Dos horas después...
Roger Fell y Norman Wright contemplaron desde la distancia como la explosión hacía surgir una nube de fuego y chispas incandescentes hacia el cielo nocturno, con un estruendo que se alargaba y parecía no terminar nunca. Dentro de la misma explosión les pareció distinguir relampagos escarlatas que brillaron por un momento antes de desvanecerse.
Apoyados en el cochedel detective, que habían aparcado en una colina cercana, compartieron cigarrillos durante una media hora hasta que confirmaron que la casa de Thomas Fell quedaba totalmente en ruinas y rescoldos humeantes.
Durante el viaje de vuelta a Chicago ambos acordaron una serie de normas: Ninguno de los dos hablaría nunca de los sucesos que ocurrieron este día y jamás se pondrían de nuevo en contacto entre sí a menos que fuera absolutamente necesario. Además, Norman movería los hilos para ser él el detective encargado de la investigación de lo sucedido en la casa de Thomas Fell y de esa manera, enterrar el caso y que la verdad nunca saliese a la luz.
Faltaban pocas horas para el amanecer cuando los dos llegaron a la consulta del doctor. Allí, Roger pudo tratar las heridas que habían sufrido en la cima de la montaña, lavarse y conseguir ropas nuevas tras deshacerse de sus viejas y desgarradas prendas.
Se despidieron después, sin palabras, mientras amanecía en la ciudad, y cada uno se fue por su lado...
Pasaron las semanas y los meses. La búsqueda de los desaparecidos llegó en todos los casos a un callejón sin salida, hasta que las autoridades aceptaron por fin su muerte. Tampoco se descubrieron las causas de la explosión que redujo a cenizas la casa de Fell, concluyéndose con que fue debido a dinamita defectuosa que el anticuario había comprado para una expedición que estaba organizando.
Roger Fell y Norman Wright sólo coincidieron dos veces más: En los funerales que se celebraron por Thomas y Kenneth Fell, y en el celebrado por Jan Joyce-Cleveland.
En ambas ocasiones, ambos hombres no hablaron. Sólo compartieron un formal apretón de manos.
Sin embargo, al mirarse a los ojos, compartieron un mismo pensamiento, una idea que los acompañaba todos los días y no podían olvidar:
La que destruyeron no fue la única estela que existía. Hay sin duda más. Repartidas por el mundo, y no cabía duda que otros hombres antes que ellos las habían utilizado para teletransportarse en este y a otros mundos.
Recordaron las palabras de Thomas Fell, grabadas en sus mentes:
Las estelas, las piedras... Nadie debe saber de ellas... Este poder... hace que los hombres se vuelvan locos. No debe quedar ninguna constancia de su existencia, ni las piedras ni los documentos ¿me ois? Todo debe ser destruido.
No fui todo lo prudente durante mi investigación. Otros pueden saber sobre estos artefactos y harán cualquier cosa por controlarlos. ¿Entendeis lo que os digo? Este poder podría desencadenar guerras...
¿Olvidaría la humanidad estos artefactos o el ansia de poder de los seres humanos haría que los siguiesen buscando, sin importar el precio a pagar? ¿No estaría la humanidad condenada? ¿No entedían que ese poder sólo iba traer la desgracia a quien lo utilizase, como le sucedió a Thomas Fell y a todos los que os visteis involucrados con él?
Y otra pregunta, cuya respuesta todavía podría ser más aterradora, los atormentaría durante las noches el resto de su vida:
¿Quién construyó las estelas? ¿Y con qué propósito?
Años de pensar en ello hicieron que con el tiempo ambos hombres llegaran a la misma conclusión por separado...
Las estelas eran puertas de entrada a este mundo. Los que las construyeron lo hicieron para volver a él cuando llegase el momento adecuado...
El pensamiento que torturó el resto de sus vidas fue el mismo:
Tarde o tempramo, ellos regresarán.
Ellos regresarán...