Incluso la sensación de triunfo que debería sentir por el poderoso hechizo conjurado había desaparecido de su cuerpo cuando, instantes antes del último destello, Moravius se percató, y sintió, como Bathalias, su fiel líder y sobre todo amigo, caía bajo las garras de la abominable criatura de nombre Sarcess.
Ahora, en el exterior y parcialmente a salvo, la angustia y el pesar se posaban a plomo en su corazón, y su mirada, borrosa a causa de aquellas primeras lágrimas, tan solo podían mirar hacia la torre, como si con ello pudiera ver que es lo que realmente sucedía en el interior de esta. A su alrededor, los gritos de aquellas criaturas, fieles a la bruja, resonaban con estruendo, tanto como el acelerado palpitar de su corazón en el interior de su pecho. La torre se mantenía en pie, no se derrumbaba tal y como el había supuesto, la bruja, lejos de morir, había aprovechado la vida de Bathalias para rejuvenecer, de nuevo, en el último momento, y él, supuestamente un gran mago, se había centrado en huir, sacar de aquel pavoroso lugar a todos sus compañeros creyendo que ya estaba todo hecho.
Con la respiración acelerada a causa del esfuerzo y la sensación de pesar y culpa que lo carcomía, Moravius observó a cada uno de los rostros de los compañeros que había logrado sacar de la torre. Parecían nerviosos y algo desorientados, efectos normales del conjuro, pero en sus miradas, como en la suya, se podía sentir el dolor que los atenazaba ante lo sucedido. Todos ellos tenían derecho a culparlo, pues el había sido quien había abandonado a su líder allí. Quizás no lo dijeran en voz alta, o puede que incluso intentaran luchar contra esa idea, pero la realidad era tan solo una, él, Moravius, se había equivocado nuevamente. Podría, no, debería haber detenido el conjuro de teletransporte, incluso podría haber hecho un sin fin más de cosas diferentes para ayudar a Bathalias y socorrerlo de las garras de aquella cosa, pero no lo había hecho, y el precio de su error era la vida del elfo, la vida de un amigo.
Arrepentido de su hazaña, pues había logrado reunir y gobernar una cantidad de poder inimaginable para él, el mago desvió su rostro hacia la torre, que aunque en mal estado, había soportado las embestidas sufridas por la magia del cofre. Su mirada ascendió por sus estructura con celeridad, buscando las alturas donde sin duda estaba la sala donde se había iniciado la lucha. Allí, el daño era peor, mucho más factible, y dentro y a salvo, estaba ella, Sarcess. El odio apareció entonces, de repente y en una explosión tan intensa que el hechicero se obligó a apoyarse en su cayado. Su cuerpo volvía a temblar, aunque en esta ocasión era por la sed de venganza, por la necesidad y predisposición de hacer algo para arreglar aquello. Su cordura, toda su metodología de razonamiento, le abandonaba sustituido por el odio y una sola y abrumadora idea. Sus oscuros ojos volvían a brillar con intensidad, pero en esta ocasión era el más puro y horrendo odio lo que se transmitía a través de ellos. Su bondad, su amor e incluso su buen hacer, caían a lo más profundo de su ser, enterrados por una peso tan enorme y sólido como la rabia, el odio o la venganza.
Iros, corred y salvar vuestras vidas. - En apenas un susurro rescatado de la amistad que los unía a sus compañeros, el mago les sonrió por última vez, incitándolos, con su mano libre, para que partieran de aquel lugar. - Hacedlo, rápido, yo me encargo de esto, arreglaré mi error. Pero marchaos, por favor, salir de aquí.
Sin más, sin más palabras de despedida que esas, el mago abandonó toda resistencia a los sentimientos que luchaban ferozmente por controlarlo, y decidido, se dejó dominar por ellos, permitiendo que el odio, la fuente de su ira, se hiciera con el control.
Hacia unos minutos, se había concentrado en Aliara, su fuente de amor y amistad, el reflejo de aquello que había defendido hasta el día de hoy, pero en esos momentos hacia todo lo contrario, y su poder, deseoso de ser liberado, supuraba por cada uno de sus poros de forma ruda y cruel, azuzado por el dolor y, sobretodo, por la venganza. La sensación era totalmente distinta, mientras que en las ocasiones anteriores el mero hecho de acumular la magia suponía una sensación de bienestar y gratitud, un acto de belleza, ahora era una mera fuente de dolor para todo su cuerpo. Sus músculos clamaban en silencio por la tensión y la rudeza de la energía que los recorría, sus huesos chasqueaban ante el duro reto de mantenerse unidos, y su carne, plantaba una feroz y titánica batalla ante la posibilidad de desprenderse. Pero el cuerpo del hechicero estaba preparado, físicamente podía soportar aquello, para eso, para ese día y ese momento, y aunque él no lo supiera, se había estado entrenando tan duramente.
Arkis Tierrus Rijus!! - gritó entonces con todo el aire de sus pulmones, alcanzado el punto máximo de dolor, aquel que sabia que no podría sobrepasar sin morir en el intento. Arkis Huricus Rijus!! Arkis Agur Rijus!! - agregó, dejando caer su bastón al suelo, pues ambos brazos se extendían cielo con las palmas de las manos abiertas, convocadas, finalmente, las fuerzas de la naturaleza que era capaz de dominar en aquel lugar.
Y entonces su magia obedeció las palabras arcanas pronunciadas. El cielo se oscureció en el tiempo apenas necesario para parpadear dos, quizás tres veces. A continuación, y como sucediera en el bosque, una leve brisa nació a los pies del mago, pero a diferencia de entonces, su fuerza creció de forma desmesurada, transformándose en el huracán más temible jamás recordado. La tierra temblaba bajo sus pies de forma cada vez más cruel, y las grietas empezaban a aparecer cuando el huracán se desplazó, arrasando con todo lo que estaba a su paso, hasta la mismísima torre. El agua oscura que rodeaba a esta se convirtió en geiser de espectacular belleza, y el líquido, una de las más poderosas fuerzas de la naturaleza cayó, también bajo el control del mago.
Destruid este lugar y a todo aquel que lo mora, yo Moravius, así lo deseo. - Y con ese susurro, el mago cayó al suelo de rodillas, agotado y seguramente al borde de la inconsciencia, pero no estaba dispuesto a aceptarla, debía y quería ver como la torre se destruía. Necesitaba ver como la Bruja sucumbía.
A partir de ese instante, todo se desencadenó sin control, las fuerzas de la naturaleza, tierra, aire, agua y rayo, eran libres. Continuos rayos surgieron de la oscuridad que gobernaba el cielo, y se precipitaron sobre el lugar implantando la muerte y la destrucción allí donde caían. El agua, azuzada por el huracán, formó chorros de autentica fuerza, los cuales golpearon las paredes de la torre con una furia desmesurada, y el aire, de una fuerza atroz, arrasó con todo y todos lo que cayeron bajo su influjo, y cuando alcanzó la oscura piedra, la obligó a desmoronarse, arrancando pedazos enormes que salían disparados contra los asustados Prefgas que correteaban, atemorizados, por los alrededores. Y la tierra, la tierra se abrió en decenas de lugares, tragándose, al igual que una feroz y hambrienta garganta, todo aquello que había su paso. Y todas la grietas poseían un factor en común, su dirección, la misma dirección, la base de aquella estructura creada a partir de la sangre y el dolor, el lugar donde residía la criatura más malvada jamás conocida.
Lo siento, Bathalias. Ahora has sido vengado, al igual que Aliara. - con una extraña sensación de felicidad ante la destrucción que se reflejaba en sus ojos, creyéndose mejor por ver como los Prefgas morían bajo el desencadenamiento de su poder o por que la torre era azuzada por los elementos, Moravius dedicó su último pensamiento al elfo y la druida, y antes de cerrar los ojos, sonrió ante el recuerdo de ambos....
Ahora sigo.
Incluso la sensación de triunfo que debería sentir por el poderoso hechizo conjurado había desaparecido de su cuerpo cuando, instantes antes del último destello, Moravius se percató, y sintió, como Bathalias, su fiel líder y sobre todo amigo, caía bajo las garras de la abominable criatura de nombre Sarcess.
Ahora, en el exterior y parcialmente a salvo, la angustia y el pesar se posaban a plomo en su corazón, y su mirada, borrosa a causa de aquellas primeras lágrimas, tan solo podían mirar hacia la torre, como si con ello pudiera ver que es lo que realmente sucedía en el interior de esta. A su alrededor, los gritos de aquellas criaturas, fieles a la bruja, resonaban con estruendo, tanto como el acelerado palpitar de su corazón en el interior de su pecho. La torre se mantenía en pie, no se derrumbaba tal y como el había supuesto, la bruja, lejos de morir, había aprovechado la vida de Bathalias para rejuvenecer, de nuevo, en el último momento, y él, supuestamente un gran mago, se había centrado en huir, sacar de aquel pavoroso lugar a todos sus compañeros creyendo que ya estaba todo hecho.
Con la respiración acelerada a causa del esfuerzo y la sensación de pesar y culpa que lo carcomía, Moravius observó a cada uno de los rostros de los compañeros que había logrado sacar de la torre. Parecían nerviosos y algo desorientados, efectos normales del conjuro, pero en sus miradas, como en la suya, se podía sentir el dolor que los atenazaba ante lo sucedido. Todos ellos tenían derecho a culparlo, pues el había sido quien había abandonado a su líder allí. Quizás no lo dijeran en voz alta, o puede que incluso intentaran luchar contra esa idea, pero la realidad era tan solo una, él, Moravius, se había equivocado nuevamente. Podría, no, debería haber detenido el conjuro de teletransporte, incluso podría haber hecho un sin fin más de cosas diferentes para ayudar a Bathalias y socorrerlo de las garras de aquella cosa, pero no lo había hecho, y el precio de su error era la vida del elfo, la vida de un amigo.
Arrepentido de su hazaña, pues había logrado reunir y gobernar una cantidad de poder inimaginable para él, el mago desvió su rostro hacia la torre, que aunque en mal estado, había soportado las embestidas sufridas por la magia del cofre. Su mirada ascendió por sus estructura con celeridad, buscando las alturas donde sin duda estaba la sala donde se había iniciado la lucha. Allí, el daño era peor, mucho más factible, y dentro y a salvo, estaba ella, Sarcess. El odio apareció entonces, de repente y en una explosión tan intensa que el hechicero se obligó a apoyarse en su cayado. Su cuerpo volvía a temblar, aunque en esta ocasión era por la sed de venganza, por la necesidad y predisposición de hacer algo para arreglar aquello. Su cordura, toda su metodología de razonamiento, le abandonaba sustituido por el odio y una sola y abrumadora idea. Sus oscuros ojos volvían a brillar con intensidad, pero en esta ocasión era el más puro y horrendo odio lo que se transmitía a través de ellos. Su bondad, su amor e incluso su buen hacer, caían a lo más profundo de su ser, enterrados por una peso tan enorme y sólido como la rabia, el odio o la venganza.
Iros, corred y salvar vuestras vidas. - En apenas un susurro rescatado de la amistad que los unía a sus compañeros, el mago les sonrió por última vez, incitándolos, con su mano libre, para que partieran de aquel lugar. - Hacedlo, rápido, yo me encargo de esto, arreglaré mi error. Pero marchaos, por favor, salir de aquí.
Sin más, sin más palabras de despedida que esas, el mago abandonó toda resistencia a los sentimientos que luchaban ferozmente por controlarlo, y decidido, se dejó dominar por ellos, permitiendo que el odio, la fuente de su ira, se hiciera con el control.
Hacia unos minutos, se había concentrado en Aliara, su fuente de amor y amistad, el reflejo de aquello que había defendido hasta el día de hoy, pero en esos momentos hacia todo lo contrario, y su poder, deseoso de ser liberado, supuraba por cada uno de sus poros de forma ruda y cruel, azuzado por el dolor y, sobretodo, por la venganza. La sensación era totalmente distinta, mientras que en las ocasiones anteriores el mero hecho de acumular la magia suponía una sensación de bienestar y gratitud, un acto de belleza, ahora era una mera fuente de dolor para todo su cuerpo. Sus músculos clamaban en silencio por la tensión y la rudeza de la energía que los recorría, sus huesos chasqueaban ante el duro reto de mantenerse unidos, y su carne, plantaba una feroz y titánica batalla ante la posibilidad de desprenderse. Pero el cuerpo del hechicero estaba preparado, físicamente podía soportar aquello, para eso, para ese día y ese momento, y aunque él no lo supiera, se había estado entrenando tan duramente.....
Tirada: 1d8
Motivo: Magia (no caerá otro ocho...)
Resultado: 3
Ves, un misero 3, todo el conjuro hacer gárgaras, jeje. Apenas llega a llover, sopla una brisilla, y el agua se remueve inquieta, ¿y creo he parecido notar un temblor de tierra? No que va, cosas mías. :-(
Bueno, yo lo he disfrutado narrandolo, que para mi ya es suficiente.