Partida Rol por web

La figura del Dracón, envuelta en las llamas de la chimenea y la de los restos de algunas sillas que habían ardido por su ataque, se transformó con inusitada rapidez en sangre al tiempo que se abalanzaba sobre Narses. El LaSombra apenas sí tuvo tiempo para cubrirse el rostro y el torrente de sangre le cubrió por completo.

Un escalofriante alarido de dolor llenó la sala. El arzobispo de Nod levantaba las manos ante sus ojos, incrédulo. La carne le humeaba y se ennegrecía con el paso de los segundos. Su rostro comenzaba a agrietarse y ennegrecerse mientras la sangre le corroía.

La figura del Dracón se reformó tras Narses y, en su agonía lo agarró con fuerza dispuesto y clavó en su cuello los colmillos, dispuesto a diabolizarlo mientras sufría.

Thomas agradeció el gesto de la leonesa con la cabeza y dirigió un ataque con el filo descendente al pecho del guardia.

La espada del sajón, recién tomada de mano de Rosalía, surcó el aire con decisión e impactó en el cuello del ghoul cuando se disponía a atacarle. El acero sajó la carne y separó la cabeza del cuerpo, que cayeron ambos sobre el suelo de madera con un ruido sordo.

Francesco salió corriendo de la habitación y tras recorrar otras alcobas anejas al gran salón, dio a un rellano de escalera de madera en el que pudo ver con facilidad un listón quebrado en el suelo y la balaustrada de madera rota. Alguien había tropezado y se había precipitado por el hueco de la escalera.

Francesco bajó con cautela y la espada firmemente agarrada. Todo el hueco de la escalera estaba inundado en las sombras. Sólo al fondo, donde resonaban unos quejidos un tanto agónicos, podía ver un poco de fuego lamiendo la madera del suelo.

Cuando se acercó vio a Eugen. El tzimisce había caído y había dado con sus huesos en el suelo, donde su cuerpo no muerto había dado contra la madera de la balaustrada y unas armas colocadas en un expositor. Tenía fragmentos de madera atravensando su carne, una espada le atravesaba un costado y tenia la pierna rota por varios sitios. El suelo estaba manchado de sangre.

El rumano comenzaba a curarse, pero sus heridas eran demasiadas como para proveerle del tiempo necesario como para escapar antes de que llegara Francesco. El italiano, tendiendo su espada, lo tenía a su merced.

Con paso firme se acercó hasta donde estaba el maltrecho vampiro y colocó la punta de su espada sobre el cuello de Eugen, el brazo flexionado y el cuerpo hacia adelante para darle el golpe de gracia si fuera necesario. La otra mano aferraba con fuerza la estaca que había extraído a Azzo...  Y tampoco le temblaría el pulso a la hora de utilizarla.

-Eres un hombre cobarde y sin lealtad, rumano... Debería cortar tu cuello y evitar que escupieras tus mentiras, pero lo único que evita tal cosa es que sabes algo que me interesa. Habla, Eugen, y sálvate de mi ira... Miénteme y mi filo no titubeará. Calla y dormirás el sueño de los tiempos -Francesco tenía fuego en la mirada. Narses era un ser odioso, malvado y su lugar era el infierno. Y, en su opinión, el malhadado Eugen debía acompañarle durante aquél castigo. No podía evitar odiarle...

Frente a ellos, entre llamas, Draco consumaba la consunción de Narses, que se iba deshaciendo en cenizas conforme moría y su alma era absorbida por el hijo de Tzimisce. Finalmente el LaSombra desapareció ante sus ojos en cenizas que el fuego desintegró por completo.

Dracón les miró. Las llamas no dejaban de crecer. El ghoul salió corriendo en cuanto pudo.

-Ya todo está hecho, Miguel. Todos han muerto, sólo quedo yo... Marchad vosotros que aún podéis. Sé por sus recuerdos que lo que buscáis está en Viena, en la Capilla Tremere... Y también sé algo que debéis tener en cuenta... Quien se ciña la Corona de Constantino conseguirá el Poder sobre la tierra y los hombres... Los clavos, la Vera Cruz... Todas esas reliquias acercan a Dios.

Dicho eso, con aire ensimismado, extendió la mano hacia las llamas, que comenzaron a abrazarle.

Las llamas danzantes se reflejaron en los ojos de Thomas, quien atendía, absorto por completo, al sacrificio final de Dracon.

Qué desperdicio. Qué inmolación más futil.

No alcanzaba a comprender cómo alguien de la trascendencia del Tzmisce podía renunciar a todo su poder y perderse para siempre en el castigo del fuego. Era un final demasiado mundano para una criatura de semejante importancia. ¿Qué sentido tenía superar las batallas del tiempo, convertirse en un ser casi divino, para luego poner a fin a todo en un ígneo instante? Thomas se juró que por más que viviera, aquello nunca le sucedería a él. Mantendría sus pasiones siempre vivas y nunca sucumbiría al hastío de los Siglos ni se consagraría a la obra de otros que, como Míguel, provocara tal admiración que su mera ausencia sólo dejara abierta la puerta a la venganza y el suicidio.

Al menos las últimas palabras de Dracon fuero un consuelo. La promesa de un Poder superior y el lugar dónde encontrarlo. Después de tanto tiempo evitándolo, al fin Thomas ansiaba para sí la Corona y no cesarían sus esfuerzos hasta que fuera suya. 

Las llamas se cernieron sobre el Dracón antes de que Rosalía pudiera hacerle una última pregunta. La Corona, o al menos Theresa Kymena, estaban en Viena, pero, ¿y Marco? La reliquia era importante, sí, pero ella estaba más interesada en encontrar a su sire. No deseaba ningún poder divino ni reinar sobre los hombres, y si la buscaba era únicamente para que no cayera en manos peligrosas. Quien le importaba era Marco, y Dracón había muerto sin decirle su paradero.

Bueno, al menos se ha llevado a Narses por delante. El mundo será un lugar mucho mejor sin ese repugnante y retorcido Lasombra.

Observó cómo el fuego consumía el cuerpo del Tzimisce con una mezcla de fascinación e incomprensión. El Dracón había vivido por y para el Sueño, y una vez éste terminó su camino había estado guiado por la venganza: cumplida ya, nada tenía sentido para él. ¿Pero cómo puede alguien desear morir? Por mucho que pierdas o sufras a lo largo de los siglos, vivir siempre es mejor que desaparecer eternamente.

Con el Dracón se esfumaba, además, el último resquicio de aquella Constantinopla ideal a la que Marco la había llevado hacía más de dos siglos. El mundo perfecto que conoció en sus primeras noches y que creyó eterno había desaparecido. De todo aquello ya sólo le quedaba Marco, si es que aún vivía...

Eugen levantó la vista temeroso, intimidado por las palabras del Salubri. Levantó la mano demandando paciencia. Quería unos instantes de calma. Sus heridas se iban cerrando poco a poco, pero el Tzimisce sabía que no tenía escapatoria. 

-Está bien, está bien... ¿Qué quieres de mí? Te lo diré, pero quiero salir de aquí... tengo que salir de Roma... Yo sé cosas, de la corona, del clavo, de la cruz... ¡Sé cosas, maldición!

Desde luego Eugen no se había esforzado en ocultar sus debilidades, pero su urgencia parecía honda y sincera. No le sería difícil a Francesco doblegar la voluntad del rumano y obtener lo que necesitaba de él. Sin embargo, si sabía que él era salubri, ¿hasta qué punto podría dejarle marchar? 

Francesco lo tenía a su merced. La batalla se habría de librarse en su interior. 

Dracón ardía en llamas, era una silueta de fuego y sus ojos refulgían con profunda serenidad. Les miró.

-Todo no deja de repetirse... siempre. 

Su rostro inexpresivo se fue deshaciendo en cenizas ante sus ojos. 

Las llamas crecían y envolvían el salón.

Como un viejo reflejo de su humanidad perdida hacía ya mucho tiempo, Francesco inspiró por la nariz y soltó el aire con fuerza. Era un gesto agresivo, como todos sus movimientos y palabras. Al parecer el rumano tenía la respuesta a muchas e importantes preguntas... Incluso al respecto de la cruz, por la que tan interesado estaba su señor Narses. No retiró la espada y mantuvo la estaca en el aire, amenazante. 

-Dime todo lo que sepas de la corona, del clavo y de la cruz... -arrastró las palabras con fuego en la mirada-. Y no olvides decir nada, Eugen Albu... 

Mas había otros temas por los que el lombardo tenía mucho interés... ¿Cómo diablos habían descubierto Narses y Eugen su verdadera identidad? Era de vital importancia conocer aquello, pues si esos dos bastardos habían logrado tal cosa... ¿Qué no lograrían los taimados Tremere? 

-Y cuando termines de contarme todo eso me explicarás por qué sabes que soy de la estirpe de Saulot... -mostró los colmillos, dando todavía más peso a sus amenazas-. ¿Cómo lo has descubierto? ¿De boca de quién? 

Por supuesto había otro problema con aquello. ¿Dejaría marchar así como así a un traidor manifiesto que sabía quién era? ¿Cuánto tardaría el rumano en venderle como a un perro? ¿O cuánto en doblegarle a su voluntad merced de aquél secreto? Diablos... Su mente le decía que acabara con la no vida de aquél bastardo... Pero su conciencia y su estómago... Ellos tenían otra opinión, y matar a sangre fría a un enemigo indefenso y desesperado... ¿En qué le convertiría tal cosa?

-¡Habla, perro! 

La captura. La indefensión de tener una estaca clavada un el pecho. Sentir cómo las llamas destruían su vida sin siquiera poder moverse... Azzo había vivido un horror impensable, había sufrido tanto como... Como... Como hasta ahora tan sólo había visto sufrir a los demás... En cierto modo, en su corazón muerto, sintió que esta experiencia era una revelación, una prueba que tenía que pasar.

Antes de caer a las llamas se había puesto en paz con Dios, y cuando éstas lamieron su cuerpo la Bestia reclamó su conciencia... Pero ahora se había recuperado, y en cierto modo se sentía diferente. Mientras meditaba todo esto el Tzimisi habló y comenzó a inmolarse.

- Oh, Dios mío... No...

El vampiro empezó a arder. Sus ojos eran los de un hombre cansado, que se liberaba de la maldición a través de la muerte, no por miedo ni locura, sino conscientemente, con entereza. No podía salvarlo, así que rezaría por él. Azzo se santiguó y comenzó una plegaria, que duró hasta que las cenizas calleron al suelo. Le dio las gracias por salvarle, y se levantó preparado para huir, consciente del "caluroso" peligro al que se enfrentaban él y sus salvadores.

-La corona, los clavos, la vera cruz... ¿acaso no son todo reliquias del poder de Dios? -le dijo Eugen-. Se dice que la Corona de Constantino tenía prendido al menos uno de los clavos de Cristo que su madre halló, y que el emperador poseía además una de las reliquias de la Vera Cruz; luego otros dicen que Carlomagno y los francos tuvieron esa corona... Los que la poseen tienen poder sobre la tierra y los hombres...-miró a Francesco con odio. Hablaba, sí, pero le costaba un gran dolor-. Pero una cosa son esas reliquias cristianas que la consagraron y otra la corona.  Siempre se ha sospechado que la corona es más, mucho más... algo más tiene que el poder de las reliquias cristianas... Constantino se postró ante la tumba de Alejandro Magno y veló la reliquia... ¡Semejante artefacto no puede ser producto de los mortales! Debe de haber una inteligencia sobrenatural, un poder legado de milenios atrás... Y si viniera...

Eugen lanzó un grito cuando el fuego de una de las antorchas fue avanzando hacia él y le prendió la parte baja de la túnica, junto a la pierna. 

-¡Ayuda! ¡Me quemaré vivo!