridades. Lo había visto muchas otras veces.
Entonces ocurrió algo. Bria estaba distinta. Cambiada. La oscuridad salía de su brazo como una serpiente que les enseñaba los dientes, amenazante. Era difícil saber si su compañera aún podía controlarse a sí misma. Tal fue la impresión, que incluso Glothus tenía el miedo reflejado en el rostro.
-¿Lo mismo que vimos en los pasillos? Creía que no habíamos visto nada, capitán
Quizás era un tanto mezquino por su parte recordarle a Glothus su propia respuesta, pero de algún modo le pareció el momento adecuado. Mientras tanto Oggo gritaba para los gladiadores. No era mala idea.
-¡Hermanos!- gritó también él con fuerza. -Si ansiáis volver a ver el cielo azul sobre vuestras cabezas, volver a respirar el aroma de vuestros hogares y recuperar de una vez el control de vuestras vidas, respondes. ¡Si aún recordáis lo que es ser hombres y mujeres, lo que es la auténtica libertad, reaccionad ahora!
Claro que la situación acuciante seguía siendo Bria. Su compañera habló con un tono tan sombrío como la oscuridad que empezaba a envolverla.
-Glothus, salvaste mi vida, así que escúchame para que podamos quedar en paz. No conseguirás una victoria con las armas. O ella libera la oscuridad, el No Nacido, para que todos seamos consumidos como ocurría en aquel maldito pasillo, o nos matáis a todos y la oscuridad se libera de todas formas. Dejadnos salir hacia la arena. Envía a alguien a consultar a Enather si quieres, seguro que de esta parte de la profecía no os había hablado nunca. Si existe un futuro en el que alguno de los aquí presentes sobreviva, de los nuestros o de los vuestros, no llegaremos a él con las armas. Es evidente que Bria conoce más las sombras que el propio emperador. ¿No crees que al menos merece la pena consultarle? Dejanos pasar. Tienes buenos rastreadores, nos cerraréis el paso más adelante o nos capturaréis en las arenas del desierto, ¿no? Si te niegas, ya la has oído. Sombras y muerte. Nada más, solo sombras y muerte.
Ya te hemos dado la libertad. Te hemos dado el poder. Ya eres parte de nosotras, parte nuestra. Nuestra yo. Nuestro rostro, nuestra voz. Nuestra fuerza y corazón. Eres nosotros, eres oscuridad y noche. Eres Kalipso, diosa de la muerte, eres Bria matrona de Modron. Eres el que yace. Eres madre, hija, hermana. Nuestra mano ejecutora. Nombres, identidades. En la oscuridad, todo es uno. ¿Cielo abierto? No hay, ya no existe. Solo la noche eterna sobre, en y tras nosotros.
La voz se retorcía dentro de su cabeza como una anguila resbaladiza que estuviera siendo quemada viva. Chillaba, le traspasaba los sesos de un lado a otro con sus agudas palabras. A veces perdía el hilo de sus pensamientos y solo veía oscuridad. A veces, sus ojos veían otro mundo, distante, sin estrellas, donde la noche era soberana y extrañas y horrendas formas se movían, aún más oscuras, aún más siniestras que la noche, reptando a su alrededor.
Ella era una de esas formas.
Las palabras de Bria hablaban sobre condena, oscuridad y muerte. Según caían en tierra de nadie, entre los dos "ejércitos" que se preparaban para lo inevitable, el rostro de Glothus se iba arrugando poco a poco, como una ciruela marchita, hasta que conformó una mueca, una emoción retorcida que nadie podía pensar que el carcelero llegase a sentir nunca. Le había ofendido en lo más íntimo.
Aquella rareza había sido provocada por uno de los afilados dardos de Bria que, aún sin pretenderlo, aunque solo deseaba negociar, escapar, había dado en un blanco escondido. Por error, pero con fuerza.
—Comprende esto de una vez, bruja de las tinieblas —apretaba los dientes mordiendo la rabia, la bilis que exudaba con cada palabra, que contaminaba cada sílaba —. Si hay aquí un villano, si hay un ente que quiere destruir la ciudad, no somos nosotros, sino vosotros. Ya no se trata de nuestro trabajo o de nuestro deber —una palabra que sonaba ajada en la boca de Glothus —. Se trata de salvar a toda Ponthia. El círculo de piedra no puede romperse.
Sus palabras estaban cargadas de determinación. O bien Glothus tenía la cabeza vacía y Enather había conseguido llenarla con sus fantasías, granjeándose así un aliado poderoso en tiempos de crisis, o bien poseía una mente aguda y afilada, capacitada para entender todo el espectro de la situación.
Igual que Glothus se tensaba como un látigo cuando hablaba con Bria, se mostraba mucho más cercano cuando se trataba de Edgtho. Incluso daba la impresión de lamentar el hecho de encontrarse en bandos opuestos.
—No estás aquí por tu voluntad. Piénsalo bien. Ella te ha traído aquí —aunque era imposible saber si se refería a Bria, la única mujer relevante en aquel momento, o a alguien más —. Lo he negado muchas veces. Su existencia. Es la única forma de vivir con ello.
El capitán de la guardia nocturna sopesó las palabras del explorador. Con Bria, las había desdeñado al momento. Edgtho parecía más razonable. O quizás era igual de razonable, pero a sus ojos, era humano.
—Tengo mis órdenes. Como capitán de la guardia nocturna sabía que tarde o temprano este momento llegaría. Enather me lo mostró, sé lo que debo hacer. Así que o nos matáis y la profecía falla, u os matamos, y la profecía falla —una sonrisa que rozaba lo diabólico se plasmó en su rostro —. O podemos dejaros para el arrastre y llevar vuestros pellejos azotados a la arena del coliseo, que es donde debéis estar.
Cualquiera diría que sería Glothus, o Bria, quienes romperían la tensión del momento atacando a su rival. No fue así. Tras la puerta cerrada escucharon una poderosa voz. Un grito de guerra cargado tanto de valor como de rabia, un grito humano que más parecía el rugido de un animal. La puerta se hizo añicos, astillas y maderos saltaron en todas direcciones cuando el cuerpo inconsciente de uno de los guardias quedó atascado en ella. Sin muchos miramientos unas poderosas manos lo agarraron y lo quitaron de en medio, dando paso a una corpulenta figura que atravesó los restos de la puerta echando abajo los pocos resquicios que quedaron de ella. Solo un gladiador había acudido a la llamada de Oggo y de Edgtho. Solo uno, y estaba desarmado. Pero no importaba, el león de Ponthia miró a los guardias como si tras él se encontrase la fuerza de un ejército.
La sola presencia de Gubra intimidó a los soldados quienes, a pesar de que era un solo hombre, se vieron rodeados por dos flancos.
—¿Tú también? —inquirió Glothus.
—Yo también—la voz de Gubra era acero, fuego y coraje.
Con un movimiento casi imperceptible el capitán de la guardia nocturna descolgó su látigo e intentó enroscarlo alrededor del cuello del león de Ponthia. El gladiador interpuso su brazo en medio. El látigo le hizo sangrar, quedándose enroscado y tenso. Ambos hombres se miraron. El desafío había sido lanzado. La llamada había sido respondida.
—¡A por ellos! —gritó Glothus.
Oggo retrocedió cuando los guardias avanzaron. No era un combatiente directo. Un papel defensivo sería más beneficioso para sus compañeros y para sus compañeros. Jah'tall, que ya estaba harto de tanta palabrería, corrió hacia sus enemigos, la voz ardiente, el grito de batalla en sus ojos. Lo único que quería era pelear. Derribó al primer guardia arrollándolo, haciendo saltar su escudo, y algunos de sus dientes, por los aires, trabando las armas con un segundo. Un tipo de mirada cetrina, ya entrado en años, que no era la primera vez que cruzaba las espadas con un rival más grande y joven que él. El bárbaro usaba la espada como un mazo o un hacha, aquello le restaba.
El sargento Balimir reaccionó rápido. Utilizó la antorcha que hasta ahora había portado para atacar a Bria. Atacó a sus ojos, a su rostro. La mujer retrocedió con una velocidad asombrosa. Algo se retorció en su interior. Había demasiada luz allí. El sargento esgrimió la antorcha como si se tratase de una espada.
—¡Atrás, bruja! —gritó Balimir tratando de empujarla, a base de estocadas y cortes, hacia el resto de las antorchas. Solo era un viejo oficial tratando de proteger a sus hombres de la peor amenaza.
El sargento era un veterano ya lejos de su juventud, pero sus movimientos eran medidos, cautos, expertos. Un rival a tener en cuenta.
Edgtho se enfrentó a los guardias solo para verse superado al momento. Un ágil espadachín chocó las armas con él. Saltaron chispas como prendió el odio. Un segundo, utilizando su escudo, lo atacó por un flanco mientras un tercero, a punta de lanza, le obligó a retroceder. Recibió apoyo. Uno de los enfermos, de los esclavos que habían logrado salvar, se colocó al lado del explorador para unirse a la batalla. Fue alanceado dos segundos después. Los reflejos de un hombre enfermo no eran gran cosa y, como era de esperar, los hombres de Glothus no daban segundas oportunidades. Edgtho retrocedió, miró atrás. Los esclavos gritaban, tenían miedo. Allí no encontraría apoyo, solo víctimas. Enfrente, las armas, atrás, la oscuridad. No había a donde ir.
Glothus soltó el látigo para correr hacia Gubra. El león no se amilanó, sino que corrió hacia el capitán. Tres hombres surgieron a su encuentro. Al igual que con Edgtho, un espadachín, un tipo grande que usaba el escudo para arrollar, y un lancero. Gubra detuvo el golpe del primero con su antebrazo, le torció la muñeca y le arrancó la espada. De un cabezazo lo hundió en el suelo. Cuando el tipo del escudo quiso arrollarlo se encontró con una montaña que no pudo derribar. El lancero atacó, pero al momento, Gubra ya no estaba allí y el poderoso lanzazo impactó en el escudo de su compañero. El golpe le hizo titubear, momento que aprovechó Gubra para atacar por un flanco, agarrarle de la piernas, a la carrera, y lanzarlo a un lado. Cogió el escudo al vuelo y lo lanzó como si estuviese fabricado en papel de pergamino y no en regio acero. El lancero quedó tocado por el poderoso impacto, el cual casi le hunde el pecho. Gubra rodó, recogió una segunda espada y detuvo el hachazo de Glothus cruzando las armas sobre su cabeza. En solo un parpadeo Gubra había demostrado no ser solo un portento físico, sino poseer experiencia, determinación, inteligencia espacial, agilidad, técnica y coraje. El campo de batalla era para él un libro que podía leer de mil formas.
Las antorchas iluminaban el fiero campo de batalla. Más allá, tras ellos, la oscuridad seguía siendo su señora. Dos mundos, chocando, por la fuerza del acero.
La luz la incomodaba. No podía mirarla directamente por lo que estaba teniendo serios problemas para enfrentar al sargento Balimir. La antorcha se había convertido, para ella, en una espada de fuego. La luz la abrumaba. Había demasiada luz. Su mente no estaba del todo con ella. La voz seguía allí, a su lado. Le pedía, le exiguía. La estaba consumiendo, por dentro, en su corazón, en su alma. Bria podía notar como parte de su humanidad se estaba fundiendo con un frio tan antiguo como indescriptible. Tenía que hacerlo nacer. Tenía que provocar el parto o ella terminaría siendo el No Nacido. Y tenía una oportunidad. Porque la voz, y todo su ser, habían visto al candidato perfecto. El único, el elegido. El mejor de todos ellos. El anfitrión adecuado. El huésped.
Mata al león. Deja que formemos parte de él. Cumple con la noche. Se libre. Déjanos ser carne con carne con él. Deja que él sea la puerta. Es como debe ser. Es como siempre fue. Es como será. Mata al león. .
Aunque su primer impulso hubiera sido correr al lado de Jah’Tall y atacar con él, no pudo hacerlo. Algo le había atrapado. Un frío helador recorrió su espina dorsal. Miró su mano; no la sana sino aquella donde debería estar el muñón. Había una forma negra al final de su brazo mutilado. Su mano, formada por oscuridad, tomada por la sombra. Su piel, la de su brazo, empezaba a tornarse gris. Algo le había agarrado justo por donde no tenía piel, carne ni hueso. El frío era intenso, quemaba. Ardía y a la vez, prometía una paz inigualable.
Cuando Edgtho miró atrás para ver cuáles eran sus opciones vio algo más que a los esclavos y la oscuridad. Puede que fuera porque él ya lo había visto con anterioridad, pero sus ojos se acostumbraron al mirar a las tinieblas. Había diferentes tonos de negro que formaban siluetas. Al principio erráticas, diferentes formas caóticas que sobrevolaban la zona. Pero luego comprendió que eran un todo. Un único ser capaz de sorber el cerebro de un hombre por los orificios de su nariz. Vio a un esclavo se engullido, literalmente, por unas fauces siniestras. Una mujer tenía “algo” sobre su cabeza, algo que drenaba su vida. Un tercero intentó gritar pero un siniestro apéndice agarró su grito al aire, y luego su lengua.
Tenía aspecto irreal, insustancial. Una aparición, una pesadilla. No era fuerte. No aún. Tenía presencia, solo la oscuridad. Su hogar. Su morada. Su sustento. Y cuánto más densa, más poder tenía.
Si al otro lado no hubiera tenido tres hombres dispuestos a matarle, si no se encontrase en su elemento, en el campo de batalla, con todos sus sentidos alerta, y la adrenalina corriendo por sus venas, quizás se hubiera quedado petrificado. La dantesca escena desapareció de sus ojos cuando se vio obligado a darle la espalda para enfrentar a los tres hombres que querían matarlo.
Jefe, creo que uno de mis mensajes era para Edgtho, voy a hacer de cuenta que nunca leí nada (de hecho cuando concluí que era para él dejé de leer, pero igual actuaré con la información que tenga Oggo)
Oggo miró su mano. No la que sostenía la espada, sino la otra, la que volvía a formarse. Recordó como era tener dos manos, ser un hombre entero. Recordó reír ante el peligro, en Shadizar, en Argos, en Thiaras. Era bueno con sus manos, cuando tenía ambas. Era bueno tanto en la guerra como en el amor. Se tentó con dejarse llevar, con volver a estar completo y en paz. Sin tener que mendigar, de arrastrarse por el mundo. Pese a saber que se trataba de algún tipo de embrujo.
Cerró sus ojos con fuerza. Algo dentro suyo ardía. Ardía de furia, de frustración, de rebeldía. Recordó. El circulo de pieda. ¿Qué querían decir con eso? ¿Era el coliseo? ¿Enather no estaría tan loco como parecía? Oggo dudaba, sumergido en un océano de confusión y penumbras. No veía amenazas, aunque aquella sensación que lo atenazaba era de alguna manera asfixiante.
¿Sería Bria? ¿Sería aquello que "se acercaba? Oggo sospechaba que eran la misma cosa. Luz. Necesitaba luz. Había memorizado dónde estaban las antorchas, sabía que aquello podía pasar, que las sombras iban a querer devorarlos. Lanzó su inservible espada hacia donde adivinaba que estaba la pared, y buscó la antorcha donde recordaba que estaba. No le importaba si no la veía, se había hecho una imagen mental unos minutos antes porque intuía que iba a ser necesario. La agitaría frente a sí, hacia donde adivinaba el peligro, pero intentaría no golpear a nadie que no estuviera seguro que fuera un enemigo. Esto incluía a la brythuna, al menos de momento.
Si recuperaba el control y la vista, intentaría divisar a Edgtho, a Jah´Tall, a Gubra. Sus únicos aliados seguros. Ver si necesitaban ayuda y proporcionársela. No dejaría de defender a los esclavos y a la mujer, aunque sospechaba que unos estaban alejados de posible salvación, y la otra no necesitaría su ayuda.
Pero pasase lo que pasase, no iba a correr, no iba a huir. Tenía claro que sumergirse en las tinieblas no tendría retorno.
Pongo turno en solitario porque no sé si los demás pueden ver a Oggo, en todo caso si no, te pido que lo edites si hace falta.
La oscura presencia dentro de ella se volvía cada vez más agresiva, hasta el punto de que su cabeza palpitaba con estallidos de dolor repentinos. Sentía la oscuridad crecer a medida que el momento se acercaba, y ya no tenía fuerzas para postergarlo más. Sentía que dejaba de ser ella, que la oscuridad la consumía. Oía las palabras de Glothus, pero no las escuchaba. La voz ahogaba toda la conversación a su alrededor, apenas podía concentrarse lo suficiente para mantenerla a raya. A veces, sentía el sudor correr por su frente, y otras veces no setía nada, como si aquél ya no fuese su cuerpo siquiera.
Un potente grito se escuchó tras la puerta que conectaba el túnel con la cámara de los gladiadores, y la atención de Bria, de lo que llevaba dentro, se dirigió de inmediato hacia allí. Pudo retomar el control durante un segundo mientras la presencia era distraida, para ver como la puerta se abría bruscamente en ese momento, y Gubra, el León de Ponthia, salía por ella. A pesar de que apenas habían conversando unos minutos, había acudido a su llamada.
Glothus lo atacó con su látigo, y aquello fue el detonante para que todo estallara. Los guardias y los prófugos chocaron con fuerza, Jah'Tall derribó a uno y se enzarzó con otro, mientras que Eghto, repitiendo lo vivido en la arena, se enfrentó a varios oponentes a la vez sin quererlo, demasiado apartado como para que pudiera ayudarlo otra vez. No veía a Oggo, pero seguramente estaría en una situación parecida. Gubra sin duda se había convertido en su mejor bara, pues no tardó en deshacerse de tres guardias él solo para luego trabarse con el propio Glothus.
Bria, por su parte, tuvo que retroceder frente a las acometidas del viejo sargento. Balmir había ido directo a por ella una vez había empezado la lucha, y aunque estaba desarmado, llevaba la antorcha que Oggo le había dado. Bria lo esquivaba sin demasiados problemas, pero no parecía capaz de devolver los ataques. Cualquiera que la hubiera visto actuar antes se habría imaginado que con su poder no debería de tener problemas para acabar con un solo hombre, pero algo fallaba.
La luz la hería. Era incapaz de alzar la vista del suelo, tan solo lo justo para detectar por dónde vendría la nueva estocada para hacerse a un lado, pero su hábil retirada la estaba llevando cada vez más cerca de las antorchas sujetas en las paredes. Acorralada por el fuego, por la luz que lo que había dentro de ella no podía tolerar. Aquello impacientó a la criatura, que reanudó su ataque sobre Bria para obligarla a obedecer. La brythuna sentía como se iba consumiendo por dentro, o hacía llegar al No nacido, o ella se perdería para siempre.
Entonces entendió por qué la criatura se había fijado en la puerta cuando se abrió. Gubra era al que querían. "El no nacido se mostrará ante el rugido del león". Maldito Enather hijo de mil madres... Tenía que llegar hasta Gubra y hacer que el No nacido naciera en él. A pesar de la antorcha que la cercaba, dio un paso adelante, aunque no estuvo segura de si fue ella. Pero al acercarse más a la luz, la influencia que sentía disminuyó, y a su mente vino un recuerdo. Cuatro prisioneros en una celda, diciendole al mundo que se jodiera, y decidiendo morir intentando hacer lo que creían correcto. Teniendo en cuenta lo que había vivido desde que había llegado a Ponthia, aquél era probablemente el recuerdo más bonito que todavía conservaba.
— ¡Edghto! ¡Oggo! ¡Jah'Tall! Gubra! — los llamó a todos uno por uno, mientras se cubría los ojos con un brazo para evitar la luz. No podía verlos, pero esperaba, deseaba con todo su corazón, que en ese momento pudieran escucharla — ¡Ojalá pudiera hacer más por ayudaros! ¡Encontrad la libertad por mí!
Sin cielo abierto, solo noche eterna, ¿Eh?, parafraseó a la criatura con ironía.
Bria apartó el brazo de sus ojos, cogió la antorcha de Balmir con las dos manos, y se empaló en ella.
No se me ocurría otra solución para impedir que naciera el bicho ese, y en realidad me viene mejor si Bria la casca pronto, que con el máster estoy sin tiempo para casi nada. Espero que haya tomado la decisión correcta... pero a quién quiero engañar, ragman encontrará la manera de que nos joda igualmente xD
Oscuridad, formas ambiguas que se solidificaban a sus espaldas. La boca del corredor se había convertido en una profunda garganta repleta de extraños seres que se movían acompasados por la misma tétrica tonada. Intuyeron tentáculos, dientes, garras y bocas, todo ello entremezclado en una amalgama de huesos retorcidos y quebradizos, carne abultada y palpitante y ojos ciegos que aun así parecían poder mirar dentro de sus almas. Y era estremecedor sentirse tan desvalido, tan desnudo, ante un visitante tan intrusivo. Algo que no pedía permiso, sino que tomaba cuánto quería. Y lo que deseaba era su carne, su sangre, y algo más que su vida.
Oggo había sentido su toque en su mano perdida. Aquella cosa caminaba entre dos mundos. El de los vivos y el de los fantasmas. Todo lo perdido; la familia, las esperanzas y los sueños, los miembros mutilados, se encontraban al otro lado de la Puerta, pero no como los recordaban. La oscuridad se había apoderado de ellos. Era señora y soberana. Utilizaba el miedo, la pérdida, la desesperación, como nexo. Ellos eran la llave. Podían abrir la Puerta.
Pero también podían cerrarla.
En algún momento todos ellos percibieron el peligro que se les venía encima. Aliados, enemigos, esclavos. Poco importaba, la presencia estaba entre ellos, empujándoles hacia sus fauces. Oggo tensó su brazo mutilado para resistirse a aquella llamada, peleando contra algo que no podía ver. Otros no tuvieron tanta suerte, siendo directamente engullidos, devorados por una oscuridad sin nombre que destrozaba cuerpos para deglutirlos y convertirlos en parte de sí misma. Edgtho, enfrentando a tres rivales, pudo mantener la pugna ya que se encontraba de espaldas a la cortina de sombras. Sus enemigos, pálidos y con un sudor frío recorriendo sus frentes, veían como el explorador se defendía y más allá, como algo reptaba hacia ellos. El miedo empezaba a hacer mella en ellos, sus ataques se volvían más impusivos y desesperados, como si dar muerte al explorador fuera a terminar con la pesadilla.
Jah’Tall, los dientes apretados, los músculos tensos, había decidido morir luchando. Pero incluso él, un bárbaro inconsciente que retaba a la muerte a diario tenía plasmado el terror más antiguo en su rostro. Las sombras ganaban terreno y terrores olvidados por sus ancestros, tiempo atrás, volvían a tomar forma.
Ajenos a ellos, Gubra y Glothus mantenían un combate propio de titanes. Los aceros chirriaban; la técnica y la perfección física del gladiador se enfrentaban a la experiencia y el juego sucio del capitán del turno de noche. Ambos estaban sangrando y aunque al principio el ojo experto hubiera apostado por Gubra, el guerrero había perdido empuje. Si, era un arma en sí mismo nacido por y para la guerra, pero Glothus era una torre infranqueable de músculos, determinación y malicia. Un hombre obstinado que se había ganado su reputación con látigo, sangre, fuego y acero.
Oggo decidió lo más ilógico; arrojar su espada. Recordaba la situación de una de las antorchas, la tomó, casi en la penumbra, mientras veía como uno de los soldados que trataban de darle muerte desaparecía, así sin más, entre las tinieblas que empezaban a rodearle. Sintió el calor de la llama cuando la trajo ante su rostro. Reconfortante pero terriblemente débil. Golpeó su mano fantasma y logró liberarse del grillete, sintió un dolor inusual, como si algo desclavase sus colmillos de una parte de él que no existía. Su antebrazo estaba rígido y frío igual que si lo hubiera tenido sumergido en agua helada durante horas. Enfrentó la oscuridad, bravo y valiente. Ridículo. Un hombre manco empuñando una pequeña llama, cada vez más tenua. Sería como tratar de detener el curso de un rio con una ramita.
Y en el corazón de la batalla, y de la oscuridad, una mujer enfrentando a un hombre que se veía demasiado viejo, y demasiado asustado, para obtener la victoria. Balimar agitaba la antorcha con movimientos medidos y marcados, su deber, su trabajo, por encima de todo. La experiencia guiaba su mano, no así su mente, la cual se encontraba aturdida. Sus ojos ya no veían a una mujer de carne y hueso, sino a una diosa. Kalipso, la diosa de la muerte. Mitad mujer, mitad…noche. Ella se encontraba más cerca de la Puerta. Ella era la dualidad, dos seres en uno. Carne retorcida, ojos ciegos repletos de dientecillos que parecían devorarlo todo. Hermana, hija. Madre.
Una negra nube de perdición se cernía sobre la escena. Las llamas se tornaron quebradizas, como de papel viejo, transformadas en una ilusión; fantasmas de un mundo que estaban abandonado. Escucharon los alaridos, las súplicas, los llantos y los lamentos. Y algo horrible que succionaba de forma grotesca carne, cerebro y alma. Si sobrevivían, aquel sonido les perseguiría en sus pesadillas hasta el fin de sus días. La cordura empezaba a abandonar el barco de sus mentes, cada vez más torturadas, más atenazas entre las fuerzas paranormales y un mundo que no lograban comprender. Pero que estaba a su alrededor, ganando consistencia, sustancia. Poder. Aquel abismo solo tenía un morador. El último. Hijo y la Primera Madre, todo a la vez. El No Nacido estaba llegando.
La voz de Bria se alzó por encima del acero y los llantos. Su voz sonó clara, femenina y firme por un lado, grotesca e inhumana por otro. Una despedida. Balimir no pudo creer lo que sucedió. La mujer tomó la antorcha de entre sus manos, arrebatándosela y hundiéndola en su pecho. El fuego devoró la carne y prendió sobre su piel igual que si estuviera cubierta de aceite de lámpara. La mujer empezó a arder al momento. El dolor era intenso, transpirado por cada poro, percibido en cada ápice de su cuerpo. Igual que la libertad. Las llamas, la luz, devoraban su carne, pero también las tinieblas que se habían adueñado de ella. “Lo prometiste”, resonó una voz en su interior. Pero ya no la asustaba, pues sonaba débil, distante, Moribunda.
Hubo un fogonazo, una chispa llameante que les cegó a todos durante unos momentos. Y luego; claridad. Hasta que abrieron los ojos y contemplaron el corredor no entendieron lo oscuro se había vuelto el mundo, lo siniestro y sombrío que se había tornado durante los últimos días. Ahora, parecía otro lugar. Más simple, pero también más humano. Casi parecía una mentira que el mundo real pudiera tener esa luminosidad, esos colores radiantes. Y se encontraban bajo tierra, iluminados por un puñado de antorchas que habían resistido el envite de la noche. Pero el tono ocre de la piedra o el de la arena que pisaban era tan reconfortante como hermoso.
La pírrica victoria reveló dos cosas; Glothus yacía muerto, la garganta abierta, con un Gubra, herido, pero victorioso, sobre su cadáver. Sus ojos ya estaban buscando el siguiente adversario, retándolo con su imponente presencia salpicada de sangre.
Y allí donde se había encontrado Bría quedaban los restos de un cuerpo carbonizado, consumido, apenas un esqueleto deformado por el fuego, o quizás por otra fuerza. Era como si el fuego le hubiera quemado de dentro afuera. No había nada reconocible en esos restos…salvo el valor de una mujer.
Guardias y fugitivos se miraron. Unos tenían miedo, otros solo podrían continuar con su deber. Oggo sintió un calor seco volviendo a su brazo mutilado, percibió el latir acelerado de su corazón. Se percató de que no quedaban esclavos vivos. Sencillamente, habían desaparecido. Edgtho aferraba su arma con tanto frenesí que sus nudillos estaban blancos. Igual que su rostro. Por dos veces había visto, sentido, un horror sin nombre. Debería estar loco, pero su mente había resistido. Ahora, cada sombra sería un mal recuerdo y cada noche, una agonía.
Glothus había caído, era el momento de honrar su muerte siguiendo sus órdenes o de mandarlo todo al Arallu echando a correr. Los guardias dudaban, la mayoría incapaces de comprender lo que había sucedido. Casi resultaba mejor así.
No tomaron una decisión por ellos mismos.
—Basta —pidió Balimir. Se le veía cansado, agotado. Sus manos se habían quemado, pero aquel hecho no parecía importarle —. Ha terminado —aunque si alguien le hubiera preguntado ¿Qué? No habría sabido que responder —. No tiene sentido que sigamos matándonos. Ya no. Podéis iros —terminó echando una lastimosa mirada al cuerpo de Bria.
Pero Jah’Tall quería venganza, la llama de su corazón estaba encendida. Y Gubra no era de los que dejaban un combate a medias…
Oggo de repente se sintió cansado. Más cansado que nunca. Habían sido sólo unos momentos pero le parecieron largas horas de exhaustivo combate. ¿Contra quién? No sabía decirlo. Claramente no contra los guardias.
Sintió que su decisión de tomar la antorcha había sido adecuada. No tan efectiva, porque su supervivencia no se había logrado con eso, pero tal vez había sido la diferencia entre la vida y la muerte.
Las sombras parecían haber cobrado vida, y sin embargo no tenían forma. No podía asegurar su existencia más allá de sonidos que había escuchado en su mente, sensaciones intangibles en su mano faltante y en el rostro de todos los demás, que eran muchos menos que antes.
Se horrorizó y alivió a partes iguales cuando vio el cuerpo carbonizado de Bria. Reflexionó sobre lo sucedido. ¿Podría haber sido que la brythuna que había conocido en la taberna hubiera luchado contra la oscuridad de aquel espantoso lugar? Si así había sido (era lo que Oggo sospechaba) la primera había triunfado, aunque a costa de su vida. Sintió la molestia de la bilis amarga en su garganta. Le sucedía cuando percibía que había algo terriblemente mal en el mundo. Aquella mujer que se había interpuesto para evitar la paliza de una joven asustada que había perdido a alguien querido no merecía morir.
El que sí lo había merecido era el bastardo de Glothus, cuyo coraje ante el peligro estaba ennegrecido hasta lo más profundo de su ser por sus otras acciones. Se lo tenía merecido. Oggo no hubiese descansado hasta provocar lo que otro había hecho. Al menos pudo liberar algo de su frustración y su bilis escupiendo su cuerpo.
Se acercó a lo que quedaba en pie, aún con la antorcha en la mano. Hubo una breve pausa. Escuchó las palabras de Balimir. Coincidió. No había nadie más allí que quisiera muerto. Arrojó la antorcha contra la pared.
- Nos vamos todos -le contestó, desafiante. Estaba claro que por "todos" se refería al resto de los gladiadores. Lo hizo mirando a Gubra. No hacía falta más. No iba a convencerlo de nada, le estaba dando una opción. Si abandonamos la lucha aquí, salvamos al resto de los gladiadores. Sin embargo, agregó para Jah´Tall:
- Paz -le dijo, mostrando su mano abierta. Dudaba de que el bárbaro entendiera la palabra, pero sospechaba que entendería el sentido.
No quedaba mucho por hacer. No iba a discutir, no iba a tratar de convencer a nadie más que lo que había hecho, sentar su posición. Aunque sí se defendería si era atacado.
- Enather -preguntó a Balamir mientras iba a tomar la espada que había arrojado. ¿Dónde están sus aposentos?
Si veía la duda en los ojos del sargento, le aclararía que no eran sus intenciones matarlo, sino liberar a la muchacha. No se iría de allí sin saber si estaba bien. Para bien, o seguramente para mal, había atado su destino al de ella. Mañana, si sobrevivía, pensaría en si había ganado algo de redención respecto a la desaparición de su propia hija, o como era más probable, sólo se había provocado más dolor.
Lo cierto era que ninguno de los presentes quería matar a nadie en aquel momento. Pertenecían a mundos opuestos, la clásica división del mundo; el amo y el esclavo, el que ordena y el que calla, el soldado, la ley, y el prisionero. Mundos condenados a enfrentarse. La oscuridad les había tocado. Había penetrado dentro de sus corazones para esputar su bilis contaminada. Su bilis se había convertido en miedo, rencor, en desagrado. Habían contemplado un abismo siniestro y retorcido que no estaba hecho para los ojos del hombre. Algo había cambiado en todos ellos. Su forma de entender la vida, y la muerte, nunca volvería a ser la misma.
El sargento Balimir había decidido que ya habían visto demasiado horror aquella noche. Suficiente para todos. Pero la oscuridad les había tocado. Sus hombres se aferraban a la única certeza de un soldado; sus órdenes, la jerarquía. Glothus había caído pero sus órdenes aún permanecían sólidas en sus mentes. Y en el aire. Quizás era lo único firme que aún mantenían aquellos soldados que se habían tornado grises y apáticos.
Gubra se aferraba a su libertad, y al combate. Era un luchador. Dejar las armas significaba aceptar muchas cosas para las que no estaba preparado. Jah’Tall era similar, aunque mucho más simple. Si dejaba de hacer lo único que sabía hacer, tendría que pensar en lo vivido. Y no podría. Incluso Edgtho, que solía mantener una actitud fría y pragmática, se veía desorientado. Oggo, por otro lado, se vio capacitado para aceptar la oferta de Balimir. No habría un nuevo baño de sangre.
—Haced lo que queráis —dijo Balimir, indicando a uno de sus hombres que arrojase las llaves de las celdas al suelo —. Podréis escapar si aún no han dado la alarma. Pero más allá del coliseo está Ponthia y los hombres del Patricio. No creo que la fuga de una fuerza armada de gladiadores en su ciudad le agrade, tratará de reprimirlo.
—La vida es una batalla sin fin —contestó Gubra mientras recogía las llaves —.Luchar dentro, luchar fuera. Que el cielo sea nuestra prisión.
Oggo logró calmar las ansias de Jah’Tall. El bárbaro y él poseían una comunicación íntima. A pesar de no usar palabras Oggo siempre lograba hacerse entender. El bárbaro había dejado las decisiones en mano de Oggo, sabedor de que él desconocía cual era la mejor forma de moverse en una sociedad de la cual desconocía sus normas. No le importaba pelear, pero sabía que no todas las batallas le llevarían a la libertad. Esa decisión era Oggo quien había encontrado un camarada fiel en el salvaje.
El sargento no opuso resistencia cuando Oggo preguntó por los aposentos de Enather. Dibujó dos “mapas” sobre la arena. Símbolos, marcas, que debían seguir. El primero de ellos le llevaría a los aposentos de Enather. El segundo, a la libertad.
—Os llevará a una de las salidas del coliseo. Después es cosa vuestra. Si vais a ver a Enather, seguramente de la alarma y ya no podréis escapar —suspiró —. Nunca está solo. No me refiero a sus siervos. Los pretorianos, guardias que han servido en batalla bajo las órdenes del mismísimo patricio, son sus guardaespaldas. Nunca le dejan solo. No se tomarán a bien vuestra visita.
—Yo sacaré a los gladiadores de sus celdas —aseguró Gubra.
—Y mis hombres no sufrirán daño por ello —añadió el sargento, cerrando el trato.
—No haremos daño a nadie, a no ser que trate de detenernos —informó el León —. Oggo, olvida a ese perro del emperador. La venganza no te devolverá la libertad, si la pierdes. Y si lo que buscas es a la chica, recuerda que ella os dejó donde estáis ahora.
Su idea era fugarse, tomar la libertad que le habían arrebatado, primero como esclavo, luego como gladiador, mediante sangre, fuerza y embustes. Jah’Tall seguiría a Oggo, puede que por camaradería, puede que por ignorancia.
Decisiones debían ser tomas. La libertad en un camino, el Falso Emperador en otra.
Y Lyra.
Más de cien voces se alzaron formando una sola. Los gladiadores corrían libres por los túneles. Armados, aullantes, sabedores de que la libertad se encontraba detrás del siguiente giro, de la siguiente puerta. Corrían como bellacos, como hombres muertos a los que hubieran resucitado. Eran una fuerza de ataque contundente y precisa. Los pocos soldados que habían tratado de frenarles se encontraban esparcidos por los túneles, con los cuellos abiertos, los pechos hundidos y los miembros cercenados. Todos eran veteranos, combatientes de la arena. Cualquier herramienta era un arma letal en sus manos. Su convicción era acero candente, al rojo, con el cual marcaban su profusa carrera.
Al frente, como guía, Edgtho. Una vez más llevaba a un grupo de hombres a la guerra. O quizás, a la libertad. Las indicaciones obtenidas del sargento Balimir resultaron veraces. Los túneles ya no eran tan oscuros y el camino no se mostraba, como hasta ahora, tan esquivo. Pronto verían Ponthia, la maldita, la hedionda. Aquel aroma cargado de los olores de la perversión y la decadencia humana sería como la gloria para ellos.
Únicamente un hombre iba por delante de él; Gubra, el león. Había roto sus cadenas así como la profecía de Enather. Obtener la libertad era una cuestión personal, y una deuda pendiente con los muertos que quedaban atrás.
La luz les cegó. Amanecía en Ponthia recortando sus tejados irregulares con haces de luz dorada, asustando a los sicarios, a los ladrones y a las rameras. Era tiempo de comerciantes y esclavistas. Mismos monstruos con diferentes máscaras. Gubra se detuvo a las puertas del coliseo y con él, Edgtho. Tras ellos, los gladiadores frenaron también. La libertad podía ser apabullante. Especialmente para alguien que había pasado sus últimos años en prisión.
Había algo más, por supuesto. Y algo que no había. Los lugareños de Ponthia, sus borrachos y sus furcias tardías, sus tempraneros, los primeros puestos del mercado. Allí no había un ambiente cotidiano, no había mercado, puestos o civiles. Los gladiadores se encontraron mirando a un muro de escudos con el símbolo escarlata de la torre y el puño.
Allí hasta donde podían ver, los soldados del patricio se extendían en una doble hilera. Con sus penachos rojos, sus armaduras bruñidas e impolutas. Lanzas y espadas, pero también arcos. Un capitán a caballo, sargentos que daban su últimos órdenes. Todos en una perfecta formación que asustaba. Disciplina, orden, equipamiento, decisión y una buena soldada. Frente a ellos, los mejores combatientes de Ponthia sobre la arena. Y no parecía ser suficiente.
Edgtho había llevado a muchos hombres a la muerte, casi a tantos como a la victoria o la salvación. A pesar de su experiencia, no logró discernir cual sería el término de aquella confrontación. Solo sabía que habría que pelear.
—Uno nunca deja de pelear. Dentro, fuera. No hay diferencia —gruñó Gubra.
Fue el primero en lanzarse a la batalla. Elevó su rugido una vez más; desafío, coraje, fuerza. Y cansancio. A él le siguieron todos los demás.
El casco de un pretoriano yacía en el suelo, volcado y ensangrentado. Un hilillo de sangre salpicaba el suelo desde el objeto hasta la cabeza hendida de su portador. Al lado, Jah’Tall enfrentaba a otros tres de aquellos formidables rivales. Soldados terribles, sanguinarios y veteranos, forjados en el fragor de la batalla. El norteño estaba herido de gravedad. Peleaba con ahínco mientras la vida se escapaba de entre sus poderosas manos. Había decidido seguir a Oggo, había decidido luchar una vez más. Y no se arrepentía de ello.
Oggo apartó a un siervo de su camino mientras otros escapaban de su paso iracundo. Entre él y Enather ya no le separaba nada más que un diván y una mesita sobre la que descansaban agua y fruta fresca.
—¡Lo habéis echado todo a perder! —acusó el Falso Emperador, contrariado, herido en su orgullo —. ¡Durante años he peleado en esta Arena! ¡Yo mismo la creé! Había que cumplir una serie de requisitos, de normas…horribles, malsanas, pero alguien tenía que hacerlo. Alguien con suficiente resolución. Porque si no ellos pasarían a nuestro plano. Y entonces ya nada podría detenerlos —se lamentaba. Oggo estaba cada vez más cerca ¿Buscaba respuestas o asesinato? — Tantos años, tanto sufrimiento, tanta sangre vertida en la Arena. Todo este sacrificio no ha servido para nada. Y es por culpa de los que son como tú, ignorantes que pelean sus pequeñas guerras sin saber de la gran guerra que se está librando. ¡Yo decidí perderlo todo por un bien mayor! Decidí salvar el mundo. Y ahora…está condenado.
Los dos hombres quedaron enfrentados. Enather, de cerca, era más mayor de lo que parecía y más bajito. Oggo ahora podía reclamar lo que desease. La libertad, respuestas, Lyra. No vio el cuchillo hasta que se clavó en su pierna. Había una enjuta figura escondida debajo del diván. Ahora la veía bien, pero era tarde. La silueta había clavado el arma en su pierna, él había soltado una maldición y Enather había escapado. Aunque Oggo trató de seguirlo su atacante se puso en medio esgrimiendo el puñal. Se quedó helado.
Era Lyra, ataviada como una de las queridas del Falso Emperador. Sus ojos ardían y su mano no flaqueaba.
—Ya he encontrado alguien que cuide de mí, puedes irte con tus ínfulas a otra parte —y tras aquello, salió corriendo detrás de su señor mientras gritaba su nombre.
Ponthia la maldita, Ponthia la corrupta. Donde la misma mujer que había salvado hoy podía ser tu asesina mañana. La pierna le dolía, la batalla, tras él, había terminado. Oggo sintió un vacío en su interior. Si aquello era una victoria, no se parecía en nada a una.
Bueno, cuelgo este último post para cerrar la partida ya que veo que el ánimo ha decaído. Quedaban un par de sorpresas, pero no importa. Dejamos el final un poco abierto y ciertas revelaciones. ¡Gracias a todos por participar!