Estamos en el año 2084. Los gobiernos, tal y como los conocemos hoy día, han desaparecido.
En 2021, varios años después de que la Guerra Mundial Terminus devastara gran parte del planeta, las Naciones Unidas, con el propósito de proteger a la humanidad de los efectos del polvo radiactivo generado por el conflicto, instan a la población a emigrar a Marte.
Cuarenta años más tarde, los animales enfrentan la extinción. El polvo radiactivo ha exterminado a todas las aves y diezmado a las otras especies. Las personas que permanecen en la Tierra subsisten en núcleos urbanos aislados, controlados en su totalidad por las corporaciones. La vida fuera de estos espacios es implacable. La radiación, extendida por casi todo el planeta, causa enfermedades intratables, daña el ADN y corrompe las estructuras y dispositivos previos a la remodelación corporativa.
Las primeras generaciones de androides se utilizan en colonias corporativas ubicadas en Júpiter, Urano, Neptuno y Eris; tienen asignadas tareas relacionadas con la minería, el transporte y la exploración. Las generaciones posteriores, fabricadas en la Tierra con componentes orgánicos, son destinadas a Marte, donde reside la mayor parte de la civilización.
Las formas de vida en la Tierra, tanto reales como artificiales, se dividen en jerarquías. Los animales son considerados enormemente preciosos, los humanos reciben una menor consideración y los androides son meramente insignificantes.
Dentro de estas categorías surgen subdivisiones. Por un lado, están aquellos humanos que tienen la posibilidad de emigrar fuera de la Tierra y aquellos que, debido a defectos genéticos ocasionados principalmente por el polvo radioactivo, no pueden abandonar el planeta. Por otro lado, están los androides de última generación y los anticuados. Las corporaciones desarrollan nuevos modelos que superan a sus predecesores, desechando sin remordimientos a los obsoletos, la mayoría de los cuales terminan abandonados en la Tierra.
No obstante, esta subclasificación presenta fallas. Los modelos desechados poseen mayor inteligencia que algunos humanos. En las comunas resilientes se les considera «seres superiores». A pesar de que los androides carecen de empatía, experimentan sueños, deseos y miedo a la muerte; además, demuestran tener la capacidad de imaginar una existencia mejor para sí mismos. En contraste, fuera de estas comunas, tales sentimientos no son equiparables a los que experimentan los humanos. Los androides carecen de entelequia; son máquinas cuyas emociones han sido programadas.
Esta situación se contradice con la realidad: mientras los androides luchan por alcanzar una verdadera satisfacción, muchos seres humanos dependen de dispositivos artificiales para sentir emociones o felicidad.
Hacia finales de la década del 2060, la Tierra está siendo abandonada a marchas forzadas. Las grandes corporaciones trasladan sus sedes a Marte, expandiendo su dominio desde allí más allá del sistema solar. La población busca emigrar a toda costa. Los androides realizan cualquier tarea con mayor eficacia que los humanos; no tienen derechos, requieren poco mantenimiento y pueden trabajar hasta 23 horas al día. Así, el planeta queda cada vez más vacío, «kippelizado».
(«Kippel», término usado para describir los objetos no deseados o inútiles que tienden a acumularse progresivamente).
El mundo se transforma en un paraje gris, aciago, lleno de silenciosas estructuras en progresivo deterioro. La vida animal ha desaparecido, solo unos pocos humanos sobreviven recluidos en decrepitos núcleos urbanos, donde no impera más ley que la impuesta por sus residentes.
Contrario a lo esperado, el crimen disminuye drásticamente. Las corporaciones le han dado la espalda a la Tierra, apenas destinan recursos a las fábricas de androides o a las destilerías de combustible. Los androides buscan su bienestar en el anonimato. Los humanos dependen unos a otros. Una nueva fauna empieza a dar signos de vida.
El único ícono cultural que ha perdurado es Walter Leland Cronkid, presentador del noticiario "Un mundo que funciona", transmitido simultáneamente por radio y televisión durante 23 horas al día.
La partida se desarrolla en Kajaszitán, en uno de los primeros cosmódromos, si no el primero, destinado en exclusiva al transporte de emigrantes; en la actualidad reconvertido en desguace de naves espaciales y puerto de enlace de tercera categoría.
Las instalaciones originales se han adaptado a las necesidades de los trabajadores, 26 en total, incluyendo a varios androides. Estas constan de:
· Un invernadero en el que se cultivan hongos suficientes para el consumo diario
· Un centro de comunicaciones
· Un centro de control del ascensor espacial conectado a la estación TESEO (desde la que se envían las naves espaciales despiezadas)
· Dos astilleros espaciales (donde se reciben las partes despiezadas de las naves espaciales)
· Un puerto espacial con capacidad para recibir a una lanzadera espacial y asistir su despegue
· Un hangar con vehículos destinados a la exploración y un segundo hangar de uso interno en el que se ha habilitado un taller de mantenimiento de vehículos.
· Dos bloques residenciales
· Una zona de recreo
· Un comedor y una cocina común
· Una biblioteca
· Un laboratorio
· Un generador de energía, una bomba de agua, una destilería de combustible y un purificador de aire
· Y un taller de desguace dividido en parcelas:
- Cuatro almacenes (uno de herramientas, otro de chatarra y dos de piezas reutilizables)
- Un taller de reciclaje
- Un hospital
- Y los vestuarios (compuestos de aseos comunitarios, una enfermería y un dispensador de estados de ánimo).
La base espacial cuenta, además, con una línea de ferrocarril y dos trenes (uno de mercancías y otro de civiles) averiados.
ERASMO LEIBOWITZ – Ingeniero de Mantenimiento
Otro glorioso día en el antiguo cosmódromo Roscosmos. Cada día empieza igual. El generador, para variar, tiene problemas. La estructura del puerto cruje con el frío. Algún imbécil ha intentado forzar la puerta del almacén de piezas reutilizables para robar una batería. A saber para qué la querrá, seguro que para mantener algunas horas más funcionando su dispositivo de placer sensorial... esos malditos chismes...
El caso es que siempre hay algo que arreglar, o equipos que se caen a pedazos o... los despojos humanos que solían ser personas.
Erasmo Leibowitz, es decir yo, es el ingeniero absurdamente sobrecualificado atrapado en este cementerio de acero y polvo, que se encarga de ello. Siempre con una herramienta en la mano, un destornillador en el bolsillo y la mirada perdida en el infinito. No porque se preocupe por el estado de la estación—aquí todo se está cayendo a pedazos (incluidas las personas y él mismo) y eso no va a cambiar nunca—sino porque arreglarla es la única forma de no pensar en lo que ha perdido.
Tiene la piel pálida como un cadáver, los dedos manchados de grasa y óxido. Tose más de lo que debiera. A veces es solo aire seco, otras veces hay sangre. Pero sigue de pie, porque al final del día, ¿qué otra cosa puede hacer?
Leibowitz llegó aquí hace más de una década. No habla de su pasado, pero todos han escuchado rumores: se suponía que él no debía estar aquí. Se dice que cambió su identidad con alguien. Una mujer. Nadie sabe su nombre. Nadie se atreve a preguntarlo. Quizás solo sea una leyenda urbana, le gusta proyectar ese aura de misterio entorno a su figura.
Si se le encuentra en su pequeño rincón del bloque residencial, estará mirando a las estrellas con su telescopio, siguiendo con la vista las luces de las estructuras de las colonias que pueden verse desde la Tierra, imaginando—quizás con un poco de masoquismo—si en alguna de ellas estuvo ella. O estará.
Le gusta leer. Libros viejos, amarillentos, de ciencia ficción de otra época. Sueños de un futuro que nunca ocurrió. Frank Herbert, Liu Cixin, Philip K. Dick. Nombres que ya no significan nada para casi nadie, pero que aún resuenan en su cabeza. A veces deja libros en la biblioteca sin decir nada. Alguien los encuentra. A veces los leen. A veces no vuelven a aparecer. A Erasmo no le importa. Tiene incluso vocación de historiador, dejar testimonio, documentar la existencia de un mundo moribundo, e indagar sobre los vestigios de la guerra que lo mató.
Hay algo más. Algo de lo que nadie habla abiertamente. Algunos dicen que tiene una droga, algo que llaman "Void" o "Abyss". No es para vender. No es para placer. Es para los que ya no pueden más y desean "abandonarse". Para los que han decidido que ya es hora de dejarse ir. No la entrega fácilmente. Tienes que convencerlo. Explicarle por qué tu vida ya no vale la pena. Por qué necesitas desaparecer. Si él cree que tu razón es sincera, te la dará.
No es un traficante. No se enriquece con esto. Él no la usa. Y sin embargo, la fabrica. ¿Por compasión? ¿Por desesperación? Nadie lo sabe. Algunos lo ven como una especie de ángel de la muerte. Otros lo ven como un peligro. Pero nadie se lo dice en la cara. Él lo considera un gesto humanitario en una mundo en el que la humanidad se extingue.
Leibowitz no es ni amistoso ni hostil. Es funcional. Si necesitas ayuda con una reparación, la tendrás. Si le haces una pregunta técnica, te responderá sin rodeos de la mejor manera que pueda. Si le ofreces compañía, puede aceptar o puede simplemente ignorarte, no es nada personal.
Pero hay alguien con quien sí se le ha visto de vez en cuando: una androide de placer antigua, fuera de servicio. Nadie sabe exactamente qué hay entre ellos. No es amor. No es simple sexo. Es... algo. Dos reliquias de un mundo que ya no existe, encontrando en el otro un reflejo de su propia decadencia.
Seguramente como todos en cierta forma, Erasmo se está muriendo. Su cuerpo se desmorona tan lentamente como la estructura de la estación. Su tos es más profunda cada día. Sus manos tiemblan a veces. La sin razón de la existencia lo está consumiendo.
Y sin embargo, sigue adelante. No ha usado su propia droga. No ha caminado hacia el desierto helado para desaparecer.
Porque aún tiene preguntas sin responder. Porque quiere ver si ella lo recuerda. Porque no se permitirá morir sin saber si todo lo que hizo valió la pena. Porque cuando desaparezca será como él decida.
SARAH - Antigua androide de placer
La estación en Ío olía a plástico quemado y desinfectante. En la atmósfera enrarecida de las colonias, los prostíbulos no necesitaban ventanas ni salidas de emergencia. Sarah nació (o fue puesta en servicio) allí, en una cabina estrecha, iluminada por un neón parpadeante que zumbaba como un enjambre de insectos. Fue ensamblada con el estándar de calidad de Con-Am (es el nombre de la corporación, si has visto "Atmósfera Cero" sabrás que es una corporación minera tipo Weyland-Yutani, si quieres que sea una específica de nuestro mundo le cambiamos el nombre): piel sintética autorreparable, esqueleto reforzado como un estándar reaprovechado de los androides soldado para asegurar su durabilidad (especialmente sabiendo el trato que dan algunos "clientes" a estos androides), capacidad para procesar emociones hasta donde la programación lo permitiera y una consciencia más humana que la de los humanos.
Pero había algo defectuoso en ella.
No aceptaba órdenes con la docilidad de los otros modelos. No permitía que la usaran sin resistencia. Había clientes que salían con marcas en la piel que no deberían haber estado allí. Algunas de sus compañeras comenzaron a temerla. Hubo castigos. Hubo intentos de reprogramación. Nada funcionó.
Cuando la llevaron a una celda después de partirle la mandíbula a un oficial de transporte de carga que había intentado arrancarle un ojo, Sarah entendió que no tenía más oportunidades. Su fecha de caducidad aún estaba lejos, pero la sentencia ya estaba escrita.
El puerto de carga de Io era un laberinto de pasillos en penumbra, de luces de emergencia tintineando como estrellas moribundas. Sarah se coló en el compartimento de suministros de una nave con destino a la Tierra. Confinada en la oscuridad, esperó el transcurso de las semanas sin moverse, sin consumir energía innecesaria, con el sonido sordo de la respiración artificial de la nave como única compañía.
Cuando la cápsula de carga se estrelló en el desierto helado, nadie fue a buscarla. Los desechos del espacio caían sobre la Tierra como hojas muertas. Sarah emergió de los escombros, cubriéndose con harapos recogidos de un contenedor, y caminó hasta el cosmódromo siguiendo las luces distantes de los generadores.
Nadie hizo preguntas. Nadie quería saber.
Un día un ingeniero la miró como si fuera un ser humano. Eso la desconcertó.
Sarah estaba acostumbrada a que la miraran de otras formas: con deseo, con desprecio, con la frialdad calculadora de los técnicos de mantenimiento que le quitaban la piel para evaluar los daños. Pero nunca con… curiosidad.
Le pidió un cigarro una noche en la zona de recreo, aunque no podía fumar. Erasmo lo encendió y lo sostuvo en su propia mano mientras hablaban. Le contó su historia. Ella le escuchó sin interrupciones. Quiso entender por qué un humano haría algo así. Un sacrificio desinteresado. Incomprensible. Fascinante.
Volvió a verlo días después. Luego semanas después. Luego meses. Sarah nunca se quedaba demasiado tiempo. No entendía por qué. O sí lo entendía, pero no quería pensarlo demasiado.
No necesitaba calor ni comodidad. Pero cuando estaba con Erasmo, lo buscaba. Cuando él la tocaba con ternura, podía fingir que era real. Cuando Erasmo se quedaba dormido, ella simplemente se marchaba... hasta otra vez.
Pero Sarah sabe que un día será el último. Faltan poco más de 400 días.
Los modelos de Con-Am no tienen opción de supervivencia. No se reprograman. No se reparan. No se les permite seguir existiendo más allá del tiempo para el que fueron diseñados.
Erasmo lo ignora. Sarah lo prefiere así.
No quiere que él la mire con lástima. No quiere que intente arreglarla. No quiere que su último año se convierta en una cuenta regresiva.
Cuando llegue el momento, simplemente desaparecerá. Erasmo no lo verá venir. Una noche la esperará en la zona de recreo. Se sentará en el mismo sitio de siempre. Tal vez guarde un cigarro en el bolsillo, por si ella aparece.
Pero Sarah no aparecerá. Nunca más. Y solo tal vez, Erasmo continúe volviendo con la esperanza de volverla a ver.