Partida Rol por web

La sirena vuelve a sonar. Señala el fin de la purga anual. Los chicos pijos se miran entre ellos y con enfado su líder dice. - bien chicos, han tenido suerte. Dígale al padre que el año que viene le haremos una visita, y está vez será definitiva. - todos se dan la vuelta y se largan. La pesadilla anual había acabado

Le revientas la cabeza a machetazos Alicia. Luego suena la sirena que simboliza el final de la purga y ves como de repente todo el mundo se retira sin sufrir más daños.

Panda de cobardes...
Tracy dejó finalmente escapar toda la adrenalina que llevaba encima. En el momento en el que el hombre la tenía agarrada su mano se había deslizado hasta la navaja que guardaba en el bolsillo, pero no le fue necesario usarla. La noche había terminado y los cobardes se retiraban a su segura casa, para dedicarse a las tareas típicas de la gente adinerada. Cada vez, más pálida por la pérdida de sangre, el movimiento y sobre todo por el miedo acumulado, la joven se apoyó en el hombro del chico. Seguía sin confiar en aquellos "hombres del padre" al fin y al cabo no les habían dado motivos para confiar...aunque tampoco para desconfiar. La realidad de las sectas de chiflados estaba presente. Alex...subamos a mi casa. Llamaremos a tus padres para que sepan que estás bien... y yo necesito una ambulancia

Oír esa sirena fue como escuchar trompetas celestiales. Me vino a la cabeza todo lo sufrido, todos los malos ratos, y las fuerzas me fallaron.

Caí de rodillas, y grité. Por todo el rato que tuve que estar callado, por toda la sangre vertida, por tener que empuñar un arma, por creer que iba a morir..

-¡¡AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHH!! -y antes de darme cuenta, estaba llorando.

Me levanté un poco avergonzado, y ya más tranquilo, limpiándome la cara con el dorso de la mano, y me giré hacia Tracy. Con temor de hacerle daño, le dí un débil pero sentido abrazo.

-Gracias. No lo hubiera conseguido sin tí.. Vamos a llamar a la ambulancia. Y después te invito a un café, ¿vale?

La mañana se antojaba buena, y la noche ya comenzaba a quedar lejos.. 

Por fin.

Estaba furiosa, muy furiosa. Cegada de furia. Fue así que descargué toda esa furia en el maldito cabrón que me había atacado por la espalda. A machetazos. Y todo se puso rojo, muy rojo. La cabeza del tipejo se transformó en un informe amasijo de cabellos, sesos y sangre. Ya no jodería más… A nadie.

«Vete al infierno, hijo de puta.»

Temblaba de pies a cabeza, me palpitaban las heridas (el corte en la pierna izquierda y el balazo en el brazo) y un sabor a herrumbre inundó mi boca, pero no. No era mi sangre la que escapaba de su cauce natural: era la sangre derramada en toda esta puta locura. La ciudad se había transformado en un infierno con un hato de dementes escapados de Arkham que se cargaban a cuantos se cruzaran en su camino vaya a saber por qué. Enmienda, decían. La Purga, repetían. Derecho, clamaban. ¡Me cago en tus leyes y en tus derechos, maldito cabrón! Acá no había tiroteos o refriegas como era común en Chihuahua, Culiacán o en Juárez, solo un gigantesco y desenfrenado ¡Bang! Una maldita orgía nacional, la Gran Jodienda Descremallerada. Y fin de la historia.

En México, al menos, nadie defendía la locura desatada. Acá, en Yankilandia, la demencia era legal y estaba reglamentada. Este puto país era jodidamente genial. Me recordaba a Manuel. El muy hijo de puta era capaz de cargarse a toda una familia y prenderles fuego para luego acariciarle la cabeza al más pequeño y regalarle una chupaleta. “Tú tranquilo, chavalín. ¿Te gustan las chupaletas? Toma una y siéntate por ahí mientras termino con tus padres, tíos y hermanos mayores…” Sí, acá era igual. O peor. Porque después tenías que verlos desgarrarse la ropa escandalizados por la violencia en otros países.

Casi me atraganto con la carcajada que apenas retuve en mi garganta. Luego, tragué saliva y maldije entre dientes mi puta suerte. El viaje prometía volverse muy surrealista, más aún. Solo era cosa de esperar. Y algo que se me daba bien era esperar. Y que me corten las piernas si algún día regresaba… Trastabillé y me dejé cae lentamente hacia el piso, con los ojos clavados en el cadáver que yacía a pocos metros. En una solo noche me habían atacado con un machete y a tiros, me habían perseguido los uniformados, había contestado los ataques con fuego, mucho fuego, y me había cargado a dos tipos en el camino. Cuando le contara al chicano…

«Bienvenida al mundo real, gringa, me dirá el muy cabrón con esa media sonrisa que le cuelga bajo el bigote. Métete tu realidad donde no te pega el sol, chicano. Y todo por un maldito crío…»

Entonces escuché la sirena y, luego, el grito. De un salto, ya estaba en guardia empuñando el machete y muy dispuesta a cargarme a otro oligofrénico hijo de una mona sidosa si es que se acercaba alguno. Malditos yankies, estaban todos locos, muy locos…

«Pero qué mierda… ¿Y ahora qué sigue?»

Todo fue muy rápido. Me asomé y apenas alcancé a entrever algo de refilón. El chico que antes estaba corriendo ahora estaba de rodillas gritando. ¿Lo habrían atacado? Mis ojos buscaron en derredor; no encontré ningún atisbo de los uniformados, pero sí una bonita “reunión vecinal”. Y por lo que había visto esa noche, eso solo podía significar una cosa.

«Otra vez los tiros.»

Pero me equivoqué. La gente se iba desperdigando por ahí, muy tranquila, como si nada hubiera pasado. Hubo algunas miradas y gestos violentos, pero nada más. Algunos marcharon conversando entre ellos con una pasmosa tranquilidad, como si comentaran una boludez cualquiera: “John pintó su casa y Sally hizo pudding de pasas…” Malditos yankies… Definitivamente había que estar muy loco para vivir en este país.

Permanecí un buen rato escondida hasta que todos se fueron. Recién entonces marché de allí. Iría a recoger mis cosas y me largaría sin más. Ya me escucharía el puto chicano. ¿La mujer y el crío? Que se compraran un pasaje a México y regresaran por su cuenta, si es que seguían vivos después de lo ocurrido esta noche.

Mi cabeza era un revuelo de pájaros en desbandada. A lo lejos escuché la voz de un sujeto que comenzó a impartir órdenes, o eso parecía por el tono imperativo de su voz. Más allá, caras de espanto, otras con un dejo de calculada indiferencia o calma, murmullos, algún grito y la sempiterna letanía de las sirenas de las ambulancias que venían a recoger heridos y cadáveres. Esquivé todo eso y seguí caminando. Un áspero nudo se había atravesado en mi gaznate. Una cuerda enroscándose como una víbora. Pero, ¿ocurría? Qué más daba. Era como si estuvieran filmando una mala película y todos fuéramos los improvisados actores del reparto… claro que lo que siempre tuvieron en mente era repartirnos algunos tiros. Si esa noche fue un sueño o un delirio, ni idea.

Lo cierto es que fue tan jodidamente real o irreal como la vida misma.

«Una jodida mierda.»

Necesitaba un cigarrillo o, mejor aún, un trago de algo bien fuerte.