Una guerra cruenta. Un frío mortal. Bombas cayendo por doquier, fuego de artillería y gases venenosos. Una casa antigua, extraña, un lugar para refugiarse. Pronto descubrirán que a veces, sólo a veces, es mejor enfren
Diario del Teniente Diederick, frente Ruso, 15 de Enero de 1915.
En algún lugar al norte de Varsovia.
"Aquella ventisca iba a matarnos. ¡Maldita tormenta! Parecía como si el propio diablo estuviese resoplando sobre las arenas de aquel jodido desierto.
El viento nos azotaba sin piedad, con aquella cadencia constante que te sumerge en la desesperación más absoluta, castigando por igual el cuerpo y la mente. La arena arrastrada por el aire a una velocidad endiablada se clavaba en la piel, allí donde ésta no se encontraba cubierta por varias capas de recia ropa. Teníamos que avanzar con la vista fija en el suelo para evitar que los ojos resultasen dañados de forma fatal por los elementos. Las fuerzas comenzaban ya a fallar, no nos quedaba comida y las cantimploras apenas resguardaban los últimos restos de un agua tan valiosa como necesaria. Llevábamos más de doce horas vagando sin rumbo, tropezando y cayendo de rodillas para volver a levantarnos una vez más sobre manos ensangrentadas y pies destrozados.
Perdidos. Estábamos perdidos. Aquella ventisca iba a matarnos.
Todo había comenzado la noche anterior. Los oficiales habían dado la orden de avanzar contra el enemigo desde sus posiciones en las trincheras. ¿Señor, cómo es posible que el mundo cambie tanto en tan sólo un palmo de terreno? Pasamos en un segundo de la relativa seguridad de las zanjas a tener que enfrentarnos a un terreno horadado por las bombas, plagado de cráteres, alambres de espino y árboles destrozados. Trampas mortales para todo aquel que en su loca carrera tuviese la mala fortuna de pisar donde no debía. Ni tan siquiera eran necesarias las balas enemigas para acabar con nosotros. Y por si todo eso fuera poco, encima nos rodeaba aquella condenada niebla que impedía ver nada más allá de tu propia mano. Era como avanzar a través del mismo fin del mundo, y aún así lo hicimos. Algún mandamás engreído, sentado en la comodidad de su sillón, allá en la seguridad del puesto de mando en retaguardia, demostrando una inteligencia únicamente equiparable a su más que arrastrado valor, había tenido la genial idea de que aquella niebla nos beneficiaba. ¡Nos permitiría coger al enemigo por sorpresa! ¡Será una victoria aplastante! Lo que no pensó aquel privilegiado de rango inmerecido es que para ello en primer lugar debíamos llegar hasta las filas de esos Rusos, ratas de las estepas, hijos de las hienas. Y este primer objetivo básico no se consiguió, al menos no llegamos a verles, aunque ellos a nosotros sí. Los hombres caían a nuestro alrededor como cuentas de un rosario cuyo hilo hubiese sido segado por un cuchillo mohoso, trofeos tanto de las balas y la artillería como de la misma tierra, que reclamaba su propia cuota de sangre. Fue la peor ofensiva de la historia, al menos la peor de cuantas tuve la desgracia de participar. Nos disgregamos sin orden ni concierto, sin rumbo ni otro objetivo más que la pura supervivencia, como rastrojos en el viento. ¡Y qué viento!
A las pocas horas de iniciado el ataque se desató la tormenta. Una implacable ventisca de arena con la que la naturaleza quizás pretendiera ajustar cuentas, justificar el desagravio y arrastrar los despojos humanos que habían quedado esparcidos por el campo de batalla. Me encontré vagando perdido por aquel desierto de tierra, nieve y malas hierbas que son las estepas rusas, con la única compañía de cuatro de mis hombres. El día ya comenzaba a extinguirse cuando nos encontramos con otro de los supervivientes del ataque suicida, un soldado de otra unidad de nuestro ejército al que a punto estuvimos de abatir a tiros antes de poder identificar su uniforme. Tuvo que huir para salvar la vida, como hicimos nosotros, pero en su caminar se tropezó con unos campesinos a los que tomó como prisioneros para que le hicieran de guías en este desolado averno. Es un hombre extraño, como poco.
Ahora somos sólo almas caminando contra el viento. La ventisca va a matarnos. ¡Maldita tormenta!
¡Maldita ventisca! ¡Maldita guerra! ¡Maldita sea la avaricia, el orgullo, la ira y la prepotencia de los hombres!
Vamos a morir aquí como no encontremos pronto algún lugar donde refugiarnos. Los campesinos rusos nos guían campo a través, pero sospecho que andan tan perdidos como nosotros. La situación se descontrola por momentos.
¡Un momento! ¿Qué es aquello? ¿Acaso...? ¡Si! ¡Es una luz! Una luz en la distancia, débil pero se percibe a través de la niebla. Es posible que se trate de alguna granja o una casa de campo. Sea lo que sea se trata de nuestra única oportunidad. Los demás ya la han visto y corren hacia allí. Todos corremos..."
Aquí podéis plantear las dudas que tengáis, las cuales serán respondidas por los directores o algún miembro del jurado.
Una tormenta de nieve infernal, bombardeos que arrasan con todo lo que encuentran a su paso, frío mortal... y el único lugar para refugiarse es una antigua casa abandonada.
Planos de la Mansión para que los directores controlen la situación de sus jugadores en todo momento.
Textos sobre la Historia, los sucesos y las distintas dependencias para usarlos si es conveniente.
Pasad, acomodaros, y relajaros. Si podéis, claro...
Octavius y Pieter exploran la nueva habitación y el resto de la casa...