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El oro de Aztlan

Santa Lucrecia

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06/10/2019, 22:43
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Santa Lucrecia

Décadas atrás, los castellanos, guiados por los rumores de los piratas del mar Atabe, enviaron barcos de reconocimiento a las costas de Aztlan.
Pronto se vieron maravillados por los tesoros que escondía aquella tierra, y decidieron que la querían para ellos.
Claro que en esta tierra vivían los orgullosos aztlanos, que rápidamente aniquilaron cualquier intento de avance de los exploradores castellanos.

Aquella dura derrota supuso un antes y un después, dado que el Rey Sandoval hizo caso a sus consejeros y preparó un nuevo desembarco en el Nuevo Mundo.
Pero en todos aquellos años, los castellanos habían aprendido de sus errores, y guardado como tesoros todos los testimonios de los escasos supervivientes de la anterior invasión.
Ahora sabían a lo que se enfrentaban y no se andarían con miramientos.

En primer lugar, la Armada Real envió a uno de sus mejores hombres para liderar esta nueva colonización; el Almirante Teodoro de Aldana.
Teodoro no sólo era un estratega brillante y uno de los hombres más respetados de la flota castellana, si no que había vencido en varias batallas navales contra los vodaccios o los montaigneses.
Para algunos, enviar a un hombre tan valioso a enfrentarse a los peligros del Nuevo Mundo, era una temeridad.

Teodoro tuvo claro desde el primer momento que para que la campaña militar tuviera éxito, necesitaba de un lugar en tierra firme en el que coordinar las incursiones, abastecerse de alimento y mantener a salvo a los soldados que habían sido heridos en batalla.
Así que, su primera orden fue alzar un fuerte en las costas de Aztlan.
La elección no fue al azar, pues Teodoro buscaba un sitio con una costa lo bastante profunda como para que los barcos no encallaran en los arrecifes, así como protegida de las fuertes aguas y tormentas que sabía que azotaban el mar Atabe.
Así que se eligió un golfo tras semanas de ir y venir bordeando la costa de Aztlan. El golfo en cuestión tenía bastantes árboles a su alrededor para servir tanto como madera como para alimentarse de sus frutos; y disponía de una cima natural desde la cual se podía observar el terreno en millas.
Aquel momento, hace ya diez años, fue el verdadero comienzo de Santa Lucrecia.

Duros inicios

Hay que decir que la elección del Almirante se encontró con la firme oposición de los lugareños. Aunque pasaron semanas sin rastro de ellos, finalmente hicieron acto de presencia y no de forma pacífica precisamente.
Décadas atrás ya habían sufrido el intento de invasión por las entonces desordenadas tropas castellanas, y sabían a lo que venían los invasores.

El enfrentamiento puso a prueba a los soldados castellanos y a Teodoro, que con una brillante estrategia forzó a los nativos a entrar en su terrero y ser destrozados con las armas de fuego castellanas.
Aquella victoria supuso un duro revés para los Aztlanos de la región, que optaron por reagruparse y preparar un nuevo ataque con más efectivos.

Para cuando los aztlanos regresaron varias semanas después, el fuerte de Santa Lucrecia ya era una realidad. Teodoro eligió ese nombre en honor a su hija, a la cual había prometido que conquistaría el Nuevo Mundo para que fuera su mayor regalo de bodas.
Sea como fuera, los aztlanos habían reunido guerreros de varias regiones, incluidos los temibles Tzak K’An, que eran los señores de estas tierras.
Las fuerzas aztlanas superaban ampliamente a los efectivos del ejército castellano, y parecía todo perdido.
No obstante, Teodoro consiguió engañar de nuevo a los nativos y llevarlos en masa contra los muros del fuerte. Mientas eran atacados desde los muros, una unidad de los mejores arcabuceros les rodeó y atacó por la retaguardia.
En esa misión fue vital la presencia de Darío Torres, quien lideró esa peligrosa misión para romper la retaguardia aztlana.

Diezmados y agotados, los nativos ordenaron retirada. Tras varias reuniones entre los caciques de varias aldeas, se decidió no enviar más guerreros contra los demonios invasores. Era mucho mejor esperar a que vinieran y masacrarlos en las selvas.
Esa decisión permitió a Santa Lucrecia asentarse y crecer, pues durante muchos meses, no se ordenó ninguna incursión.

El crecimiento

Cuando el ya asentado Fuerte de Santa Lucrecia comenzó a tomar la forma que tiene hoy, con su imponente puerto y sus miles de habitantes, fue algo más de cuatro años.
Las primeras incursiones fueron un éxito y en poco tiempo se hallaron varios yacimientos de oro y diamantes. Para Teodoro eso era una excelente noticia, pues tras años sin apenas avances y con cada vez menos recursos provenientes de Castilla, llegaba por fin la forma de contentar al Rey y a la Corte con los tesoros que habían venido a buscar.

La llegada del oro aztlano supuso una inyección de moral para la colonización, y propició que la Corte aprobara enviar colonos para construir una villa alrededor del fuerte de Santa Lucrecia, algo que el Almirante Teodoro había solicitado con la intención de crear una población que sustentara a los soldados para que estos pudieran dedicarse única y exclusivamente a la colonización.

Lo que no esperaban ni el Almirante ni la Corte cuando aprobó el envío de colonos, era que los rumores sobre Santa Lucrecia se extenderían por todo el mar Atabe, y rápidamente llegaron “marineros” de dudosa reputación.
Pese a las reticencias del Almirante, se vieron obligados a tolerar su presencia por dos motivos. El primero, era que no podían destinar a sus tropas a combatir piratas si querían tener éxito en sus incursiones.
Y el segundo era bastante más pragmático, y es que aquellos barcos “fuera de la ley” traían mercancías en tiempos de necesidad.

Así pues, se sospecha que hubo algún tipo de acuerdo entre el Almirante y los piratas mediante el cual se toleraba su presencia en el puerto, a cambio de no causar problemas ni asaltar a ningún navío con la bandera castellana que fuera o viniera de Santa Lucrecia.

La llegada masiva de colonos en busca de nuevas oportunidades, y la continua ida y venida de barcos piratas catapultó la ciudad hasta su forma actual.

La actualidad

Cuatro años después de la llegada de los primeros colonos, Santa Lucrecia ya poco tiene que ver con el fuerte de sus inicios.
Más de 15.000 habitantes se concentran en la ciudad, la mayoría en sencillos edificios construidos alrededor del puerto. Edificios de dos plantas y hechos de madera en su mayoría, básicamente edificios baratos.

En ellos conviven agricultores de los campos que hay a las afueras de la ciudad, trabajadores del puerto y cualquier otro oficio que se pueda considerar útil en la ciudad.
Los que tienen más suerte, podrán vivir en Altamira, que es el nombre que recibe el barrio en el que residen los primeros nobles que han llegado a la ciudad con la idea de financiar la colonización a cambio de quedarse las mejores tierras cuando llegue el momento.

La ciudad, en general, es bastante tranquila y segura. Todo el mundo (o casi todo) aquí tiene un oficio o algo que hacer, y los vagos están muy mal vistos. De hecho, rápidamente son reclutados por el ejército castellano como carne de cañón.
No obstante, hay crímenes, sobretodo en los callejones cercanos al puerto, donde se concentran la mayoría de forajidos, ya sean piratas, o criminales que han huido de Theah haciéndose pasar por colonos pero que en realidad siguen haciendo sus fechorías en la ciudad.
El ejército manda cada noche una patrulla para garantizar la seguridad, y sus métodos son de lo más expeditivos; cualquier criminal al que cojan con las manos en la masa, será encarcelando de inmediato.
No hay juicios. Se le ofrecerá una muerte rápida o formar parte de las Unidades de Apoyo; a sus miembros se les entrega un solo sable (no es plan de malgastar en armas) y se les envía como carne de cañón de la carne de cañón... su principal misión es recibir los flechazos o dardos envenenados de los aztlanos.

De los 15.000 habitantes de Santa Lucrecia, algo menos de la mitad son miembros del ejército castellano. La mayoría residen en El Fuerte o sus barracones colindantes, si bien no es raro ver a soldados fuera de servicio por las tabernas del puerto.
También cabe destacar la procedencia de la población de la ciudad. Pese a los esfuerzos del Almirante por mantener una población únicamente castellana (para evitar la presencia de posibles espías), eso ha sido totalmente imposible. Entre los colonos, piratas y mercenarios venidos para servir al ejército, Santa Lucrecia tiene más de un 10% de población no castellana. Destaca la presencia de vodaccios y avaloneses, y en menor medida de montaigneses.

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07/10/2019, 01:03
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Los Distritos

Santa Lucrecia se divide en cuatro grandes Distritos: Puerto, Villahermosa, Altamira y El Fuerte.
Cada uno tiene sus peculiaridades que se describen a continuación.

El Puerto

El Distrito del Puerto es el punto de entrada a la ciudad, y donde hay de lejos más bullicio.
Destaca la zona de los muelles, donde hay capacidad para que atraquen alrededor de veinte buques, así como los astilleros, donde se reparan los barcos que han sufrido daños, pues no hay en la actualidad suficientes recursos para construir nuevas embarcaciones.

Frente al puerto, encontramos la Capitanía, donde se controlan todos los barcos que van y vienen, y la Aduana, donde se tiene constancia de todas las mercancías que entran en la ciudad, con la intención de evitar que entren mercancías para el mercado negro.
Los guardias del puerto acompañan amablemente a todos los recién llegados a pasar por ambos sitios, unos controles que lógicamente pueden saltarse los barcos de la Armada Real.

Pasados ese punto, se llega a la zona de recreo del puerto. O como muchos la conocen Las Destilerías. Su nombre viene porque en sus inicios había aquí bastantes destilerías que fabricaban ron y cualquier otra bebida que sustituyera al vino y la cerveza, los cuales sólo se podían producir con la materia prima traída desde Castilla debido a la inexistencia de viñedos en Aztlan. La producción de vino resultó altamente costosa y se descartó rápidamente. El ron y el aguardiente saciarían la sed de los lucrecianos hasta que comenzaron a llegar los barcos “mercantiles” (forma elegante de llamar a los piratas). Estos traían grandes cantidades de vino y cerveza, y pronto su popularidad hizo que muchas destilerías dejaran de producir sus antiguos licores y cambiaran su negocio a tabernas en las que vender ese vino importado y los licores que aún, en alguna que otra destilería local, se siguen produciendo.
El resultado son varias callejuelas estrechas con docenas de tabernas, posadas alguna que otra destilería y burdeles.
La diversión y los conflictos están asegurados.
Todo el mundo en la cuidad conoce locales míticos como la taberna “El Delfín Borracho” o el burdel “Lucrecia ya no es Santa”, conocido más comúnmente como “El Lucre”.

Por último destacan, casi pegados a Las Destilerías, multitud de casas de madera para los trabajadores más humildes, y el Cuartel del Puerto.
Este edificio, bastante llamativo al ser de los pocos hechos en piedra de la zona, es la sede de la Guardia Portuaria. La mayoría de ellos son civiles contratados por el ejército castellano para velar por la seguridad de las calles del puerto, si bien encontramos a varios militares en sus mandos.
El sueldo es muy generoso, pero las pruebas de acceso son estrictas; hay que asegurarse de que los candidatos serán insobornables y harán cumplir la ley.
Pese a todo, la Guardia Portuaria no tiene suficientes efectivos para evitar todos los conflictos que hay en la zona, así que se limita a dejarse ver haciendo patrullas que suelen cohibir a los malhechores durante un rato.

Villahermosa

El nombre de este Distrito pretende realzar la belleza de sus anchas calles, la Plaza del Oro, la Catedral y sus edificios, mucho más espaciosos y de mayor calidad que en el Puerto.
Aquí reside la población que tiene oficios bien remunerados, como los artesanos, prestamistas, médicos, escribas, etc.
Sus calles son llanas y amplias, normalmente en calma y pasear por aquí suele ser una experiencia relajante pero no exenta de ofertas para el entretenimiento.
Desde tabernas y restaurantes de cierto nivel, hasta modistas o peluqueros donde poder conseguir una imagen más acorde a la moda de Lucrecia.
Los pintores también son numerosos y sus cuadros son cada vez más preciados por los adinerados residentes de Altamira.

Destaca la Plaza del Oro, terminada recientemente y en la que llama la atención un monumento erigido al Buen Rey Sandoval hecho en oro puro.
El suelo de la plaza está totalmente adoquinado y en ciertos puntos muestra azulejos de batallas que la Armada Real ha librado en su historia.
Algunos restaurantes de nivel o salones de té se encuentran alrededor de la exclusiva plaza.

Otra plaza mucho más sencilla y antigua (aunque solo sean 3 años) es la Plaza del Mercado. En ella se encuentra el mercado de Lucrecia, un lugar donde poder encontrar desde productos de Aztlan (como tubérculos y hierbas medicinales) hasta productos importados desde Theah y por supuesto pescado e incluso carne de los animales salvajes y de las dos granjas que se encuentran a las afueras de la ciudad.
En el mercado también hay algún que otro puesto en el que se venden armas y equipo pensado para el combate y la aventura. Las exóticas espadas dentadas y dagas aztlanas son de las más preciadas.

Por último destaca la Catedral de Santa Lucrecia, que de hecho sigue en construcción su campanario pero la nave principal está terminada y en funcionamiento.

Altamira

Altamira es el Distrito más nuevo, siendo prácticamente una extensión de Villahermosa.
En este terreno elevado y de camino entre la ciudad y la montaña donde se halla el fuerte, se han construido las primeras mansiones y algún palacio para la nobleza que en los últimos tiempos ha llegado a Santa Lucrecia.

Altamira como Distrito no tiene prácticamente nada. Apenas un solo restaurante, El Roble de Oro, en donde los precios son claramente desorbitados.
Este restaurante ofrece eso sí, servicios de compañía para los clientes más exigentes, con señoritas que pueden acompañar a una cena y a lo que haga falta. Cualquier acusación de ejercer como burdel encubierto se encontrará con la firme oposición de su propietario Andrés Robledo, quien tiene amigos muy influyentes en la ciudad.

También se halla aquí la alcaldía, un edificio simbólico ya que todo el mundo sabe que quien manda en Santa Lucrecia es el Almirante Teodoro.
Pero el alcalde Diego Zepeda es la persona a la cual le toca encargarse de que los nobles recién llegados lo encuentren todo a su gusto.

Por lo demás, amplias calles adoquinadas sin excepción, impresionantes mansiones y el palacio del Almirante, un edificio que se tardó tres años en completar.

El Fuerte

El Fuerte no es un Distrito al uso, ya que lo que hay en él es simplemente el fuerte de Santa Lucrecia, el verdadero comienzo de la actual ciudad.
Sus poderosos cañones han mantenido alejados a los aztlanos desde que fuera completado hace más de cuatro años.
El fuerte propiamente dicho es una estructura enorme, ampliada una vez hace dos años, que tiene capacidad para unos 5.000 soldados.
Desde habitaciones para los soldados, comedores, cocinas, almacenes y despensas, campo de entrenamiento y de tiro, oficinas para la comandancia y una capilla son sus partes principales.
En su interior hay además un pasillo subterráneo con el que se puede huir al puerto en pocos minutos.

Está fuertemente amurallado y de hecho, las murallas que protegen la ciudad no son si no una extensión de las mismas.
El fuerte se encuentra en una cima, la parte más alta de Santa Lucrecia, desde la que pueden verse millas de distancia.
Antes del crecimiento de Villahermosa que ha obligado a extender los muros, el fuerte era el primer punto al que se llegaba desde tierra. Eso ha cambiado con la mencionada ampliación de Villahermosa y la necesidad de poder entrar y salir a diario de la ciudad para que los campesinos cuiden de las granjas y campos que hay a las afueras.