EL CALLEJÓN DEL INFIERNO
Fría y dura noche toledana cuando se inicia el mes de las ánimas. En la oscuridad cerrada y cubierta, tan sólo iluminada por escasas lámparas y ténues luces que asoman por las pequeñas ventanas de los hogares, camina con brío el apuesto y joven galán Felipe de Pantoja. Pasa raudo cerca de la catedral descendiendo por angostas calles hacia el Tajo, que con sus oscuras aguas, reflejo de la noche que amenaza lluvia abraza como hace milenios la oscura pesadumbre…
En el paraje que le espera, de amplia y negra vegetación acierta a ver la silueta de la mujer con la que se ha citado, de bellos rasgos muy a pesar de su aspecto y edad. La “Diablesa” la llamaban, bruja toledana donde las haya, temida por muchos y odiada por tantos otros pero socorrida por aquellos, como en el caso de D. Felipe de Pantoja.
A ella se aproxima, no poco temeroso mientras es observado por los ojos que casi todo lo han visto. La mole de San Juan de los Reyes observa la oscura cita, mientras ambos se aproximan al Baño de la Cava, Felipe pregunta:
– Bruja, tu conjuro no ha hecho efecto.
Cortejaba desde hace ya tiempo, no correspondido, a Rebeca, la más bella judía en la ciudad. Ésta, hija de una respetada familia de los descendientes de Samuel Leví amaba claramente a Samuel, joven judío que procedía de ricas familias toledanas. En su desesperación ante el amor no correspondido Felipe acude a “la Diablesa” para poner remedio.
La Diablesa mira con odio al joven cristiano que duda de su buen hacer, respondiéndole:
– Al dar las doce en la torre de San Román rocié con cinco gotas de agua del Arroyo de la Degollada la hoja de higuera, aspiré tres veces espuma del Tajo y con el manto de esmeralda recé cara al oriente por el Marqués de Villena -patrón de los nigromantes-, una oración que aprendí en el viejo libro de los “Espíritus rojos”. No fallé en el conjuro, la suerte está fijada.
Insiste el joven Felipe:
– Si así ha sido, me acompañarás esta noche a la judería y observaremos juntos si el conjuro ha tenido su efecto.
Un gran relámpago cruzó la bóveda sobre Toledo acallando la conversación que levemente se escuchaba sobre el Baño de la Cava. La noche se hacía más oscura, y aquella mujer dijo:
– Marchémonos ahora, o los viejos espíritus que por estos parajes rondan se aproximarán a nosotros para conocer qué tramamos.
Así fue y partieron cada cual por su lado, mientras una fría lluvia mecía y arrancaba ricos perfumes de la vegetación que arropaba las orillas del Tajo.
El día siguiente, también con la noche como aliada, caminan Felipe y la bruja por las estrechas calles y cobertizos toledanos, camino de la Judería mayor toledana. Atraviesan las murallas internas de que en ocasiones protegen a ésta comunidad en la propia ciudad, y se aproximan lentamente a una de las mayores y mejores sinagogas presentes en suelo toledano, la ahora llamada de “Santa María la Blanca”.
– Te aseguro que en la Sinagoga no encontrarás a tu rival. El conjuro ya ha hecho su efecto, y si así no ha sido antes de ocultarse la última estrella el judío morirá, decía la bruja mientras acariciaba una dura daga que oculta llevaba.
– ¿Te atreverías?
– De sobra conoces mi valor -dijo la bruja-. Nada impedirá que roben tu amor por Rebeca.
En el silencio de la fría noche se escuchaban los cantos salmódicos del interior de la sinagoga, y al dar éstos fin comenzaron a salir lentamente, todos los que en ella se reunían, partiendo hacia sus moradas. Pudieron distinguir claramente la esbelta silueta de la hermosa Rebeca, acompañada de sus familiares, pero no viendo al rival de Felipe, una sonrisa de satisfacción apareció en los labios secos de la bruja.
El conjuro había hecho su efecto y la bella judía pertenecería de por vida al hidalgo toledano don Felipe de Pantoja.
Esa misma noche encontraron cerca de donde finaliza el barrio judío, contraído el rostro y con los ojos abiertos por el terror el cuerpo de Samuel, pretendiente de Rebeca. Nadie pudo aclaarar las causas de la muerte del joven, pues ninguna herida perforaba su cuerpo. El olvido pronto extendió su manto de sombra sobre esta extraña muerte y ésta vióse libre de tan inoportuno enamorado.
Sólo la “Diablesa” estaba en el secreto, y con ella, don Felipe de Pantoja.
La parroquia mozárabe de San Torcuato está vistosamente engalanada; la nobleza y el pueblo de Toledo congréganse bajo sus amplias bóvedas para contemplar el casamiento de la ya conversa Rebeca y el noble don Felipe.
La misma noche de la boda de éste, y en uno de los callejones más oscuros de Toledo, muy próximo a la catedral la “Diablesa” y don Felipe ajustan cuentas. La boda ha tenido un alto precio, la muerte de un joven, pero tan sólo interesa a la bruja las monedas de oro que le reportarán tan horrible conjuro. Presto al intercambio, y en el momento que las monedas tocan la mano de la “Diablesa”, ésta mira intensamente al joven, sonríe y fuertes llamas azulblancas y verdosas consumen repentinamente el cuerpo de la bruja levantando en el estrecho callejón un fuerte viento acompañado de miles de susurros que impulsan a don Felipe contra el suelo, permaneciendo éste arrebujado esperando tener pronta muerte.
La “Diablesa” desaparece y con ella el escándalo terrorífico que ha dejado un intenso olor a azufre en todo el callejón, volviendo la más horrible de las calmas… Don Felipe, creyéndose ya muerto observa su aterrada cara en el reflejo de un charco de la calle, se incorpora y huye ráudo dejando atrás las monedas que rozaron la mano del mismísimo Satán. Desde entonces, y como recuerdo de tan peregrino suceso, dióse el nombre de “callejón del Infierno” al lugar donde acaeció tragedia tan extraña.
Al día siguiente, uno de los ciegos que mendigaban en la puerta del reloj de la catedral cantaba en el Zoco, y al compás de una destemplada mandonlina, el siguiente romance entre el espanto de las viejas beatas curiosas que lo escuchaban, haciéndose cruces y más cruces sobre sus frentes:
“Ayer murió la “Diablesa”
por el fuego consumida;
ayer murió la “Diablesa”,
la de los ojos de oliva;
la “Diablesa”, la “Diablesa”,
del demonio poseída.
El Callejón del Infierno, hoy
Desde entonces un estrecho y oculto callejón de Toledo se llama, con su propia placa identificativa, como cualquier otra calles de Toledo, “El Callejón del Infierno”. Hoy muchas visitas guiadas narran esta leyenda y visitan este rincón.
Fuente: https://www.leyendasdetoledo.com/el-callejon-del-infierno/
EL BAUTISMO DE SANGRE. LEYENDA DE LOS TEMPLARIOS EN TOLEDO
Cuenta la leyenda que tras la derrota cristiana en la batalla de Alarcos, en 1195, las tropas almohades se presentaron amenazantes ante los muros de Toledo. Los Templarios, al igual que el resto de tropas que quedaban en la ciudad se aprestaron a defender su sector de muralla, próximo al barrio de San Miguel y a su encomienda.
La noche previa al intento de asalto de las tropas almohades el comendador reunió en la iglesia a los caballeros Templarios para poner sus vidas en manos de Dios. Al mirar sus caras su corazón se entristeció pensando cuántos morirían al día siguiente defendiendo la ciudad y pidió a Dios una señal para saber quiénes caerían en combate.
En ese instante, sobre la cruz roja que los monjes-guerreros portaban en sus capas, apareció la imagen del Cristo que el comendador tenía en su cruz de mano. Entendió que, por ese medio, Dios le señalaba quiénes iban a morir al día siguiente en batalla.
Creyendo el comendador que hacía bien con ello, pues más falta le hacía guerreros vivos que santos muertos, al amanecer tan sólo destinó a las murallas a los caballeros que no habían recibido en sus cruces al aviso divino. Marchó con ellos al combate y dejó al resto rezando en la Iglesia de San Miguel.
Rechazado el ataque musulmán, regresaron los Templarios si haber sufrido una sola baja para comunicar a sus compañeros la feliz noticia.
Cuando abrieron la puerta de la iglesia, quedaron aterrorizados por lo que allí encontraron: todos sus compañeros que habían quedado rezando en la Iglesia allí seguían, pero muertos sobre las losas con los cuerpos momificados.
A mayor milagro, el agua que llenaba la copa de la pila bautismal se había convertido en sangre, la de aquellos Templarios escogidos para recibir el martirio por su fe y alcanzar el cielo de los justos. El agua sólo recuperó su naturaleza verdadera cuando el comendador bañó su Cruz en ella, bautizando en la sangre de los mártires la imagen de Cristo.
Así comprendieron que el Señor había querido castigar así la soberbia del Comendador, que creyó poder burlar los designios de Dios.
Los cuerpos momificados recibieron sepultura en una de las criptas del templo y el crucificado de la cruz de mando fue conocido desde ese momento como “Cristo del Milagro”.
Expuesto en la capilla del Bautismo, junto a la griálica pila de la foto que titula este artículo y que aún se conserva en San Miguel el Alto, recibió el fervor de los Templarios y del pueblo toledano. Las gentes tomaron costumbre de santiguarse con el agua de aquella pila, y aún de llevarla en recipientes porque decían que curaba las heridas de arma blanca.
Fuente: https://www.leyendasdetoledo.com/bautismo-sangre-templarios-toledo/
LA CRUZ VERDE
Existía una plaza con una gran cruz de piedra, al lado de la cual todas las tardes María del Sagrario (hija de un seguidor de los Silva) y su novio Pedro iban a platicar y a jurarse su amor.
Pero una tarde Pedro es portador de una triste noticia: el padre de su novia ha muerto en una reyerta en el Alcaná a manos de los Ayala. Esto es algo que la chica, -siendo huérfana también de madre-, no logra superar y poco tiempo después cae enferma y muere en pocas semanas de melancolía, según decían los vecinos.
Nos cuenta la leyenda, que cada tarde al caer el Sol, terminadas las labores cotidianas, venía Pedro a los pies de la gran Cruz a llorar por la muerte de su amada y por su ilusión perdida. No pasó mucho tiempo cuando Pedro desapareció de Toledo y nunca mas de él se supo. Hubo quien dijo que se había quitado la vida, otros que había entrado en un convento. Nunca se conoció su paradero.
Observaron los vecinos que a partir de entonces unas hierbas trepadoras comenzaron a crecer y que en breve espacio de tiempo llegaron a alcanzar los brazos de la Cruz. Nunca se había visto este prodigio en la plaza y no tardó la vecindad en achacar este fenómeno a las lágrimas de Pedro con las cuales había regado cada atardecer la base de la Cruz. A partir de entonces el humilladero de piedra fue denominado como La Cruz Verde.
Las tropas francesas durante la guerra de la Independencia, destruyeron la Cruz nada mas entrar en Toledo y hoy solo nos queda el nombre de la plaza y la leyenda que seguirá viva siempre que haya alguien que quiera escucharla.
La plaza de la Cruz Verde se encuentra en Toledo en la zona de la cornisa al final de la calles del Plegadero y Vida Pobre, es un mirador espléndido desde donde se pueden observar el entorno del Tajo y toda la zona del Valle.
Fuente: https://www.leyendasdetoledo.com/la-cruz-verde-leyenda-de-toledo/
LA CASA DE LAS CADENAS
Cuenta la leyenda que allí vivía un judío converso, el más hábil labrador del hierro. De sus manos procedían nobles rejerías, aldabones de las fuertes portadas toledanas y también algunos de los más famosos aceros toledanos, destinados a los caballeros que contra los moros luchaban al sur de Castilla.
En los sótanos de esta casa trabajaba nuestro protagonista, bajo un hermoso patio y tras amplios muros que bastante ocultaban del intenso calor del verano toledano y apartaban del trabajo las curiosas miradas de los vecinos y transeúntes. Algunos comentaban que esta casa no era propia de un converso, aunque no sabían que había sido dada por un afamado caballero en pago por unos magníficos trabajos realizados. Estos pedidos seguían llegando, pues la guerra en Granada seguía su trámite…
Con el tiempo, parece que la producción se especializó en cadenas… Durante meses, el fuego no paró en la casa del converso, y el intenso resonar del martillo golpeando el metal no callaba ninguna noche. Los vecinos observaban estupefactos cómo salían carros cargados de pesadas cadenas, a altas horas de la madrugada, con el ruido ensordecedor en la noche de las ruedas chocando contra el empedrado toledano, el restallar de los látigos sobre las bestias que tiraban de los carros, y los gritos de los hombres destinados a llevar tan pesado cargamento hasta supuestas, por los vecinos, tierras de Granada.
Los Reyes Católicos fueron ganando terreno en el reino de Granada. Lentamente comenzaron a regresar a la ciudad los cristianos liberados por las tropas cristianas. Uno de ellos trajo consigo y mostró en Zocodover las cadenas con las que había estado prisionero en las cárceles nazaríes, y todos reconocieron estupefactos los sellos y el diseño que el judío converso realizaba en Toledo…
No se cuenta el fin del autor de las cadenas, si consiguió escapar o fue ajusticiado. Queda como recuerdo la casa donde eran forjadas, ahora llamada “de las cadenas”, y también quedan como recuerdo las cadenas que hoy cuelgan de los muros del monasterio de San Juan de los Reyes, pertenecientes a los miles de prisioneros cristianos en el derrotado reino de Granada.
En la calle de las Bulas, en la casa que un día alojó el “Museo de Arte Contemporáneo” de Toledo, podemos observar en su fachada, cerca de la portada, unas recias cadenas colgantes, recuerdo de la historia que aquí ahora se narra.
Fuente: https://www.leyendasdetoledo.com/la-casa-de-las-cadenas/
LA DAMA DE LOS OJOS SIN BRILLO
La infanta Catalina de Austria, duquesa de Saboya recibió en Toledo una majestuosa fiesta en una noche que se hizo memorable en los anales de nuestra ciudad por el indudable porte de los asistentes a tan sonado festín…
A media noche, cuando aún resonaban las campanadas en el reloj del monasterio de Santo Domingo el Real, cercano a donde se realizaba el acto, uno de los nobles caballeros invitados al ágape, a la sazón consejero general de Finanzas y auditor de su Majestad don Sancho de Córdoba, presenció como una bella dama pasaba sigilosamente entre los grupos allí congregados.
Atraído por la belleza de la dama, y la fascinación que inspiraba, a ella se aproximó e invitó para acompañarle en el baile que en ese momento comenzaba. No recibía respuesta a sus palabras de elogio de tan bella mujer, a la que ahora guiaba. La sensación que emanaba era de una lividez extrema de su rostro que, incluso facilitaba la sensación de no pisar la maravillosa alfombra que adornaba el área destinado a la danza en tan bello palacio toledano.
Tras finalizar el baile, salieron al patio exterior, maravillosamente adornado con innumerables plantas, al estilo de cómo se hace en Toledo durante el Corpus, que no quedaba muy lejano, y de las que emanaban un frescor acompañado por el murmullo de una fuente central magníficamente realizada. Hacía cierto frescor nocturno y la dama no tapaba su generoso escote con alguna prenda de abrigo, por lo que él, puso su roja capa con noble broche de oro sobre los hombros de la dama, que caminaba sin decir palabra. Tan sólo, tras acoger la capa en sus blancos hombros profirió una queja, un lamento: “Qué frío”.
Llevó el caballero a la Dama dando un breve paseo hacia su residencia, y al llegar cerca del Miradero, la dama rompió su silencio de nuevo:
– Caballero, no de un paso más en mi compañía, pues de seguir a mi lado me haría una grave ofensa. Envíe al día siguiente a un criado a por su capa a la calle Aljibes, en la casa de la Condesa de Orsino.
El caballero accedió cortésmente con la esperanza de ser él mismo el que recogiera la capa.
La dama se perdió entre las sombras de la noche toledana, mientras él la veía alejarse lentamente, observando fascinado el suave caminar de ésta.
Durante la noche, no dejó el caballero de pensar en la intrigante y fría belleza de la dama. Pero lo que más le intrigaba era su mirada: sus ojos no tenían brillo.
Al día siguiente, dirigióse él personalmente en busca de la capa. El palacio estaba en una estrecha calleja en cuyo fondo se observaba una cruz. Llamó al enorme portón de madera y al poco se escucharon unos pasos y el descorrer de un pesado cerrojo tras el que se abrió un pequeño cuarterón de la puerta tras el que un anciano le preguntó qué era lo que deseaba. Preguntó por la dama, a lo que el anciano respondió que allí nadie vivía que respondiese a esa descripción, aunque permitió el paso del caballero, que fue recibido posteriormente por una noble señora enlutada, a la que refirió toda la historia acontecida la pasada noche. La dama le respondió que probablemente habría sido objeto de una pesada broma, puesto la dama a la que él hacía referencia, por la notable descripción realizada, era su hija y ya iba para dos meses que era muerta y enterrada.
El caballero sintió pesar por lo que creía una terrible equivocación, y cuál no fue su sorpresa que, buscando el salir de la casa, levantó los ojos y contempló un cuadro de gran tamaño que representaba a una dama exactamente igual a la de la noche anterior: el mismo rostro, el mismo vestido, el mismo anillo en su mano izquierda…
– Señora ¿quién es esta hermosa dama?
– La misma hija que por desgracia os dije que perdí.
– Pero… ¡si es la misma a la que yo anoche acompañé!
– Caballero, de nuevo ofendéis mi casa… Soñáis, acaso, o sois presa de alucinación, pues ya os dije que hace tiempo que falleció.
Como hechizado salió de esta casa y regresó a su palacio. Pasó dos días con terrible pesar, seguro de lo que había vivido aquella noche.
A la mañana siguiente, un hombre se presentó con la roja capa, que puso sobre los hombros de la dama aquella noche… Había reconocido al dueño de la capa por las armas del broche que portaba…
– ¿Dónde la hallaste? Preguntó con ansiedad el caballero.
– En el Campo Santo, junto a la tumba de la condesita de Orsino.
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