Ya veo... -dijo retirándole las manos al agustino con cierta discreción- ¿y puede saberse que hace un monje como vos por aquí? Si le dijera quién "pasea" en estos senderos... -aún se veía desde aquella posición el sendero principal, donde os asaltaron los soldados armamentados, y Jimeno se refería a eso-. ¿de quién huíais?
Aún entre sollozos de angustia (por la carrera) y alegría (por la salvación), Prínio, con voz entrecortada, os habló.
Confiado por nuestra congregación, viajo a Yecla, a auxiliar a mis hermanos agustinos y al resto de los repobladores del altiplano norteño de Murcia, donde las revueltas mudéjares -miró entonces rápidamente a Tariq, regresando la mirada de nuevo a Jimeno-, créanme, son catastróficas... ¿Ven alla arriba? -entoces señaló con el dedo la colina rocosa al lado, la que teníais a vuestros pies-. Allí hay una ermita. Subí a descansar unas horas, aproveché para rezar y luego me dispuse a bajar. Una vez por aquí abajo, lo ví a él.
-¿A quién visteis, padre? -no sabía a quién se refería con él. Mientras hablaba enfundaba su espada de nuevo, sorprendido. Nuevamente había quedado patente su menor maestría en el combate cuando, a pesar de haber desenfundado el primero, Tariq y el de Arguilla se le adelantaron. Se agachó entonces el joven escudero para examinar los restos de las fieras, para volver a levantarse rápidamente-. Aquesos canes non eran perros vagabundos... Mas bien parecieren buenos podencos de cacería. ¿Por qué vos perseguían?
-Damián deja hablar al fraile, esta agotado tras esta... cacería-dijo Pelayo tratando de hacer que el muchacho guardase silencio para que el tal Prínio les explicase lo sucedido.
Ya he welto!
Invadido por la curiosidad del novicio escudero, el monje agustino asentía a la espera que le dejase hablar de corrido. Agradeció para sus adentros que Pelayo interviniese para darle manga ancha.
A un hombre a caballo -respondió-, noble, seguramente -añadió-, de buen porte, cabellos largos y prendas exquisitas. Me topé con su montura justo ahí -señaló cerca de la fortaleza-, justo cuando, ya les digo, bajaba de la ermita. Yo paréme frente a él, y el miróme, ¡como con malos deseos! Yo hice lo propio en sonreíle y mostrarme alegre y sereno, mas que empezó a insultarme tras revisarme de abajo a arriba con la mirada, y tras proferirme burlas y desvaríos, que envió a los sus perros a perseguirme... -Prínio miró hacia el mismo lugar de donde habían venido los perros, para cerciorarse que no venía ninguno más, como contaba de la historia de hacía escasos minutos-.
Escena cerrada