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“(…) y estaba al corriente de los rumores que corrían acerca de la cuna de nuestro último pastor: se decía que era viejo, imposiblemente viejo, que quizás fuese un descendiente directo de los primeros colonizadores, o incluso uno de éstos; que se había mantenido a la sombra, a la espera del momento oportuno para hacerse con el cetro y la mitra; que no era de padres humanos. Todo esto se rumoreaba –por más que, en aquellos tiempos epigonales, ya nadie pudiese asegurar que su condición fuese la natural del ser humano, y no una artificial obtenida por prácticas de emergencia en aras de la conservación de la especie.

Fui convocado en la catedral que es el corazón de Jerosolimes, el planeta ubicado en el sistema más vasto conocido (el Cygnus X-1), y el bastión más poderoso del Nuevo orden. Pese a la reticencia de los priores de las órdenes monásticas, el Alto Gerión había fundado un cuerpo de guardia personal, los Geriones, poniendo a su disposición la más avanzada tecnología bioenergética, y cuyo número, según murmuraban los monjes ociosos, crecía preocupantemente. Cuatro de estos geriones me escoltaron a través de los pasadizos. Creo que, hasta ese momento, a sólo cuatro individuos, incluyéndome a mí mismo, se les había permitido el acceso a la Cámara Papal desde su construcción.

La sublime perfección con que se alzaba la estructura revestida de metal, con el sostén exclusivo de nervaduras radiales que se asemejaban a espinas dorsales de criaturas largamente extintas, y la contemplación de lo que encerraba en su centro, rebasó la capacidad de mis sentidos. Bajo una inmensa maquinaria que, como improvisada y desproporcionada corona pendía desde las insondables alturas, se encontraba el trono mirífico del pastor de almas. Y allí sentado, como el corazón luminoso de aquella frialdad perfecta, estaba el hombre más versado en los dominios de las rutas de todo el universo.”

La Aghariomeida, Cáp. 1.