Partida Rol por web

Las Viudas de los Vivos

Prólogo

Cargando editor
27/11/2007, 21:33
Director

Laige, Nueva Inglaterra

La fría niebla cubría la zona costera dándole un cierto encanto a la estampa. Laige era una pequeña aldea costera en la zona sur de Nueva Inglaterra, uno de esos sitios donde los acantilados parecían tallados por la furia de dioses antiguos: enormes, con un viento cortante aullando de forma continua al rozar sus escarpados filos. El viaje en autobús desde Boston había valido la pena aunque solo fuera para contemplar aquel lugar oculto al ajetreo de la ciudad. La casa de Martin era, como había dicho, la primera y solitaria edificación que acogía al recién llegado a Laige. Vista desde el pequeño promontorio casi se podía pensar que estaba escapando del pueblo, situado al fondo, cerca de la playa y con su pequeño puerto marinero. Aún quedaban unos buenos veinte minutos de descenso a través del camino de piedra hasta lo que era el núcleo urbano: unas cuantas calles de piedra con casas viejas, carcomidas por el salitre del mar. Desde donde estaban los recién llegados aquel pueblo se veía con el tamaño escaso de un decorado de juguete.

Mientras el autobus giraba para regresar a la carretera principal los cinco hombres se dieron cuenta de que eran los únicos que habían descendido en aquella parada. Nadie parecía interesado en Laige. De hecho, si no fuera por la carta de Martin, ni ellos mismos habrían conocido la existencia de aquel pequeño pueblo marinero.

Martin Kowalsky era un buen amigo común. Escritor de cierto renombre se ganaba la vida pergreñando extrañas historias de misterio que últimamente tenían bastante éxito entre la clase media. Su carta parecía, realmente, sacada de una de sus historias. Y los amigos comenzaban a pensar que quizás se tratase de una elaborada broma de su viejo compañero. Aunque, que demonios,una invitación a salir de la rutina era siempre bienvenida.

Cita:

Estimado Cliff,

te mando esta carta a ti con la esperanza de que puedas ponerte en contacto con los demás. Hace años que no nos reunimos - todavía recuerdo con añoranza la última vez en New York - y es normal que podáis rechazar mi invitación, pero hay algo más que un deseo lúdico en mi invitación.

Habrás leído en la prensa que hace poco falleció mi tío abuelo Hector. Entre sus muchas propiedades me dejó una pequeña mansión en la localidad costera de Laige. Es un pueblo dejado de la mano de Dios, como he comprobado al hacerme cargo de la propiedad. Sus aldeanos parecen sacado de un viejo cuento de marineros de Conrad. Y la verdad es que aunque el lugar es entrañable durante el invierno tiene pinta de ser un sitio duro. Pero estoy divagando.

Decidí arreglar la vieja mansión y venirme a pasar una temporada a vivir aquí. Es un buen lugar para huir de mis editores y trabajar con tranquilidad en mi próximo proyecto literario. Al principio todo fue bien. Noté una cierta hostilidad entre los lugareños pero lo achaqué a la manía que suelen tenerle los aldeanos a la gente de la ciudad, sumada a la excéntrica forma de ser que tenía mi tío abuelo, que sin duda no le granjearía demasiadas simpatías en el pueblo. Después la cosa fue a peor. Un día encontré un gato clavado en la puerta de mi casa. Pensé que sería una chiquillada de unos pequeños palurdos aburridos. Pero la cosa empeoró cuando vino un comité de viejos a pedirme ¡que me fuera de mi casa! Según ellos no pertenecía a la comunidad y no tenía nada que hacer aquí. Así por las buenas. Comprenderás mi enfado inicial y que los echara con cartas destempladas.

Pasados los días bajé al pueblo a comprar algunas cosas para cocinar ¡y no me quisieron vender nada! Parece como si los lugareños estuvieran todos locos, te lo juro. Menos mal que tengo mi viejo Ford T y puedo ir a la cercana población de Homersfield a realizar las compras, lo cual no deja de ser un inconveniente ya que está a más de una hora de viaje.

Algo raro está pasando aquí, te lo digo de verdad. Por la noche escucho ruidos extraños en la finca. Mi fiel mastín Leo ladra y aulla, pero cuando salgo con la escopeta - me compré una en el último viaje a Homersfield - nunca veo a nadie.

Quizás debería largarme de aquí pero no sé como explicártelo: la casa ejerce un extraño influjo en mí. Desde que he llegado he escrito casi tres cuartas partes de mi nueva novela. No estoy dispuesto a que unos aldeanos me arruinen semejante racha de inspiración.

Pero me gustaría ver a gente normal durante al menos un fin de semana. Necesito convivir con algo más que con las paredes que me rodean y mi viejo mastín Leo. Por eso os pido - os suplico - que vengáis a verme. Así, de paso, quizás podáis aconsejarme que hacer para acabar con estas hostilidades. No sé si seguir tus consejos legales o pedirle al bueno de William que los asuste un poco con su imponente verborrea militar. El último fin de semana de Noviembre es una fecha excelente para que os dejéis caer por aquí.

Espero tu telegrama confirmando vuestra llegada.

Siempre tuyo,

M.K.

Los viejos amigos y viajeros tenían ahora sus maletas en el suelo y la visión de la casa ante ellos. Una bonita mansión victoriana de dos plantas, totalmente desajustada con el paisaje lejano del sencillo pueblo. Un lugar donde pasar un fin de semana con un viejo amigo.

Descendieron por el camino hacia la casa...