Esta partida está en revisión. Si el director no da señales de vida o es aprobada por un cuervo será borrada esta noche
Carla dejó el CD de country en el mismo lugar del que lo había cogido. No sabía bien porqué pero siempre entraba en la tienda para mirar los discos de ocasión, aun a sabiendas de que siempre encontraría lo mismo en las blancas y torcidas estanterías del fondo. En realidad lo hacía para ganar algo de tiempo antes de llegar al piso. Su piso: aquel lugar oscuro e inhóspito que rezumaba la expresión alquiler barato por todos los rincones. Una vivienda, por llamarla de alguna manera, junto al metro exterior y encima de un bar de motoristas. Un lugar acorde con su estatus social de jovenquiero-ser-independiente con más pretensiones que recursos, que decidió ser alguien en la Gran Manzana pero que la final no pasó de ser más que otro de los gusanos que roen sus entrañas.
Saludó con aire familiar a Billy y salió a la calle. El viento la hizo detenerse y miró a su alrededor, mientras abrochaba los botones de su abrigo blanco. Esa lluvia molesta no tardaría demasiado en transformarse en nieve, un manto blanco sobre el que no caminaría Santa Claus. Él no solía venir a esta zona del Soho, o por lo menos a ella nunca le había hecho una visita. El barrio había mejorado pero parte de su alma parecía anclada en los sesenta.
Carla retomó su caminata hacia el piso, esquivando a un par de vagabundos que se cubrían con cartones e ignorando los obscenos comentarios que lanzaban a su paso, la mayoría referentes a sus pechos puntiagudos y a sus anchas caderas. La gran avenida que la separaba de su calle apareció ante ella al girar la esquina. Como cada noche se enfrentó al mismo dilema: cruzar la peligrosa avenida o atravesar El Túnel de los Niños Muertos. Así llamaban por aquí al paso subterráneo, aunque en realidad nadie sabía exactamente el porqué. Algunos aseguraban que varios pequeños habían muerto allí hacía tiempo, víctimas de algún despiadado asesino, mientras que otros opinaban que no eran más que historias para mantener a los chicos alejados de un lugar donde los drogadictos o vagabundos pudieran causarles problemas.
Agarrándose a la barandilla, Carla bajó despacio los escalones de piedra, hasta que su silueta quedó justo enfrente de la entrada del túnel. Éste se alargaba ante ella, hasta perderse en una curva, a unos doce o trece metros por delante. Sólo un fluorescente permanecía intacto; los demás estaban rotos y parpadeaban. Los azulejos morados y blancos de las paredes y el techo estaban sucios y mohosos. En la parte derecha algunos se habían caído y mostraban unas tuberías que perdían agua. Por lo que Carla recordaba el lugar siempre había estado así. El paso de los coches en lo alto provocaba un temblor desagradable. Todo parecía precario, inestable. Paso a paso se adentró en la aberrante caverna posmoderna, notando el olor a orín y comida podrida. La basura se amontonaba a ambos lados: cartones de vino, cajas de pizza, revistas rotas, una silla de plástico aún reconocible...
Por fin estaba llegando a la curva cuando vio aquella luz. Se detuvo. Ya vislumbraba la salida, pero esa luz seguía ahí, pequeña, roja y parpadeante. Sin duda era el piloto de algún artilugio eléctrico. Estaba a una altura de cerca de un metro del suelo y parecía provenir de una estructura con patas. Cuando estuvo más cerca lo vio claramente: era una cámara de vídeo, bastante grande a su opinión, que reposaba sobre un trípode metálico con patas gomosas. Estaba ahí, con su piloto encendido, parcialmente oculta tras una caja de cartón, y ligeramente inclinada hacia arriba, enfocando al lugar por el que ella acababa de venir. Aquello no le gustó nada. Entonces escuchó los pasos y se puso en guardia. Alzó su mirada hacia la otra salida y le vio. Sintió una mezcla de indignación, excitación y vergüenza. Pero al menos podía respirar tranquila...