Los ojos del hombre revelaron la lucha que tenía lugar en su interior.
-Tranquila, espero que no nos ocurra nada. Sin embargo en esta ocasión... no creo que dependa enteramente de nosotros. Este trabajo es diferente. Nunca antes había intentado... ¡Escúchame Alexandrya! Existen cosas que tú no conoces, que ni siquiera imaginas. Si supieras... - la mirada de Jacques vagó por la estancia, aunque sus ojos miraban más allá, mucho más allá -. Sea cual sea el final de la noche quiero que sigas mis instrucciones. Si no regreso al amanecer busca otro lugar donde alojarte. No utilices nuestro segundo refugio, pues yo lo conozco y no sería seguro para ti.
Por sus palabras, Jacques parecía transmitir la sensación de que Alexandrya podría llegar a tener algo que temer de él. ¡Era absurdo!
-Durante los próximos días te moverás tan sólo a plena luz del sol. Hazme caso. Evita utilizar nuestras rutinas habituales. Nada de moverte en sombras. Nada de salir a la oscuridad. Durante las noches enciérrate en un lugar en el que nadie pueda encontrarte. Y si no aparezco… haz uso de esos pagarés y márchate.
El gondolero dejó a Gino en el embarcadero de La Piazzetta y asintió ante sus instrucciones. Cumpliría con aquello que le habían pedido.
El día había amanecido fresco, como prometía la noche anterior. El cielo estaba despejado y un poco frecuente ambiente de limpieza y frescor dominaba sobre el empedrado de la ciudad, el inconfundible aroma de la nieve al derretirse.
Gino se dirigió con presteza hacia la puerta de entrada lateral al Palacio Ducal. No se detuvo a contemplar las maravillosas columnas ni los majestuosos relieves del edificio. Ya los conocía bien y en aquella ocasión la urgencia dominaba sus pasos. Dos soldados del Dux flanqueaban el acceso al edificio, vestidos con el apropiado uniforme de rayas rojas y apoyados sobre sus largas alabardas. Las puertas estaban abiertas y los soldados no importunaron a Gino, que se introdujo en las sombras y el frío de la piedra.
En su interior, el lujo y la ostentación con los que le recibió el edificio parecían no haber notado los malos tiempos del comercio ni los problemas económicos que atravesaba la Sereníssima República. Sus pensamientos fueron interrumpidos por un funcionario del Dux, que se aproximó a él nada más dar unos pocos pasos. Vestía la librea y el escudo de Alvise Mocenigo, actual dirigente de la ciudad.
-Buenos días tenga su merced, ¿Puedo ayudarle en algo?
A pesar de las órdenes de la señora Briani a la criada le llevó un buen rato lograr reunir la calma suficiente como para poder articular palabras. Durante ese tiempo intentó servir agua en el vaso que traía, mas acabó por derramar más de la que caía dentro del recipiente. Dejó ambos objetos sobre la mesilla y se mordió el labio inferior, tratando de contener las lágrimas que pugnaban por descender desde sus ojos.
-Oh… señora… yo… no debí entrar. Se escuchaban fuertes voces desde el pasillo. El señor se encontraba en su despacho cuando entré. Lo acompaña ese comerciante portugués con el que tanto se junta últimamente, el señor Nuno DaSousas. También está con ellos… ese hombre de piel negra. – literalmente la voz de Marinna comenzó a temblar. Ni tan siquiera llegó a pronunciar su nombre y su rostro se pintó una máscara de terror.
A Luchía no le hizo falta escuchar nombre alguno para saber a ciencia cierta de quien se trataba. Tan sólo había conocido a un hombre que provocara en las personas que le miraban aquel estado de temor, y además era de piel negra: Djamir. Poco sabía de él la dama Briani, tan sólo que desde hacía un par de años trabajaba para su marido y que éste le encargaba siempre las tareas más peligrosas y que, curiosamente, en todo momento se encontraban al borde de la ley. Procedía de algún lugar del continente africano y siempre vestía de forma elegante. Un hombre grande y corpulento, de aspecto amenazador, pero no era su tamaño lo que hacía que la gente se apartara a su paso, eran sus ojos y aquella mirada fría como el hielo.
-No… no conozco al tercer hombre que está con ellos… pero… cuando entré… el señor Briani y el portugués le estaban sujetando por los brazos mientras que… ¡Djamir le golpeaba!
-Sí, así es, quisiera reunirme con el condestable de palacio. Es para tratar un asunto discreta y urgentemente -dijo Gino depositando una pequeña cantidad de dinero que no acallaría su lengua (que de todas maneras no confiaba en que se mantuviera quieta por mucho dinero que aportara) pero sí agilizaría los trámites -soy Cósimo Ambrogio, conozco al condestable desde antes de la peste de Murano(1)- añadió de forma un tanto críptica.
No sé ni por qué estoy haciendo todo esto, es una locura. Ese tal Enzo no logro encuadrarlo y en realidad no tengo nada que perder. Pero supongo que siempre es bueno guardarse las espaldas. Ojalá el condestable sepa algo de él. La incertidumbre me mata -pensó para sí.
(1) una peste que comenzó, o se cebó, en la isla de Murano y que marcó a Gino, a parte de a la ciudad. Forma parte de su historial...
Luchia estaba asombrada con la criada, no sabía que podría haber visto o escuchado para que la hubiera afectado tanto, estaba claro que la chiquilla no tenía demasiado temple pero llegar a este punto... Aunque todas sus dudas quedaron resueltas cuando la escucho acusar el comportamiento beligerante que su esposo llevaba a cabo en su propia casa.
¿Quién sería ese hombre misterioso? Y … ¿por qué lo estarían golpeando? Y lo que le resultaba mas grave aún … ¿por qué su esposo lo hacía en su propia casa y con sus propias manos? Tenía muchísimos empleados y algunos de ellos (como el tal Djamir) dedicados a tareas no muy nobles, así que … ¿por qué él y por qué allí?
¡Tenía que verlo con sus propios ojos!, pero ¿cómo? Se olvidaría de la etiqueta y de tantas historias, si hacía falta entraría en el despacho con cualquier absurda excusa.
-Cálmate Marinna y explícate. ¿No será que has interpretado algo mal? ¿Crees conveniente acusar al señor de esa forma? Vamos, vamos, decías que conocías una manera de escuchar las conversaciones en el despacho del Señor Brianni, ¿conoces alguna para ver sin ser vistas?
Luchia tenía la esperanza de que así fuese, no quería verse en la tesitura de tener que fingir “hospitalidad” y entrar con una bandeja de aperitivos para el Señor y sus invitados sin ser invitada para poder ver que pasaba. Pero por la cara pálida que tenía la muchacha, dudaba hasta de que pudiese escuchar o razonar su pregunta.
El horror y la duda en los ojos de Alexandrya crecieron a pasos agigantados. Y esa vez, no apartó la vista: la dejó fija en Jacques, muy fija, lo que él tardó en apartar la suya. Y así se lo quedó mirando, cómo el hombre más escéptico con el que se había cruzado le hablaba de algo más allá, le decía que las cosas no estaban en sus manos para jugar con sus propios destinos... Cómo aquel hombre de pronto parecía contradecir todo lo que con los años le había trasmitido.
Alexandrya sabía perfectamente que si eso estaba haciendo Jacques, era porque había visto algo. Lo había podido ver a los ojos, lo había tenido enfrente: o lo había padecido. Pero, ¿qué podía ser aquello que pusiera a un asesino como él, con su temple, con su experiencia, tan reflexivo? ¿Qué le había pasado para advertirle que podía ser una amenaza para ella? ¿Le coaccionarían a matarla si las cosas salían mal, ofreciéndola como mártir de una causa equivocada? ¿Qué estaba sucediendo?
- Puedes decírmelo - dijo de pronto, sin ser conciente. Sus ojos castaños eran inmensos; se había inclinado levemente sobre la mesa, hacia Jacques. Su postura denotaba el nudo de sus sensaciones: la preocupación, la ansiedad, la incredulidad, y el miedo. Aquel miedo que Jacques sabía, que cualquiera podía saber, no se refería a ella. Se refería a él.
Inmediatamente, como si hubiera pasado una línea imposible de traspasar, Alexandrya se echó hacia atrás en un movimiento. Apretó los labios, deseando que aquellas palabras nunca hubieran salido de su boca. No era su intención cuestionarlo; no tenía ningún ánimo de poner en tela de juicio sus premisas. Le creía ciegamente: si él decía que las cosas eran así, es porque las cosas así eran. Su única intención era aliviarle la carga, quitarle las pesas de la espalda... Compartir su turbación. Aquellas cosas que había hecho durante largo tiempo, siempre de forma indirecta, porque Jacques era imperturbable, y él era quien la protegía a ella.
- Lo siento - siguió Alexandrya, moviendo la cabeza. - No quise... - se interrumpió; a Jacques no le gustaban las explicaciones, si no las pedía. Cerró los ojos, apretando con fuerza los párpados. - Así... Así lo haré. Si ese es tu deseo, y lo que puedes decirme al respecto, así será. ¿Algún arma en especial, Jacques? ¿Algún movimiento en particular? ¿Alguna forma o marca que deba dejarse en el cuerpo?
Se frotó los ojos con una mano, dejando la otra apoyada en la mesa. No iba a poder dormir esa noche.
-En seguida le doy aviso señor. - el funcionario, embutido en rojo intenso, se alejó por un pasillo y desapareció tras la puerta al fondo del mismo.
Gino se quedó a la espera uno instantes, con la única compañía de dos soldados que vigilaban el acceso a la estancia. Aquellos momentos de incertidumbre no sirvieron sino para que su cerebro continuase haciendo saltar a la comba más pensamientos confusos y más ideas incompletas sobre lo que realmente podría estar ocurriendo, sobre aquel cofre, aquella carta y aquel nombre que le era desconocido.
Sus pensamientos fueron interrumpidos por el regreso del funcionario, quien sin llegar hasta su posición le hizo una seña desde el fondo del pasillo para que se aproximara. Al llegar a su lado éste abrió la puerta y se introdujo por el hueco de la misma.
-Le recibirá ahora mismo señor.
Sin esperar respuesta subió apresuradamente por unas escaleras y condujo a Gino a través de una serie de pasillos y pequeñas estancias hasta llegar a una nueva puerta.
-Es aquí. Le espera dentro. – saludó con una pequeña inclinación de cabeza antes de alejarse, de nuevo de forma apresurada.
Las palabras de la Dama Briani provocaron de inmediato un efecto sedante sobre Marinna. La criada, al comprender que podía ayudar a su señora y con ello obtener su agradecimiento se calmó lo suficiente como para contestar en voz baja pero clara.
-Si señora. Hay unas tablas... en el suelo... en el piso de arriba, las habitaciones de los criados. Desde allí se puede observar lo que ocurre en el despacho del señor. Si quiere puedo llevarle allí.
El hombre no respondió al instante. A pesar de las preguntas de Alexandrya la mente de Jacques no se encontraba en aquel lugar. Se aferraba con fuerza a la mesa y su mentón se contrajo en una mueca intensa. Los ojos se movían nerviosos y parpadeaba más de la cuenta.
Por su mente pasaban mil y una posibilidades, mil y una situaciones... y ninguna de ellas le satisfacía. Por más que pensaba en ello, por más que buscaba una salida, no lo graba hallarla.
-No he recibido indicación alguna al respecto, tan sólo se me ha pedido que, una vez muerto el señor Briani, su cuerpo sea colocado en algún lugar bien visible, dentro de su propio palazzio. Quieren que éste sea descubierto durante la fiesta y reine el caos y el desconcierto. Utiliza cuchillo, en la garganta, eso sin duda aumentará la impresión de quien lo encuentre. – volvía a hablar de forma metódica, como un maestro.
Sin embargo cuando levantó la mirada y sus ojos se cruzaron con los de ella, volvió a adquirir aquel gesto asustado y esquivo que había mantenido durante los últimos minutos.
-¿Cómo decirte... ? Si pudiera… ¡Yo mismo no me creería al escucharme! Pero... lo que he visto...
¿Por qué demonios esto no me huele nada bien?. No me siento tranquilo ni a plena luz del día...
Gino estaba un tanto confuso, irritado y desconcertado por los recientes acontecimientos. Le habían tomado el pelo de la peor manera posible y ahora se temía una puñalada tras cada puerta, lo que le hizo vacilar un instante antes de entrar.
Esto es el palacio ducal y es plena mañana. No sería sencillo deshacerse de mi cuerpo aquí... y no hay razones para que quisieran matarme. Relájate -se repitió a si mismo. Y a pesar de todo pasó con cierto recelo, vigilando los lados de la puerta.
Había bajado la mano, justo cuando pensaba que Jacques había vuelto en sus cabales; su oído le había indicado, por aquel tono docto y magistral de experto en su arte, que había vuelto a centrarse en lo terreno, que había vuelto a su territorio. Pero sus dedos se tensaron cuando sus miradas volvieron a cruzarse. El cuello de Alexandrya respondió ante aquella sorpresa desagradable dándole un tirón, un dolor que la joven sólo pudo contener por su arduo entrenamiento. Sus hombros se volvieron piedra, y sintió el estómago contraérsele como si una mano lo estuviera anudando.
¿Qué podía asustar a un asesino? ¿Qué podía asustar a Jacques? ¿Qué era aquello tan terrible, o tan increíble, que le había puesto de esa forma, y le había transformado en aquel hombre esquivo y asustado, que Alexandrya no había visto en ningún otro momento de su vida? Ella siempre había creído que no había nada en el mundo capaz de asustar en verdad a Jacques: y ahora, ante sus ojos, se desplegaba su equivocación.
No, no podía estar equivocándose. Jacques había sabido manejar todos sus miedos hasta ese momento; y a él no le faltaba, realmente, ver nada de lo que el mundo podía ofrecer. Nada de lo conocido, nada de lo ordinario. Lo que fuera que había visto, no tenía que ser nada ordinario: no tenía que ser nada de lo que ninguno de ellos hubiese tenido noticia verdadera, certera, jamás. Y eso sólo podía ser algo como un milagro, la aparición de un dios, o la visita de un diablo.
Ninguno de los dos creía en nada que no fuera la realidad. Lo terreno. Eran escépticos totales...
¿Debía seguir preguntando? Alexandrya sintió calor en todos los nervios del cuerpo. Sus dedos empezaban a temblar, como poseídos. Ella sí tenía miedos; ella no era como Jacques, y los sabía controlar a todos. Pero ante la visión de aquel hombre, que nunca se había arrodillado frente a sus miserias ni a su pánico, y que ahora estaba echado en su silla envuelto en el horror e incapaz de controlarse, el miedo empezó a treparle por la espalda. Subió por sus vértebras hasta morder su cuello, y hacer que un escalofrío la agitara hasta lo más hondo.
¿Debía insistir? ¿Jacques quería contarle? ¿Jacques necesitaba hablar? ¿Necesitaría estar solo, alejado de la molestia que ella podía significarle?
- Muy bien... - dijo Alexandrya, tentativamente. Trató de contener la voz lo más que pudo, y para disimular un poco más lo que estaba sintiendo, bajó la mirada. Se miró los nudillos, blancos, de tanto apretar los dedos: recordó los ojos de Jacques. Aquella mirada esquiva, indigna de un hombre como él.
Se irguió, sin decir nada más. Iba a retirarse. Levantó las manos para irse, sin volver a elevar los ojos. No sabía qué hacer: la situación nunca había sido así. Ella era siempre quien estaba en lugar de Jacques, y era él quien consolaba sus temores o disciplinaba sus miedos. Ahora, Alexandrya sólo quería abrazar a ese hombre, pero ni su abrazo ni sus promesas iban a significar nada: ella no servía para nada, más que para tratar de cumplir sus órdenes lo mejor que pudiera. Y aún así, aunque lograra cumplirlas, ¿eso realmente iba a sacar a Jacques de ese estado?
Iba a retirarse, sí, y de pronto una pregunta asaltó su cabeza. La atravesó de lado a lado como una flecha, dejándola sin respiración. Fue allí que Alexandrya levantó los ojos y los puso en Jacques. Debía saberlo: necesitaba saberlo. Tenía que prepararse para enfrentarlo, antes de perder segundos de iniciativa por su incapacidad de comprensión.
- Jacques, lo que has visto... ¿tiene que ver con la iglesia? ¿Ha pasado algo con la inquisición? ¿ha ocurrido algo... - la voz de Alexandrya se volvió un susurro. - ... algo... milagroso? ¿presenciaste un exorcismo que no fue exactamente una farsa?
El tono de la joven se apagó. Tenía que saberlo; necesitaba saberlo. Jacques quería decírselo, pero no sabía cómo: lo presentía. Jacques nunca daba vueltas cuando quería ocultar algo. E inmediatamente, usando la preocupación como la fuerza de sus movimientos, como Jacques siempre le había enseñado, arremetió con una pregunta final:
- ¿Eso que has visto tiene que ver con Briani y los otros nobles?
Gino atravesó las puertas que como fauces de una bestia infernal se cernían sobre él y se introdujo en el despacho del Condestable del Duque. La claridad en el interior era intensa, por lo que sus ojos no tardaron ni un instante en comprobar la seguridad del lugar. Todo estaba más o menos como de costumbre, más papeles, más desorden, pero por lo demás el mismo ambiente que le era tan familiar.
El condestable se encontraba tras una amplia mesa de mármol estudiando unos documentos con atención, tanta que casi ni reparó en la entrada de Gino. Al cabo de unos momentos levantó la vista y le pidió con un gesto que tomara asiento sin pronunciar palabra.
Pasó un buen lapso de tiempo durante el cual no hizo sino incrementarse su nerviosismo. Finalmente, una vez hubo terminado de leer aquello que tan interesado le tenía, levantó la vista hacia Gino.
-Buenos días Signore Murano, ¿en qué puedo ayudarle? – aquel tono neutro, aquel maldito tono neutro del Condestable que siempre le colocaba en posición ventajosa respecto a sus visitantes.
-No deseo robarle su tiempo, señor condestable, iré al grano. Me temo que están pasando cosas extrañas en la ciudad y tengo un cabo suelto sobre el que tal vez podríais ayudarme: ¿sabéis algo sobre Enzo Cutello? -dijo el marcado Gino en un tono también bastante neutro, controlado, que para un oido inexperto podría hacer pasar su intervención como una simple pregunta, pero que para alguien como el condestable sin duda sugería que Gino poseía una información que él no y que estaba dispuesto a intercambiar información por información.
Ahora decide él. Es probable que su curiosidad le conduzca a proporcionarme la información que quiero o a buscarla y solo quedaría negociar un acuerdo. Lo que puede ser duro... No obstante también podría no querer compartirla y haberme buscado un problema que antes no tenía. Necesito un farol...
¿Qué podría salir mal? Ella era la señora de la casa, no sería correcto que la vieran rondar por las habitaciones de los criados, sin duda sería una equivocación y no estaría para nada bien visto, pero por otro lado … era demasiada la curiosidad que sentía. Quizás con el trajín de la fiesta, pocos sirvientes andarían con tiempo libre como para pillarla.
-Marinna, llévame hasta allí. Pero antes cálmate, pareces a punto de desmayarte y … no queremos llamar la atención de nadie respecto a este asunto. Comentario que acompañó con una penetrante mirada para que le quedase claro a la criatura que mas le valdría no comentar nada sobre ello.