Con las primeras luces del alba, la infantería española avanzó hacia el enemigo. Ardían las mechas de sus arcabuces, cimbreaban sus picas y hondeaban las viejas cruces de San Andrés. Bajo la luz macilenta e imprecisa del otoño holandés, vieron al enemigo, con sus regimientos formados sobre el verde prado. La artillería habló, recibiéndoles con un susurro de muerte. Había comenzado la batalla de Bommel.
1621. La guerra se reanuda en Flandes, tras expirar la Tregua de los doce años. Los ejércitos de las Provincias Unidas, galvanizados en torno a la figura de Mauricio de Nassau, inician sus operaciones de combate en las plazas fronterizas del Mosa. Uno de esos ejércitos se dirige hacia la plaza de Bommel, en el Brabante controlado por el rey de España, aprovechando que el grueso de las tropas están entretenidas en otras operaciones de mayor envergadura.
El maestre de campo del tercio de Sarmiento, marqués de Velasco, avanza para cortarle el paso junto a tropas valonas y caballería alemana. Las órdenes del capitán general, don Ambrosio de Spínola, son claras: bloquear el avance holandés en un paso estratégico, forzarles a entablar combate y expulsarles de vuelta al otro lado del Mosa. Una tarea a la medida de este tercio viejo de infantería española.