Después de deambular por Acla y de preguntar a prácticamente todo el mundo, tuvimos noticias del tal Hurtado. Se había ido esa mañana con una decena de soldados y un par de caballos con pertrechos y víveres. Estaba claro que era una expedición. Xurio preguntó qué hacer ahora, si seguirles o decírselo al Gobernador. La respuesta era sencilla.
-"El Gobernador nos ha pedido que encontremos a Hurtado y ya sabemos que no está aquí. No nos han mandado perseguirle a la selva o a mar abierto, solo saber dónde está. Volvamos a decírselo y que él disponga lo que sea, más siendo nosotros forasteros en estas tierras y sin tener víveres ni guías, mucho me temo que lo de ir tras ese tipo, no es cosa nuestra." Le dije al religioso.
Si en verdad quería internarse en la selva sin un bocado que llevarse a la boca o un pellejo de agua, poco iba a durar aquel hombre en estas tierras alejadas de la mano de Dios... aunque él tuviera una fe infinita.
Tras debatir un poco qué hacer con respecto al tal Hurtado Fernández (sin saber realmente quien era más allá parecer por las pesquisas otro oficial), caminásteis hacia la tienda del gobernador. Éste estaba en el interior, sentado en una silla pequeña pero bien labrada, situada tras una mesa, reunido con alguno de sus siervos cotidianos. Entonces escuchó las nuevas que habíais logrado averiguar.
¿Tierra adentro? ¿Con diez soldados? ¡¡GGGRRR!! -el gobernador Pedrarías, apretó los dientes, y luego estalló montando en cólera- ¡Cómo es posible! ¡Maldito inepto! ¡Y mi ciudad siendo atacada!
Entonces entró en la cabaña, cruzando entre vosotros sin ningún tipo de cuidado, uno de los oficiales que un rato antes habían dado parte al gobernador. Señor gobernador, el contingente de hombres y las vituallas están preparados. Siete soldados contamos en la ciudad... -dijo esto con cierto temor y recelo por la posterior respuesta del mandatario-.
¿Cómo? -entonces alargó la mano y apretó con las manos un plano del fortín, arrugándolo como muestra de ira sin dejar de mirar al oficial-. ¡Eso no es suficiente para dar con esos nativos y aplastarlos...! ¡Oficial! Cambio de planes. Esa comitiva... irá a buscar a Hurtado Fernández... Tome cinco soldados ahora mismo, y preséntelos en el camino de las minas... ¡Que estén listos para partir de inmediato! Y ahora, ¡fuera de aquí! -el tipo marchó con una reverencia rápida, girándose ipso factor, y saliendo de la tienda-. Y allí quedásteis los cuatro, frente a él.
Si bien no ha sido acertada la ausencia de ese gandul en el recibimiento en Acla, no puedo deshacerme de ese tipo... -comentaba en alto, como reflexionando a pesar de teneros allí esperando, apoyado en la mesa con los brazos estirado-.
Después os miró directamente.
Vosotros... partiréis con esos soldados... -se refería a los cinco soldados, y tal vez aquella orden os tomara de sorpresa-. Hay que encontrar a ese hombre cueste lo que cueste. No puedo arriesgarme que los indios Careta de esta zona le capturen y le despellejen, aunque con gusto lo haría yo mismo... -masculló-. Cuando retorne, le retiraré la potestad de Acla en favor de alguno de mis capitanes... ¡Aldonza! -sabía su nombre-, comande a estos tres buenos hombres -se refería a Pero, Fray Gonzalo y Xurio-, y a esos cinco soldados, tierra adentro. Sea sabido que los soldados quedan ahora BAJO vuestro mando, no encima, puesto que temo que Hurtado los maneje como quiera si dais con él... Eso sí: no os adentréis demasiado tierra adentro, no más de dos días de camino: avanzad rápido y evitad cualquier encuentro, a ser posible...
Parecía que el Gobernador Pedrarías Dávila ponía toda la confianza en hombres y mujeres de a pie, y no en soldados armados hasta los dientes.
Al parecer aquel señor, Hurtado de Mendoza, no tenía idea de presentarse ante el Gobernador. De hecho se había ido, y con más soldados de los que dejo en Acla. Estaba claro que algo había hecho mal, pero al mismo tiempo que Dávila le necesitaba para algo, o por alguna información que podía tener. Ya que no le quería muerto, al menos de momento. Y nosotros con cinco soldados tendríamos que ir a buscar, a quien seguramente ninguna gracia le haría volver, y que además tenía 10 soldados en su haber. Pues si que comenzaban bien pronto los quebraderos de cabeza y tal vez también de huesos.
A las palabras de Dávila, respeto y silencio, como correspondía a mi posición. Entre nobles se pasan el testigo y las vidas de los demás quedan a su cargo, en nuestro caso sería Alonza, que compartía apellido con el huido, la que comandaría la expedición. Pero esperaba que todo saliese bien, o al menos que no se les torcieran mucho las cosas. No sería fácil convencer al tal Hurtado de que tenía que regresar a Acla.
Cuando regresamos ante el Gobernador y le relatamos lo que habíamos averiguado, montó en cólera contenida. Parecía que aquel tipo debía de ser alguien a quien Pedrarías podía arrestar o degradar de rango, pero no matarlo por deserción. Tenía que ser alguien noble o con buenos contactos en la Corte. Aún así, se nos encargó la misión de encontrarlo y traerlo de vuelta, dado que el Gobernador disponía de pocos efectivos para hacerlo con sus soldados. Y hete aquí que se me presentó una fabulosa oportunidad de conseguir fama y favor con esta misión. El Gobernador me ponía al frente del destacamento que iría tras el huido y su compañía. Cinco soldados nos acompañarían en el viaje a través de la selva, para apresar o convencer a Hurtado de que volviera de inmediato a Acla y respondiera ante su superior.
-"Por supuesto, mi señor, cuente conmigo para esta misión. ¡No le defraudaré! Traeré de vuelta a Hurtado Fernández, y vivo, como usted ha remarcado. Y gracias por confiar en mi, mi señor." Le dije haciendo una ligera reverencia.
Miré a mis compañeros y les puse las manos en los hombros, acompañándolos afuera de la tienda de Pedrarías.
-"Bien, amigos. Nuestros destinos se han unido de nuevo y espero que sea para bien. Debemos de partir de inmediato. Mientras hablo con el oficial y con los soldados bajo mi mando, revisar que las dos monturas con las vituallas estén en perfecto estado y tengamos todo lo necesario; en breve partiremos. Si necesitáis comentar algo, este es el mejor momento." Les dije alegre.
Al parecer aquel señor, Hurtado de Mendoza... en nuestro caso sería Alonza, que compartía apellido con el huido...
Txema, creo que no has leído bien los nombres, xD! No has dado ni una...
Yo creo que es el nombre que pone el último post del Gobernador, "irá a buscar a Hurtado de Mendoza...." Qué puede tratarse de un error que me haya confundido, es posible.
-Si... Sí, su Excelencia -Titubeó al responder.
Le dejó turbado el asunto; una cosa era hacer un recado, como buen mandado, y otra era embarcarle en una búsqueda tierra adentro, pero claro... había conseguido el pasaje sin pago alguno, y ese tipo de cosas, eran siempre a cambio de algo, en este caso, ayudar en lo que fuese menester, y el menester, en este caso, era buscar a alguien más allá de las lindes de aquel lugar, adentrándose en la espesura.
Miró a los demás. Parecían gente avezada y aventurera, no como él, que, si bien aventura era cruzar la gran Mar Océana, no tanto lo era como lanzarse al interior de una selva tan distinta de las dehesas con las que estaba familiarizado; allá, si había un murlaco suelto buscando a quien cornear, le veías de lejos y a buena encina te podías encaramar; aquí... te darías de morros con tal, y hasta ese momento, y uno ni otro daríanse cuenta del encuentro
Se santiguó, pidiendo el Amparo de Nuestro Señor, pues preveía que falta les haría. Al menos, podría ser útil tirando de las acélimas de las vituallas.
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Después de volver con el gobernador, la reacción es casi la esperada, casi. Levanté una ceja al oír que una mujer* iba a liderar la expedición, pero estaba acostumbrado a las excentricidades de los notables y sus asignaciones a dedo, cosas más raras había visto, aunque no estaba seguro como recibirían los soldados la noticia. Más me sorprendió saber de la poca guarnición de la villa, sólo en el barco en el que habíamos viajado había más soldadesca.
- Como diga vuesa merced, - contesto resistiendo la tentación de acompañar con encogimiento de hombros la respuesta y manteniendo la compostura aún en este arrabal que se llama ciudad, hago una imperceptible inclinación de cabeza.
Siendo el gobernador un hombre que tendrá otras preocupaciones, no le molesto con un tema tan trivial, el oficial, antes de desaparecer, podrá indicarme y sino, el primero que pille por el lugar. - Disculpe vos, oficial, si pudiera dirigirnos a una persona que nos indique donde dejar los escasos enseres que no llevaremos a los montes, nos pondremos en camino de inmediato. -
No era cuestión de cargar a los animales en demasía, aunque sólo fueran mudas de ropas.
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*El bueno de Xurio vive en el siglo XVI, no se lo tengáis en cuenta.
Aquella misión encomendada, tan pronta en el tiempo para vosotros, había tomado de sorpresa a unos, pero había alegrado el corazón de otros. Algunos teníais en las venas el deseo de vivir aventuras, aunque otros estaban hecho para otros menesteres no menos importantes. Sea como fuere, el Gobernador os escogió tal vez por, precisamente, no ser soldados rasos, aquella infantería escasa en la ciudad de Acla.
Por un lado, uno de los oficiales envió a Xurio con un joven llamado Guillén para que os procurara una cabaña donde dejar vuestros enseres (si es que queríais dejar lo prescindible). No tardásteis, además, en revisar las dos monturas que se os proporcionaron (dos yeguas, para más información). Ambas cargaban con argadillas (cubetas de agua), principalmente, comida, alguna cuerda y poco más, pero lo suficiente como para mantener a diez personas durante dos o tres días (el mismo tiempo, o tal vez algo más, del máximo permitido por don Pedrarías según su mandato).
Al rato, Aldonza eligió a cinco soldados de los que estaban colaborando en la construcción del fuerte, y les ordenó que por mandato del Gobernador preararan sus cuchillos y medias picas (hachas y ballestas algunos). No con malhumor de por medio (por eso de que tenían a una mujer por encima de su rango) hicieron caso de prepararse. Y en tanto que estábais en el campamento, ya casi al punto de partir, se os acercó un hombre que parecía joven, como un muchacho de algo más de veinte años, pero en realidad tenía más edad que muchos hombres cristianos del campamento.
Mi nombre es Jimeno, para servirles -miraba a Aldonza... pero también a Pero y sobre todo a Fray gonzalo y Xurxo, quienes rezumaban aspecto eclesiástico-. Su Gran Estimado me ha mandado que vaya con ustedes -aquel tipo tenía un marcado acento del castellano-. Estaba claro que era un indio converso, bautizado en la Verdadera Religión, y Careta, para más información (de los mismos que ya estaban convertidos allí y de los que, aun no estando, habían atacado el fuerte de Acla en construcción). Conozco estos lugares, y sabré llevarles -alcanzó a decir, e iba con lo puesto, con un pequeño zurrón algo de agua y provisiones, así como un visible cuchillito en su cinto que anudaba ropas de indio-. Contaba, además, con una cruz cristiana colgada al pecho, como un colgante.
Al menos nunca venía mal un poco de ayuda.
Escena cerrada. Continuamos en la siguiente.
EPÍLOGO.
Pero sólo pudo comprobar cómo Jimeno yacía allí. El ladrón vio el cuerpo del guía Careta amoratado por las heridas de presión, y sólo pudo inclinar la vista y orar un padrenuestro. Xurio de Narro se centró en curar a los heridos, que no era sino, sobre todo, su compañero fray Gonzalo, fraile sin temor en aquella expedición (o al menos con más reaños que cualesquier otro eclesiástico en plena selva). El de Narro tenía la intención de enterrar a los heridos, per las prisas razonadas de Aldonza Lorenzo lo hicieron desisitir en su empeño. Al menos nadie más lograría advertir (al menos por el momento) aquel colgante de madera que sostenía Hurtado, fruto de su nueva incapacidad. Asique afuera, una vez que Aldonza hubo alistad a los dos nuevos soldados, el fráter santiaguista enterró el objeto sin llegar a tocarlo, junto a unos arbustos.
Por su parte, una vez todos salísteis de aquella sala, os preparásteis para la expedición de vuelta. La yegua aún conservaba algunas viandas y algo de agua, lo cual sería suficiente para el regreso. Hurtado fue cuidado (o más bien custodiado) por todos vosotros, en especial por sus dos soldados allegados (quienes habían adquirido la sumisión de la valiente Aldonza).
Eso sí, habiendo dejado atrás las ruinas de Olonitalipele, hubísteis de tratar sonsacar a Hurtado Fernández sus andanzas, pero éstas eran confusas; o lo que es más, había partes que no eran capaces de decir por la mala memoria provocada por la posesión, pero había otras razones que prefería guardarse para sí. Según él, "el gobernador lo sabría pronto todo" (aludiendo básicamente a la afrenta de Aldonza y su mano).
De nuevo, el sudor y la humedad fueron vuestros nuevos compañeros, y a Dios gracias dísteis de no encontraros con más indios Careta por las inmediaciones, so pena de inmiscuiros otra vez en una nueva carnicería....
* * *
Tras dos días de regreso casi por los mismos lugares, volvísteis a acla dos días después del límite impuesto por el gobernador Pedrarías.
El fuerte seguía en construcción (obviamente), parado y lleno de andamiajes, y sólo trabajaban en él algunos nativos cristianizados y un cantero cincelando sillares. La ciudad seguía igual, y las naves donde llegásteis al fondeadero seguían ancladas en su sitio. La tienda de Pedrarías aguardaba en el mismo sitio, y éste en ella. En cuanto os vio llegar salió casi corriendo a buscaros...
¿¡DÓNDE ESTÁBAIS!? -preguntó en alto, mientras todos le mirábais casi rodeando su persona, y ninguno sabíais si preguntaba a Hurtado (quien se había largado días antes sin decir nada ni informar de su exploración) o si era a vosotros (a quienes había dado de plazo dos días tierra adentro y habíais tardado más del doble...)-. ¡Hablad de una vez! -el gobernador estaba rodeado de cuatro soldados, dos a sus costados-.
Hurtado, desfallecido por el viaje y por la ausencia de mano (que había estado vigilada por los cuidado de Xurio a la vuelta), no hizo sino exponer las razones de su nueva penuria, incidiendo en la pérdida de la mano por Aldonza, y tratando de que la mujer fuera el centro de atención (para mal...) del Gobernador.
¡No me importa vuestra mano! ¡Ni tan siquiera si os hubiérais quedad sin la otra o sin las piernas! -le gritó en la cara a Hurtado-. Estaba claro que la estrategia del capitán no había sido acertada. ¡NO OS DÍ PERMISO PARA AUSENTAROS DE LA CAPITANÍA DE LA CIUDAD! ¡Y MENOS QUEDANDO AL CARGO EN MI AUSENCIA! ¡Si no fuérais quien sois os mandaría ahora mismo desnudo a la horca, bellaco! -aquello os descuadró un poco, puesto que Hurtado debía estar emparentado con alguien de poder para no ser el blanco donde Pedrarías descargara su ira total por esta "aventura"-.
Entre temor y un semblante cabizbajo, Hurtado Fernandez de Roa acabó confesando las razones de su "huida". Comenzó a narrar en medio del dolor de sus heridas su intención en la exploración que llevó a cabo con sus hombres. Por lo visto había llegado a sus oídos que unos nativos a quienes atacaron y torturaron, según él, “en defensa propia y antes de poder suministrarle Requerimiento”, que vivían en lo alto de un risco a menos de un día (entendísteis que era aquel poblado al que habíais desistido subir días antes), confesaron el lugar donde se ocultaba el desaparecido tesoro de Gonzalo de Badajoz, un hombre de fiereza y conquista que el Gobernador Pedrarías mandó a explorar esa misma zona unos meses antes, y del que aún no se sabía noticia alguna de él). Hurtado añadió entonces entre sollozos (temeroso de las consecuencias del gobernador tras la confesión) que una vez tierra adentro, tras unas horas de marcha, escuchó "un chirrido" y luego nada más (y entonces os acordásteis que vosotros también habíais vivido aquello).
Del tesoro de Gonzalo de Badajoz, por supuesto, ni rastro.
¡Ocho hombres han muerto... hombres de los que no podemos prescindir! -le gritó de nuevo Pedrarías Dávila, y seguía este cabizbajo-. Hurtado Fernández: te despojo de la capitanía de Acla desde este instante... -no se atrevió el despojado a levantar la vista, y la mirada del gobernador se centró en Aldonza-. ¡Señora! ¡Seréis vos quien la ocupe presta y con los suyos! -se refería a la marina y a sus acompañantes-. ¡Fraile! -a Gonzalo-, os necesito en la capilla de este fuerte -le dijo-; y a vos, señor del Apóstol de Santiago, cubriréis la comandancia de todas las tropas junto a Aldonza una vez esté el fuerte construido, ¡y me informaréis de todo! -a Xurio y Aldonza les dibujaron cierta sorpresa y sonrisa en el rostro-. Y en cuanto a vos... Hay algunas cosas que hacer todavía en esta ciudad. No os alejéis demasiado en esas naves -le dijo a Pero, sabiendo que era un hombre resolutivo y de confianza, que una vez más había cumplido-.
Y tal que así, la capitania de Acla se cedió en favor de Aldonza y por extensión del resto de vosotros. ¿Llegaría así la prosperidad en vuestras vidas?
Tal vez, pero eso es otra historia que es mejor contar en otra ocasión.
LA AUTÉNTICA VERDAD.
Todo comenzó así: Hurtado Fernández de Roa pretendía formalizar, desde hacía varias semanas, una exploración secreta tierra adentro desde el campamento de Acla. Por lo visto, hace un mes, un emisario que hablaba en nombre de Pedrarías Dávila (que áun no había llegado a tal ciudad), y que procedía de Santa María de la Antigua llegó en una carabela al fondeadero de Acla e informó a Hurtado de que el tesoro de Gonzalo de Badajoz había sido localizado cerca de allí (según palabras de un indígena confeso). Según éste, dicho tesoro estaba oculto detrás del primer altiplano tierra adentro, y el Gobernador le tendría en estima si fuera a recuperarlo.
Hurtado, sin intención ninguna de declarar al Gobernador Pedrarías tal tesoro en caso de encontrarlo, llamó a una partida de sus mejores hombres para realizar un viaje relámpago. Tras presionar a los indios Careta del poblado (y empalar a algunos por rebeldía ante su llegada), alcanzaron luego las ruinas de Olonitalipele, encontrando entre los sillares y los restos de cerámicas un amuleto. Con ánimo jocoso se lo colgó, animado por creer que sería una pista para encontrar lo que buscaba. Sin embargo, el presente resultó ser un regalo envenenado: sufrió la posesión de un espíritu ancestral ligado al propio templo.
Dicha terrible entidad se apoderó de él y sometió a algunos de sus hombres (dos lograron escapar, aquellos que os encontrásteis en las rocas antes de llegar al templo...) así como al resto del poblado Careta cercano (aquel que no llegástesis a visitar). Suerte que Jimeno, aún conocedor de los ritos de su etnia (pese a su bautismo cristiano), sabía cómo pedir ayuda a Olonitalipele, una deidad de su cultura (o al menos intentarlo).
Por lo visto, según la tradición, Olonitalipele ponía a prueba a su pueblo entregándoles pequeños presentes, unos de más valor que otros. La única forma de complacerle era dejarlos donde estaban sin tocarlos ni prestarles atención, contra todo pronóstico (fueran oro, buenas prendas, alimentos o cualquier otra bondad). Jimeno pensó de manera acertada que despojar al poseído Hurtado de aquel colgante aplacaría al antiguo ser de poder...
Finalmente, la noticia de la localización del tesoro Gonzalo de Badajoz era totalmente falsa. Es más, en realidad, el tipo que navegó hasta Acla no era sino un enviado del obispo de Darién: Juan de Quevedo (miembro del Consejo de la Gobernación junto con Pedrarías, y Gonzalo Fernández de Oviedo, Veedor real de la Corona en el Gobierno de Castilla del Oro y enemigo de Pedrarías, entre otros) con la intención de confundir a Hurtado para movilizarlo a través de una sugerente tentación y enviarlo tierra adentro (lugar donde podría ser fácil presa de los nativos). ¿Y para qué querría hacer el obispo de Darién, su Ilustrísima Juan de Quevedeo, hacer todo ésto? Por pura atención.
Esta orquesta, según el oscuro plan del Obispo, le favorecía en tanto que Hurtado marcharía tras el falaz tesoro creyendo que el Gobernador Pedrarías se lo mandaba; y a su vez cargaría contra el Veedor de la Corona Gonzalo Fernández de Oviedo dañando a un familiar directo. Para Juan de Quevedo, el Veedor culparía a Pedrarías por animar a su pariente en aquella estúpida empresa, enemistándoles entre sí aún más.
El Obispo sólo tendría que ver cómo se mataban entre ellos desde las gradas...
Y es que Juan de Quevedo, en el momento de la aventura, tenía sus más y sus menos, fechorías y acusaciones, tanto con el propio Gobernador, como con el Veedor... ¿Y qué mejor forma de confundirles mediante un suceso que protagonizaran vilmente entre ambas partes?
Un oscuro "juego de intereses" digno de las altas esferas del Nuevo Mundo.
FIN