Partida Rol por web

Tributo de Sangre (II)

Heraldos de Paz

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20/02/2009, 22:17
Bathalias de Emdelis

Bathalias caminaba con los demás, ayudando en el transporte del cofre.

Pero no podía quitarse de la cabeza la sensació de intranquilidad que le rondaba la mente desde quie estaban en territorio marcadamente dominado por la Hechicera.

El elfo sabía que sólo podría tranquilizarse cuando salieran de ese territorio para él hostil, y volviesen a la zona gobernada por el Conde, pues nada de lo que veía le indicaba que no pudieran ser objeto de una traición opor parte de las tropas que obedecían a la hechicera.

Total, sómos simples mensajeros, no pertenecemos formalmente a las mesnadas del Conde y nadie nos echaría en falta. Somos totalmente prescindibles.

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21/02/2009, 14:46
Director

Una larga escalinata recorría la pared exterior de la torre. Piso tras piso y sala tras sala sumergida en las sombras, con las figuras retorcidas de los Pfergas acechando entre las sombras. Un pequeño ejército se acantonaba en la torre, y armas y artilugios extraños llenaban sus paredes. Tras la dificultosa escalada, portando el pesado cofre, los Pfergas se detuvieron, señalando una portón doble en lo alto de la escalera y retirándose con muestras de temor..

Las puertas se abrieron hacia dentro sin aviso alguno y sin emitir el más mínimo sonido. Nadie había tras de ellas para tirar de sus dos hojas y tampoco pudieron vislumbrar mecanismo alguno que las controlase.

Ante ellos se mostraba una enorme estancia de forma circular. Una vez más tuvieron la sensación de que la edificación era más grande por dentro que por fuera. Ocho columnas en círculo sostenían un techo abovedado cuya parte central estaba coronada por una cristalera en diversos tonos rojizos que aportaba al ambiente un cierto toque de irrealidad. El suelo estaba formado por un mosaico de baldosas blancas y negras que serpenteaban de manera aparentemente aleatoria pero que se unían y se entrelazaban en diversos puntos creando diseños en espiral. Las paredes estaban construidas en el mismo tipo de piedra que el resto de la torre, con un tono grisáceo y betas brillantes, con la salvedad de que en esta habitación las zonas pulidas superaban con creces a las apagadas. No había ventanas, al menos no de las que pueden detectarse a simple vista. Cuatro puntos de luz sumaban intensidad y calidez a la que lograba atravesar la vidriera del techo. Se trataba de cuatro gigantescos candelabros de hierro ennegrecido, con la forma de un hombre curvado hacia delante que a duras penas conseguía sostener sobre sus espaldas una enorme bandeja sobre la que sobresalían con gran intensidad las llamas. Las estatuas resultaban pasmosamente realistas. A pesar del calor que emitían los braseros el ambiente resultaba tan frío como en el resto de la Torre.

Al otro lado de la habitación, tal y como se entra por sus puertas, había una enorme cama redonda que fácilmente podía alcanzar los cuatro metros de diámetro. Estaba vestida con sábanas negras y éstas cubiertas a su vez con suaves y largas pieles de animales de los más diversos tipos de pelaje. Cojines y almohadones se desperdigaban sin orden ni concierto por su superficie. Tras ésta, y ocupando toda la parte posterior de la estancia, tres pesados cortinajes ocultaban sendas aberturas en la pared que quizás comunicasen con otras estancias. Eran tan anchos como altos, un mínimo de tres metros, y de detrás del primero de ellos se escuchaba con claridad un gruñido grave y constante, que por momentos ganaba fuerza hasta convertirse en rugido, para volver a descender paulatinamente. La criatura que emitía aquel sonido debía tener un tamaño considerable.

Sobre la cama se recostaba una figura tan atractiva como perturbadora. En el momento en que las puertas se abrieron se encontraba tumbada boca abajo, con la barbilla apoyada sobre las palmas de ambas manos y la miranda fija en su dirección. Su boca se movía lentamente a un lado y otro aunque sin masticar, lo que sugería que podía estar saboreando algún tipo de dulce. Tenía el pelo negro, largo y suelto, cubriéndole casi por completo la espalda. Su piel era blanca como la leche y su rostro poseía una belleza singular, del tipo de belleza exótica que no deja indiferente a nadie, y que es a su vez tentación y castigo. Sus rasgos eran angulosos y muy definidos, lo que unido a la lividez de sus ojos, dos ascuas de rojo sangre, casi dos luceras bordeadas de blanco, impedían a quien la contemplase olvidar su poder y condición. Tras de sí, las piernas se elevaban y descendían en un ritmo alegre que recordaba a una niña pequeña. Iba vestida en cuero negro, ropas ligeramente adornadas pero para nada acordes con su aspecto. No hacía falta una gran claridad de pensamiento para reconocer en ella a la bruja, Sarcess, aunque sí les sorprendió a alguno de ellos su aspecto, muy similar al de una joven de apenas dieciséis años...

Notas de juego

CONTINUARÁ...