Enclavado en lo más profundo de un bosque antiguo y envuelto en un halo de melancolía, yace el castillo en ruinas. Atrás quedaron los días de esplendor y grandeza, pues el tiempo y la negligencia han dejado su marca implacable en sus paredes de piedra. Las torres que alguna vez se alzaron con majestuosidad ahora se tambalean con resignación, como guardianes derrotados de un pasado olvidado.
Los muros, una vez orgullosos, se encuentran desgastados y descascarados por la intemperie y el paso de los siglos. En sus grietas se esconden las sombras, como si el mismo castillo hubiera absorbido la oscuridad que lo rodea. Ventanas rotas y gárgolas desgarradas miran impotentes hacia el exterior, como testigos silenciosos de la decadencia que ha invadido cada rincón.
Los pasillos interiores, antes vibrantes con la vida de la corte, ahora están cubiertos de escombros y polvo. Los suelos de mármol están rajados y cubiertos por musgo y maleza, como si la naturaleza misma intentara reclamar lo que una vez fue suyo. El eco de los pasos que alguna vez resonaron con la pompa de los nobles ahora es reemplazado por un susurro inquietante, como un lamento atrapado en el tiempo.
A medida que el sol se pone y la penumbra se adueña del paisaje, el castillo cobra una vida propia. Las sombras se alargan y distorsionan, transformando las formas arruinadas en siluetas fantasmales. El viento susurra en las grietas, produciendo una canción desolada que parece evocar los suspiros de aquellos que alguna vez habitaron estos muros.
En este lugar olvidado por el tiempo, el castillo en ruinas permanece como un monumento a la decadencia y al abandono. Un recordatorio oscuro de que incluso la grandeza más imponente puede desvanecerse en la oscuridad, dejando atrás solo susurros y sombras en la brisa nocturna.