Alexander le guiñó el ojo disimuladamente a la joven peliroja mientras le lanzaba una fugaz sonrisa.
Esa joven era tan prima suya como la pata de la mesa.
xDD
-No cabe duda muchacho, no cabe duda. Debió de ser un momento de locura lo que te impulsó, pues la alternativa me desagrada demasiado como para tomarla en consideración - no podría jurarlo, quizás únicamente lo había imaginado, pero a Alexander aquello le sonó a amenaza, de esas que huelen mal y ha de cuidarse uno de ellas. Sin embargo, el Conde de Inverness hablaba como si no fuera con él, de hecho saboreaba el vino entre frase y frase. Se diría que aquellas palabras no habían sido sino un interludio para lo que realmente deseaba decir -. Harías bien en centrarte muchacho. - el Conde se empeñaba una y otra vez en utilizar aquel término - Ambos sabemos que tu tío deberá ceder su sitio más pronto que tarde y aún está por decidirse su heredero. Yo personalmente, y me da igual si me crees o no, le he recomendado que el título debe pasar a tu persona. Eres el único en esta mesa, y posiblemente en este país de ovejas y rocas, capaz de estar a su altura. No hagas que me arrepienta.
Un momento de locura... Sí, quizá todo aquello era un momento de locura. Producto de una pesadilla incapaz de romper, pues el sueño la atrapaba llevándola hasta Morfeo. Levantó la vista del plato y observó al sobrino del conde, del que fue su esposo y aún es su mayor dolor. Mordisqueó su labio inferior, ansiosa por hablar y gritar, por manifestar todo cuanto pensaba, cuanto quería gritar y acusar. Pero era inútil. Aquella sensación se manifestaba en ella de forma tan repentina como también desaparecía.
Tocó los cubiertos, colocó las copas y alisó los pliegues de su vestido. Todo cuanto estaba a su alcance parecía necesitar tocar, mover o cambiar.
- No deseen una herencia así. Pues la herencia no es tan solo sus riquezas, si no también sus cargas. Su nombre y su título están manchados. Quien sea el Conde de Fife sufrirá de dichas cargas, mayores que gratificaciones, de eso estoy segura -agregó colocando sus manos sobre su regazo-. Una cojera es superable, una herida en el alma no lo es. Debería estar agradecido.
Alexander guardó silencio, no por la amenaza implícita de Sir Douglas -cuando has visto el interior del cañón de una escopeta, aquellas palabras parecían perder fuerza- sinó por sus últimas palabras.
Alexander no igualaría a su tío, tenia su misma sangre, su misma inteligencia y porte, pero estaba infinitamente mucho más lleno de odio. Si heredaba aquel título, a su edad, con sus conocimientos y con su corazón tan lleno de rábia, no igualaría a su tío: Le superaría.
En todos los aspectos, sobretodo en crueldad y falta de escrúpulos. Sus ojos se clavaron en los de Sir Douglas y Alexander se dió cuenta de algo que le hizo estremecerse. No era él quién había cambiado, sino el propio Alexander.
Escuchó las palabras de la bella Eminé, sin poder decirle que su alma no podía ser herida. Hacía mucho que esta había desaparecido entre litigios, tratos, engaños y traiciones... todo lo había dado por conseguir ese máldito título y las últimas palabras de Sir Douglas le habían alcanzado mucho más directamente de lo que el mismo Duncan habría hecho disparándole a bocajarro.
El yo que había desaparecido tras la lectura de aquel testamente pugnaba por salir de lo más hondo de su ser, rugiendo por volver a reclamar lo que siempre había sabido que era suyo.
El estómago volvió a arderle y ninguna medicina sobre la faz de la tierra lograría frenar aquella batalla que se libraba en sus entrañas.
Aún a media conversación con su compañero de mesa, una sirvienta le sirvió a William el segundo plato. Cuando lo estaba haciendo, éste le susurró una orden escueta.
"-Dígale al Ama de Llaves que con toda probabilidad alguna de las doncellas recogió mi bastón cuando limpiaron, tras los... sucesos de antes. Necesito recuperarlo con la mayor brevedad posible. Gracias."
Apenas fueron un par de frases, y tras pronunciarlas siguió pendiente de la respuesta que Allan Murray pudiera darle acerca del muchacho, de Bruce Keenan.
La piel de Allan había ido mutando de colores en los pocos minutos que llevaba allí de la misma manera que su semblante había comenzado a cambiar. Se inclinó hacia William para escucharle con atención, y asintió gravemente a todas sus palabras. Había temido sinceramente por la vida de aquel hombre, primero frente a la amenaza de las balas, y luego al ser arrollado por la fuerza de lady Heisell. No lo conocía de nada, y no era usual sentir un lazo de tanta preocupación para con un desconocido que excediera la mera cortesía, pero las cosas así se habían desarrollado. En un pensamiento arriesgado, mientras asentía con total acuerdo a la idea de la mirada de la anciana, se le ocurrió que al final iba a ser cierto, y las situaciones extremas llevan a relaciones fuera de lo común. Aquella premisa implícita en todas las obras de Shakespeare que Allan jamás había podido comprender en su totalidad.
Y la certificó cuando William le habló del joven Bruce Keenan. Inmediatamente, a pesar de hacerlo con cierta sutileza, Allan le buscó por el comedor y se dio cuenta que, efectivamente, no estaba allí. Sintió un escalofrío bajar por su columna, y la imagen del cuerpo de aquel muchacho yaciendo en el centro del salón de lectura, muerto o agonizando en un charco inmenso de sangre, le llenó la mente por completo y sobrecogió totalmente su corazón.
Agradeció que Alexander interviniera antes de que su inmovilidad se notara. No quería que le hicieran preguntas que no se sentía, en ese momento, capacitado para contestar.
- Me alegra sinceramente saberlo – contestó Allan, dirigiéndose a sus dos interlocutores con un leve asentimiento - ¿El señor Keenan? No, creo que no le he visto. Lo que no puedo es afirmarlo, pues admito que pude no haber prestado la suficiente atención a mi alrededor mientras venía en dirección al comedor – los miró a uno y a otro, como si estuviera evaluando una idea - ¿Dijo el joven algo al marcharse, o simplemente salió como si tuviera una urgencia que atender?
- Es usted todo un caballero, Vizconde - dijo una sonriente Margarett -. Pero siéntese, por favor, y disfrute de la comida y de la compañía. Lamentablemente, no ha podido disfrutar del primer plato pero... Oh, qué tenemos. ¡Cordero! Delicioso, incluso para los paladares más exigentes.
Margarett Heisell se centró en la comida, saboreando con aparente placer la carne servida, mientras escuchaba las conversaciones que se desarrollaban a su alrededor. Intrascendentes en su mayoría, no les proporcionó mayor atención que la necesaria. Sin embargo, la esgrima dialéctica mantenida por Alexander Duff y el Conde Inverness la atrajo sobremanera. Mientras se llevaba un pequeño bocado a sus labios, no pudo evitar una sonrisa de placer.
- Querido Sir Bowman, hablando de actos estúpidos y palabras de igual categoría - dijo tras dejar los cubiertos y secarse la boca delicadamente con la servilleta, al tiempo que tomaba su copa de agua -. ¿Está usted seguro de cuanto acaba de afirmar? ¿Que el título de heredero al Condado de Fife está aún por determinar? Deberá disculparme por esta intromisión en una discusión que me es ajena, pero hay algo que me ha llamado la atención. Tal vez peque de ignorancia - dijo con cinismo -, pues, como bien sabe, las mujeres carecemos de los conocimientos en leyes que sin duda poseen los hombres. Por lo tanto, si yerro, no dude en corregirme. Los legítimos derechos de Lord Alexander Duff de cara a una potencial herencia creo que son indiscutibles. Es sobrino de Sir James, hijo de su difunto hermano, que en gloria esté. Un hombre legitimado por la ley y por su cuna. Ahora bien, creo que a nadie le ha pasado desapercibida la posibilidad de otros potenciales herederos, uno para ser más exacta, cuyo estatus jurídico, sin embargo, constituye un poderoso lastre de cara a exigir nada, ni ante los tribunales, ni ante quien hubiera debido proporcionarle su reconocimiento. Afirmar en consecuencia que ha recomendado a Lord Alexander ante el propio Sir James Duff como beneficiario de su testamento, sin duda, le honra - añadió con un tono de inocencia, dando un sorbo a la copa que depositó suavemente sobre la mesa -. Aunque, bien mirado, ¿a quién hubiera propuesto si no? ¿A alguno de los muchachos que trabajan en las caballerizas? Eso casi resultaría hasta gracioso ¿O tal vez a su propia persona, querido Sir Douglas Bowman? No negará que sumar el Condado de Fife al de Inverness no resultaría altamente provechoso. Pero estoy segura de que cuanto ha afirmado es cierto y que Lord Alexander Fife cuenta con su beneplácito - dijo en un tono flemático -. Ahora bien, si hacemos caso de lo dicho por el Señor Allan Murray, todo esto no deja de ser una discusión ociosa, pues hace apenas unos minutos, nuestro querido Sir James ha redactado y firmado un nuevo y definitivo, al menos de momento, testamento. ¿Quién sabe? Tal vez James hasta le ha hecho caso. Siempre fue un hombre fácilmente influenciable y amigo de dejarse llevar por los consejos ajenos. ¿Verdad, Sir Bowman?
-No, no dijo nada, en realidad... -afirmó William a la pregunta de Allan. Se había quedado pensativo, sopesando posibilidades. Sombrías posibilidades, puesto que parecía que ya nada en este lugar permitiera augurar nada bueno de cada nueva circunstancia. -...simplemente se levantó con premura, y se fue, sí. Aunque lo interpreté como el ímpetu de la juventud sumado a la preocupación por usted, señor Murray, por quien el muchacho acababa de preguntarme. Dígame... ¿en qué clase de urgencia está usted pensando...?
También el economista, que había dejado el tenedor apoyado en el plato de cordero que tenía ante sí, sin llegar a probarlo aún, miraba alternativamente a Lord Duff y al Inspector, ahora con evidente preocupación.
- Este lugar es enorme, puede estar en cualquier lugar. Hay multitud de rincones donde esconderse, y numerosas habitaciones donde desaparecer si se desea estar tranquilo -murmuró Eminé con la habitual seriedad-. Mas no creo que fuese tranquilidad lo que buscase, pues su ímpetu era en exceso evidente. No le den más vueltas, no se preocupen de él, pues estará bien. Es aconsejable que dentro de estos muros uno piense en si mismo, y no en los demás. Hacerlo puede acarrear consecuencias, de eso estoy segura.
Las palabras fluian de sus labios como un torrente. Sin embargo el tono utilizado era del todo ambiguo, pudiendo interpretarse de todas las formas posibles.
El Conde de Inverness tuvo que realizar un verdadero esfuerzo para no ahogarse con el último trozo de cordero que había llevado a su boca. Resultaría complicado poder afirmar qué se le había atragantado más, si la carne o las palabras de Margarett.
-Es lamentable que se permita sentarse a la misma mesa a personas con tan diferente clase social y educación. Se están perdiendo las formas. Lamentable. – tomó un largo sorbo de su copa con la única intención de tranquilizarse un poco antes de contestar -. Se que no debería responder a tal sarta de estupideces, ni es necesario ni tengo por qué rebajarme a ese nivel de vulgaridad. Pero por otro lado no hacerlo dejaría entre los presentes una mínima sensación de victoria por su parte, señora, y eso no pienso permitirlo – dijo todo aquello sin mirar en ningún momento a Margarett, centrada su atención en el plato que tenía ante sí -. Hubo momentos, durante su relación con Sir James, en los que he de reconocer que incluso me divirtió su forma de ser, tan descarada e hiriente, mas como todo entretenimiento mundano, llegó a convertirse con el tiempo en un verdadero incordio, más que cualquier otra cosa. Señora, permítame un consejo, acepte cuanto antes cual es su papel en el mundo, y entre los muros de esta casa en particular. Eso nos ahorrará a todos muchas molestias. Y vigile su lengua o alguien acabará por cortársela. No es este lugar ni momento para poner cosas en...
Fue imposible escuchar las siguientes palabras del Conde de Inverness. Un griterío estridente, que rozaba bien de cerca la histeria, se impuso a su discurso. Al principio, durante unos instantes, se trató únicamente de un galimatías de voces incoherentes, pero al poco se lograron descifrar algunas palabras de alarma.
-¡¡FUEGO!! ¡¡EN LAS COCINAS!! ¡¡FUEGO!! - el último grito vino acompañado de un portazo al entrar atropelladamente en el salón el grupo al completo de sirvientes, pugnando entre ellos por alcanzar cuanto antes la estancia.
Con la interrupción de la cena damos por terminada esta escena (toma pareado cutre!).
Continuaremos en: "... con olor a muerte".
Saludos!