"Precioso..." Había dicho.
Precioso. Mientras reseguía una espiral, una filigrana que sólo él veía en su rostro, una espiral que ella había imaginado, que había plasmado en sus facciones a través de la máscara. Había puesto en su obra su sentimiento, aquellas sensaciones más recónditas y esquivas, que sentía cuando paseaba ante las aguas quietas de la Laguna, al anochecer. Y él las había captado, y las paladeaba, las hacía suyas, con una completa facilidad.
Se encontró a sí misma perdida de nuevo en la mirada de aquel hombre desconocido. Un hombre distinto a cuantos había conocido, un hombre que en segundos había tanteado su mente con dedos delicados, esos dedos, los mismos dedos que sin ver sentía cerca de su piel. Disfrutó de esa sensación, se entretuvo en ella, no se movió, no se apartó, deseando que perdurara.
Fué un movimiento en la esquina de su campo de visión lo que la sacó del ensueño en el que se hallaba. Simona carraspeó, y se adelantó.
-¿Deseas que cierre, Bianca? Es ya de noche... tengo... que irme...
La mujer miraba trastornada a Bianca. Se vió perfectamente que le dolía hacer esto, interrumpir, hablar de irse. Pero Bianca sabía que Simona tenía duras obligaciones en casa, y comprendería. Y así fué, aunque le costó reaccionar. Con esfuerzo escapó del magnetismo profundo que Enzo ejercía sobre ella, consiguió apartar su atención lo suficiente como para recuperar el habla, aunque no el dominio. No inmediatamente.
-Claro... claro.
Se irguió, y se giró hacia la mujer.
-Vete, Simona. Yo cerraré.
Entonces vió, más que recordó, a Mario, aún a la espera, aún en silencio. Y su pregunta, la propuesta que se mantenía en el aire, aún pendiente de su respuesta. Sin embargo, no podía ir hoy a pasar una velada con el noble. No hoy, no después... después de haberle visto, de haberle conocido a él. Tendría que aceptar, desde luego, no estaba en condiciones de permitirse infligirle al cantante un desaire. Pero no hoy. No, no hoy...
-Ehm, Mario. Dile al Signore Malipiero que hoy es imposible. Pero que será un honor cenar con él en otra ocasión. De pronto recordó algo más. ¿Por qué dices que no mañana, qué es lo que lo impide...?
Antes de que el criado pudiera responder a Bianca, Enzo se adelantó haciendo un gesto con la mano para que éste se marchase.
-Puedes irte Mario. - la autoridad que desprendía su voz no pasó desapercibida a la artesana. Aquel hombre estaba acostumbrado a mandar. Ni tan siquiera pasaba por su cabeza la posibilidad de la desobediencia.
Y así fue. Mario se puso en pie de un salto y alcanzó la puerta casi a la carrera. Antes de que Bianca pudiera reaccionar ya se encontraba alejándose por la calle como un fantasma que se perdiese en la oscuridad del atardecer.
-Fáusto no puede invitarla a cenar mañana porque debe asistir a una fiesta, al igual que yo. – la voz de Enzo devolvió a Bianca al interior de la tienda. Le llamó la atención la familiaridad con la que aquel hombre se refería a un patricio de la posición de Fáusto Malipiero -. De hecho, ese era inicialmente el motivo de que me encuentre ahora ante usted. No tengo por costumbre acudir a este tipo de eventos, mas en este caso me veo imposibilitado a rechazar la invitación. Así pues, he de acudir y no tengo ropas apropiadas ni una máscara con la que cubrir mi rostro. Pensé que el simple hecho de salir a buscarlas no haría sino aumentar el tedio que en mí provoca dicha fiesta, pero he de reconocer gratamente sorprendido cuan equivocado estaba.
Una elegante reverencia puso el adecuado broche al cumplido de Enzo.
-Me pongo en sus manos, señorita Della Scala. ¡Vístame! – el último comentario, pronunciado en tono jocoso, permitió a Bianca volver a observar la sonrisa del hombre.
Él sonrió, acompañando su petición con todo el sol de la mañana, con la alegría del agua de un riachuelo, con la bonanza fragante de una flor en primavera. O por lo menos así sintió Bianca que había sido.
Sonrió ella también, no para devolverle la sonrisa, sino que la suya nació casi como si brotara arrancada de su pecho por la poderosa voluntad de aquel hombre cuyo magnetismo la tenía hechizada. Compartió con él su mirada franca, y su broma. Se inclinó, como si estuviera interpretando en una obra de teatro, haciendo una pronunciada reverencia, ampliando su sonrisa.
-Pues que así sea, Caballero Taliani. Os vestiré, de pies a cabeza. Veamos...
La petición de Enzo le había dado la excusa perfecta para recorrerle sin disimulo ninguno toda su figura con la mirada. Con gesto eficaz y profesional, se acercó a él, y le levantó los brazos tomándolos a la altura de los codos. Sacó un cordel de su bolsillo, con nudos estratégicamente hechos a diferentes distancias, y lo pasó por la cintura del hombre, ciñéndolo a su cuerpo. Después lo colocó a la altura del hombro, y lo dejó caer a lo largo, hasta el suelo. Tras eso, hizo algo parecido en la espalda, de hombro a hombro. Después colocó el cordel cerca de su cuello, y lo sostuvo pasándolo por su brazo, hasta su muñeca.
Todos estos movimientos la mantenían muy cerca del hombre, que los seguía callado, y ella se preguntaba qué estaría pensando, sintiendo. Sabía que era bella, y que aunque Taliani debía estar habituado a las más sofisticadas y espectaculares mujeres de la Corte, su proximidad no podía serle indiferente. Rozaba gentil su piel cuando le movía, le tomó por las manos en un par de ocasiones para moverle; le rodeó con sus brazos para pasarle el cordón de medir por detrás de la cabeza, y rodear su pecho, haciéndole levantar de nuevo los brazos, tan cerca de él...
Finalmente, la ceremonia de la toma de medidas concluyó. Ella estaba arrebolada, en parte por lo que se había movido, y en parte por la turbación que sentía. Se había despeinado ligeramente, el pelo le caía gracioso por los hombros, y algún mechón rebelde se empeñaba en cosquillearle el rostro, a pesar de apartárselo una vez y otra.
Le miró fijamente unos segundos, respirando rápidamente, aquilatando las posibilidades. Entrecerró los ojos, imaginándolo vestido de miles de maneras distintas, de miles de colores diferentes. Sus pupilas buscaron las suyas, y se asomaron a ellas, buscando los deseos de aquel hombre fascinante... ¿qué máscara querría, en realidad... qué sería aquello que preferiría...?
-Me pregunto... creo que... tengo una idea... ¿Os importa acompañarme al interior del taller, al obrador, Mi Señor Taliani...?
-En igual medida que a las flores les importa recibir los rayos de sol de la mañana, señorita Della Scala. Os acompañaré encantado. - la respuesta fue acompañada por una reverencia, y ésta seguida por un gesto del brazo que invitaba a la artesana a pasar delante.
La sonrisa de Enzo volvió a aparecer sincera en su rostro.
Rió, como una niña, y accediendo al gesto, se adelantó a él y se dirigió hacia el interior del taller, cruzando la puerta que quedaba por detrás del mostrador. Un ancho espacio, con varias mesas dispuestas para facilitar el trabajo de las costureras, y otras más altas, con taburetes con respaldo, para pintar las máscaras y aplicarles los adornos.
Se veían varias piezas en sus atriles, a medio hacer, y tarros de pinturas, pinceles, recipientes con hoja de oro y de plata, colocados con orden y pulcritud, a pesar de ser evidente que estaban a la espera de que se retomara su trabajo por la mañana.
El taller estaba vacío. Las muchachas y muchachos que trabajaban en él se habían marchado ya, y la última había sido Simona. Sin embargo, Bianca no sentía ninguna sensación rara, ningún peligro. Se dijo a sí misma que eso era absurdo, que no sabía absolutamente nada de ese hombre. Y, sin embargo...
Desperdigados aquí y allí varios maniquís de madera sostenían trajes a medio hacer, tanto masculinos como femeninos. Y junto a una de las paredes, un largo mueble, de unas dimensiones enormes, exhibía una hilera de trajes terminados, colgados ordenadamente en perchas, así como estantes en los que descansaban toda clase de complementos.
Bianca avanzó en la semipenumbra del par de lámparas de aceite que habían dejado encendidas, y fué directa hacia un punto concreto del armario. Allí, colgadas en una barra alta, había varias túnicas.
Sin vacilar cogió una, de terciopelo negro, con mangas anchas de brocado de seda también negro, y con adornos estilizados y elegantes que empezaban alrededor del cuello, descendían por delante y orlaban los bajos. Eran bordados en hilo de plata, entremezclado con retazos de seda gris, y aplicaciones ocasionales de granos de cristal escarlata, como pequeñas gotas de sangre rutilante, como destellos de un sol agonizante en un atardecer brumoso.
La descolgó, y se giró hacia él. Se la acercó al cuerpo, para comprobar que había acertado con las medidas.
-Creo que está hecha para vos... hecha antes de que ni siquiera hubiérais pensado en venir...
Le miró tímida, y desvió enseguida los ojos. Con la túnica aún en los brazos se giró de nuevo y siguió andando hasta el fondo de la sala. Allí una arcada separaba una habitación más reducida, aunque abierta al resto.
-Pasad... es mi Sancta Santorum, mi lugar de trabajo...
El lugar era confortable y agradable. No muy distinto del resto del taller, sin embargo disponía de una ventana justo detrás de la mesa en que evidentemente Bianca hacía sus bocetos, trabajaba en sus creaciones. Estantes con libros, material de dibujo, y otros con herramientas para confeccionar los primeros esbozos de sus máscaras. Un horno para porcelana en una esquina, y las ya familiares estanterías de madera, repletas de toda clase de tarros y cajas.
Se quedó mirando a Enzo, la túnica en los brazos, con una sonrisa cómplice. Entonces, al darse cuenta de que no había dicho nada, rió brevemente con una risa cantarina, y señaló con la cabeza, en un gesto casi travieso, hacia un atril encima de su mesa.
-La he terminado esta misma tarde. No pensé... nunca pensé...
En el atril, la versión masculina de la Máscara de las Sombras Alargadas les contemplaba con ojos de negrura. La espiral de filigrana de plata, perfecta, exacta réplica, solo que en el otro lado del rostro, de su homóloga femenina. No lucía plumas, sino un tocado en terciopelo negro, con aplicaciones en seda gris y brocado, bordado en hilo de plata... y cristales escarlata...