"¡Ven, Agua de la Vida que brotas del Cielo!
¡Ven, Agua de la Vida que brotas de la Tierra!
El Cielo arde y la Tierra se estremece
ante la llegada del Gran Dios.
Las montañas, a Occidente y a Oriente, se abren,
el Gran Dios aparece,
el Gran Dios se apodera del cuerpo de Egipto".
Ra se asomó lentamente por el horizonte, bañando de fuego las dunas. Su presencia ígnea tiñó la arena, y el rojo avanzó ondulante, ora escarlata, ora arrancando matices anaranjados de las volutas de polvo en suspensión.
El agua del Padre Nilo se deslizaba en silencio, desde el Sur y hacia el Norte, y en las orillas los palmerales mecían sus verdes hojas a la brisa.
Una nota flotaba en ese instante, una nota sin sonido, íntima, interior. Una nota de grandeza, solemne, como el grito de un demonio, como el himno a un dios.
Y el Gran Dios Llegó. El Halcón. Y con él, la Alimaña, su Némesis...
La planicie se mostraba ahora nítida, despejada, sólo agua, arena y palmeras. Pero el sol, en su alzarse, recortó de pronto siluetas en el horizonte.
Seis. Y seis más. Frente a frente.
Seis y seis siluetas inmóviles, hieráticas. Las largas túnicas ondeaban, sus figuras imponentes rezumaban majestad. Poder. Destino.
Y entonces se enfrentaron, Uno y Uno, seis contra seis...