Partida Rol por web

Sus fans ofrecieron una ametralladora ridículamente pequeña.

Cornelia le habló.

—Gordo de mierda, escucha por una vez, no estoy dentro de ti porque me de la gana ¿sabes? ¡Aaaaaah! ¡Ya les he pedido a todos los dioses que quiero salir! Pero héme aquí, todo el puto día en tu cabezota de chorlito… Y por si fuera poco si te matan ¿Qué será de mí si te matan, imbécil? Vamos, cielo deja ya de jugar a ser Hitler y cárgate a estos payasos, gánate la confianza de Ánima —estaba claro que cuando hablaba de la alienígena sádica se le hacía la boca agua— y luego le dices que te habían secuestrado, y que quieres ingresar en la policía.

No terminaban de ser malas noticias: en su programa, Steve hablaba de personas reales... bueno, o que eran reales en su mundo imaginario. No le costaría volver a hacerlo, pero con personas reales de verdad. Las personas reales de verdad no podían ser muy distintas de las personas imaginarias... además, en el mundo al que acababa de despertar, las personas imaginarias también eran personas reales.

Sonrió al taxista, que aún no les había dicho su nombre. Seguro que estaba adivinando lo que pensaba Steve; pero Steve sabía que lo estaba haciendo, y, a su vez, el taxista era consciente de que Steve lo sabía. Le caía bien aquel tipo de Rundey.

La pregunta de Mackenzie le sacó de su ensimismamiento.

 — Mierda — pensó Steve — Claro, estaba sola...

Nada de lo que Steve pudiera decirle a la muchacha tendría sentido. No sabía a quién había tenido que llorar, y tampoco podía responder a su pregunta. Aquellas personas eran imaginarias en la mente de su creador, pero... si eran los típicos personajes secundarios, apenas habría pensado en ellos. Para Mackenzie eran reales, pero para un escritor sin licencia del Gran Manchester, no pasaban de ser unos cuantos nombres y someras descripciones en un guión en el que la protagonista era Mackenzie.

Steve no quiso hacer la pregunta que, sin embargo, Culero Connor sí lanzó en voz alta. En vez de decir nada, se limitó a ponerle a Mackenzie la mano sobre el antebrazo: no estaba sola. No estaba con las personas a las que echaba de menos, pero tampoco estaba sola ya.

Temiendo el efecto que la respuesta de su amigo pudiera provocar en Mackenzie, Steve le miró a través del espejo retrovisor, y no necesitó decirle que tuviese cuidado.

La chica miró a Culero al escuchar su pregunta. Se dio cuenta que quería contarle. Quería pero una especie de nudo en su estómago, uno que ahora se daba cuenta que siempre estaba ahí, parecía amordazar también su garganta pasando por su corazón. Se odió a sí misma cuando respondió.

—Bueno, ya sabes: apocalipsis zombie —se encogió de hombros como si quisiera restar importancia, como si todo estuviera más que asimilado—. Más o menos se ha perdido todo el mundo.

Pero si por un lado se sentía acorralada —¿o era arropada?— por la mirada de Culero, por el otro la mano de Steve se posó sobre su brazo haciéndola temblar. La pinza de aquellos dos era demasiado. Pero, ¿quién coño se creían que eran, eh?

—Mi familia —salió de pronto de su garganta, como una piedra que momentos antes la atascara y amenazara con ahogarla—. Mi... Madre. Pero está bien. Está bien… —añadió sin mucho sentido ni credibilidad.

Tragó saliva y miró al frente concentrando todas sus fuerzas en no echarse a llorar.

—Mira peque. Yo era un secundario, pero uno importante. Además, palmé de una sobredosis en la última historieta, y hay como una fuerza que tira de mí… hacia ese patético final, morir con un pico pinchado junto a un contenedor y que me coman las ratas.... Pero estoy aquí. Eso sí, viví en la novela, no era un recuerdo, ni aparecí en una escena para dar trasfondo. Mi historia tenía su propia línea. Nunca he conocido a una víctima de zombies pero creo que las hay, eso sí, tienen que haber sido personajes de peso para el criterio del escritor.

Miró a Mackenzie por el restrovisor y tiró aire para la nariz. Siguió conduciendo un momento sin decir nada, pensativo.

—Hay hermanos que han escrito la historia de sus seres queridos. Pero, a parte de que no es tan sencillo cómo escribir un cuento en un papel, invocar seres imaginarios está terminantemente prohibido. Y no es cualquier condena, no. Lo llaman retornarte… ya, sabes, a la ficción. Algunos imaginatas forman un grupo de élite de la policía al que llaman "retornadores". En los comités de bienvenida siempre hay un par.

En cambio a los cagaos —se explicó—, ya sabéis, los, paridos, fenotopos, toñacos, zurullos, nindundis, accidentados, feos, los homo sapens-sapiens —nosotros somos los homo sapiens-imaginalis— bueno pues a ellos les obligan a tener licencia para poder escribir. Tienen un número limitado de obras y no pueden imaginar personajes peligrosos para la sociedad. Si se saltan la licencia van a una especie de psiquiátricos donde los artiborran de drogas. Yo opino que no es justo, pero ya sabéis lo que se dice, el mundo les pertenece a ellos, no a nosotros.

Como la ametralladora y digo ¿Está maricona... Cortó la frase a mitad. Corenlia comienza a hablarme y siento un fuerte dolor de cabeza, nunca acaba bien cuando se comportaba de esta manera. Su voz se va abigarrando cada vez más y el dolor aumenta. Tiró la metralla Dora al suelo de mi asiento. Cierro los ojos y grito. Cierro los puños y comienzo a golpearme en la cara ¡Qué haces... Aghhh. Paraaaa?... Mi voz se quiebra mientras mi piel de vez en cuando s Eva transluciendo, mi pelo se alarga y si acorta al mismo tiempo. Mis pupilas de los ojos van cambiando de color, unas veces son violetas y otras vuelven a ser normales. El aire va tomando una forma rara alrededor de mi. Tenía que resistir, tenía que resistir, tenía que resistir, tenía que... Antiguos recuerdos comienzan a aflorar. 

El sol me golpea de lleno, la hierba es de un color amarillento, la selva nos rodea. Las gotas de sudor recorren todo mi rostro. Toda mi ropa está húmeda. Mi sargento empiez a a gritarme : ¡Boscemi...

vuelvo a estar en el coche, sigo golpeándome, Cornelia sigue hablándome Vamos cariño... Jadeo.

Una  casa en un suburbio, el sol va desapareciendo lentamente. Voy con mi bicicleta. La música de la radio suena desde dentro...

Grito, Cornelia sigue presionando.

En la mente de Steve comenzó a fraguarse un plan.

El castigo para un escritor que invocara a un personaje, era una camilla con correajes y una enfermera con cara de Dobermann atontándole con psicofármacos.

Para un imaginata, en cambio, supondría ser retornado a su ficción original. A un pequeño apartamento neoyorkino, a las cajas de pizza amontonándose sobre la encimera de la cocina, a la escalera de incendios en la que se sentaba a escribir, a la violinista del Metro, a un cómodo estudio de radio bajo la luz amable de un flexo...

Su amigo al volante ya sabría lo que estaba maquinando: no había secretos entre ellos.

 — Y, dime, amigo — preguntó eligiendo las palabras con cuidado — Cuando alguien invoca personajes imaginarios, le retornan o le ingresan en un loquero: ¿y qué hacen con los imaginatas que trae? ¿Les llevan también de vuelta? ¿O les obligan a hacer el curso y se pueden quedar?

El taxista suspiró de comprensión mientras comenzaba a bajar la velocidad.

—Bueno, creo que se quedan, pero la condena… llamarlo "retornar" es un eufemismo, tío. Te liquidan y ya está. No sé, o quizá es que el mundo real engancha pero, vamos, yo creo que el "retorno" no mola, nada.

Paró y miró, primero a Culero, luego al resto:

—¿Estáis seguros de que esta es la dirección?

Junto al coche, tras una puerta de hierro forjado habían dos estatuas de desnudos en posiciones un tanto ridículas por anacrónicas que daban paso a un enorme camino de tierra que atravesaba como doscientos metros de césped hasta llegar a una mansión gigante que parecía salida de una serie de época de esas conciliadoras que muestran al televidente la cara humana de la alta sociedad.

Un letrero en la forja de la puerta decía el nombre del lugar "Steven House"

Escuchó la conversación entre Steve y el taxista en silencio taciturno. El espejo retrovisor reflejaba el rostro al borde de las lágrimas de Cielo, mientras que la expresión del locutor era de cierta ansiedad. De algúna forma, el viaje en el taxi había revelado más que cualquier otro acontecimiento hasta entonces, pero el conocimiento había aportado tan sólo melancolía en sus hermanos. Y en él mismo.

Se sintió vacío. Lo cierto es que nunca había conectado realmente con nadie. Nunca había conocido a sus padres, y tampoco sentía un anhelo importante por volver a su ficción. Era uno de esos personajes que su autor escribe porque cree que son cools o simplemente raros, sin detenerse a asignarle un trasfondo creíble o al menos razonable. Se dió cuenta que no era más que la suma de un monton de cosas bizarras que tal vez fueran atractivas a su creador, pero que eran incompatibles entre sí.

 Leyó el letrero de la entrada. Steven House.

 —¿Steven? Mientras no se trate de la casa del gordo... —buscó con la mirada los ojos del Steven falso, y luego añadió  —Sí, supongo que este es el lugar.

La visión de la casa ayudó a Mackenzie a salir de sus oscuros pensamientos.

— ¡Joder! Qué pedazo de casoplón… Vaya que si va a pagar la carrera del taxi el muy mamón. Se puede considerar que nos debe parte de su fortuna, ¿no? —puso cara de digna. Después se quedó leyendo el nombre de la hacienda—. ¿Steven House? Ok, vale, o este tipo está obsesionado con un tal Steven o es que no tiene demasiada imaginación —le dio un golpecito a Steve con el codo—. O igual pudo comprarse esta choza con lo que ganó con el tarado de Boscemi. Después de todo hasta tiene fans que matan por él. Brrr… —medio simuló medio sintió en verdad un escalofrío recordando lo pasado en el autobús. ¿Qué habría sido del gordo?

Se dirigió al taxista.

—Colega, ¿prefieres venir o esperar aquí?

Si no con pasta ya se agenciaría lo primero con pinta de tener valor que encontrara para pagar a aquel tipo. Algo le decía que iba a tener dónde elegir.

Ya no pude aguantar más, Cornelia salió de mi interior.

Una luz dorada envuelve todo el coche durante unos segundos. Se va difuminando poco a poco. Todo parace estar igual que antes a excepción del asiento del copiloto. Donde había estado steven Boscemi ahora hay una una mujer de tez blanca levitando unos palmos encima del asiento. Sus ojos son completamente violeta, apenas lleva ropa trozos de armadura de un color que ningún humano sabría definir cubren algunas partes de su cuerpo. Su pelo es complementarte negro, en un primer vistazo parece ser que no tiene nada de sobrenatural pero si uno se queda mirando parece ser que tiene vida propia...

Cornelia sonría y se mira sus manos sin poder creerlo ¡Por fin! Hacía tiempo que no me sentía tan bien... Habla con una voz melodiosa casi cantando, su voz incita a la lujuria. Hace levitar el arma que Boscemi tiró al suelo, la mira con cierto aire de diversión, mira al condctor y se la lanza a la cara. No pierde más el tiempo. Abre la puerta del coche y sale volando hacia su persecutora. Las imágenes que pasan por su cabeza son tan suculentas... ¡Voilá mon amour!!!

Vuelvo a estar en la selva mientras mi sargento sigue gritándome, hay una voz que no es de él que martillea a mi cabeza. Empiezo a sangrar por la nariz. 

— Bueno, hay ficciones y ficciones — añadió, sonriendo al taxista y guiñándole un ojo.

Al llegar a la casa, no pudo evitar un silbido.

— Vaya... Se ve que a "papá" le fue bien cuando a la gente todavía le gustaba la ficción. ¡Eh, y es un nombre bonito! — añadió riendo — Steve mola. Steve, Steven, Esteban, Stephan, Etienne... todas las variantes molan.

— Me pregunto qué cojones hizo para que le quitasen la licencia... — se dijo Steve — ¿Escribió todas las obras que le permitían? ¿Creó a alguien peligroso para la sociedad?  A lo mejor le castigaron por crear a Boscemi.

Secundó la propuesta de Mackenzie.

— Si vienes con nosotros, le pediremos que te pague ya. Si no, dinos cómo encontrarte, y te prometo que te pagaremos en cuanto podamos. Te has portado bien con nosotros, tío — dijo, tendiéndole la mano.

El taxista se unió a ellos alegando que no iba a perderse la ocasión de echar un vistazo a una casa así. Caminaba con las manos en los bolsillos y las piernas un poco arqueadas, llevaba botas de montar, sonrió a Culero.

Un mayordomo espigado acudió a su llamada. Tardó como cinco minutos de reloj llegar desde la entrada de la mansión a la verja. Sin llegar a abrirla, con la mirada altiva, les dijo.

—Buenos días… caballeros… ¿Señorita? ¿Está usted bien? ¿Quiere que llame a la policía?

La sádica quedó levitando frente a Corneila y tardó en darse cuenta de con quién estaba hablando.

Los coches pasaban bajo ellas pitando y los fans del kkk que quedaban con vida debieron creer que tendrían oportunidad de salir pitando pero entre los coches ya corría hacia ellos el tipo decadente al que habían acribillado en el autobús, pero verde e hinchado de músculos. Quizá por efecto del botox, por el pelo largo o su cara de niño parecía una versión travesti del increíble Hulk.

Un par de segundos después ya se oían los gritos, los disparos y los ruidos de hierros arrugarse contra la carne y Ánima sólo sonreía, divertida.

—¿Cómo te llamas… ahora?

Corneáis flotó a Ánima sin prestar mucha atención a lo que estaba pasando a su alrededor, tenía la misma capacidad de atención que una haha. Mientras flotaba miles de imágenes lujuriosas pasaba por su imaginación... Se presnetó ante Ánima con cierto dolor de cabeza, del algo se había olvidado pero no le prestó mucha atención... Soy Cornelia cariño...

Disparos, eso es lo último que me acuerdo antes de entrar en el interior de la selva. Una pequeña escaramuza nos había atacado, apenas hubo muertos pero los heridos... Los tuvimos que dejar atrás. La húmedad era terrible. No había tenido tiempo a disparar, solo ha mearme encima. Al principio estaba ansioso de pegar un par de tiros, pero cuando tienes a una persona real enfrente de ti. Mirándote a los ojos... Tenía que luchar por América, sino lo hacíamos nosotros ¿quién lo harïa? Cada vez jadeaba más, la luz se iba apagando, la selva se iba volviendo cada vez más sobrenatural. Uno incluso podía jurar que escuchaba los árboles respirar...

Dejé mi bicicleta enmendó del césped. Pase por la puerta y la cerré. Olía raro. Grite: -¡Mamá!- no hubo respuesta. Toda la casa estaba oscura, recorrí los estuches pasillos de color rojizo. Las paredes estaban repletas de cuadros de personas que no conocía, todas eran muy feas excepto los soldados... Cuando tuviera la edad suficiente me alistaría, alguien tenía que patear el culo a los enemigos de América, alguien tenía que hacerlo. Volví a llamar a mama, pero tampoco hubo respuesta. Me quedé parado delante de la puerta de la cocina...

— Buenos días — saludó Steve con una sonrisa — Estamos buscando al señor Fullenher: nos han dicho que vive aquí, y creemos que es el responsable de nuestra existencia.

Yo me llamo Steve. Y ellos son la señorita Mackenzie, y el señor Culero Connor. Oh, y nuestro colega es el taxista que nos ha traído hasta aquí... alguien tendrá que pagarle. No quiero tener morro, pero es que nuestro dinero imaginario no tiene valor aquí.

Cuando el mayordomo se ofreció a llamar a la policía, a Mackenzie se le escapó una pequeña risilla. El amigo recién añadido al grupo no les hacía parecer ni mínimamente más normales, la verdad, así que se alegró que Steve dijera la primera palabra porque a saber qué burrada se le habría ocurrido contestar a ella. Sin embargo le hizo reír finalmente la presentación del locutor; para ser yankee la verdad que le había salido una muestra increíble de flema británica.

Ahora una de dos, pensó, o bien "Benson" llamaba verdaderamente a la policía o bien levantaba una ceja y les pedía amablemente que les acompañara.

Llena de expectación, Mackenzie le dedicó su mejor sonrisa falsa.

Aquel mayordomo no desentonaba para nada con la elegante mansión a la que representaba. Mientras Steve respondía, Culero asumió una actitud circunspecta, que resultaba algo cómica considerando su estilo.

Al final de aquel largo camino de tierra su Creador le estaría esperando. Disimuladamente se quitó el sombrero de vaquero e inclinó levemente su cabeza, como si fuera un pecador consumado  —pero creyente— a punto de ingresar al hogar de Dios.

—Venga viejo lameculos, abrid el puto portón.

Las palabras habían sido pronunciadas con atropello, cargadas de ansiedad. A Culero no se le daba bien reprimir los nervios.