Su cuerpo se había quedado rígido en una pose poco natural. Don Fernando seguía anonadado ante la imponente presencia de la dama que lo esperaba en la sala.
Pudo reconocer en élla todo lo que un hombre desearía tener. Era un aura de majestuosidad y esquisitez que unidos a la ligera sensación de hayarse ante una persona poderosa y peligrosa le había hecho sentirse pequeño e ínfimo en éste mundo.
Don Fernando recordó su primer encuentro con el Rey, el por entonces príncipe Felipe, que llegaría a ser II de España. Ni en ese momento se había sentido como lo hacía ahora y supo de improvisto que debía reaccionar. Él era un alto dignatario y no podía quedarse ahi callado como un vulgar niño al que atrapan tras haber hecho una travesura.
Vió como la Dama, seguía sin saber su nombre, meneaba la cabeza ligeramente y posaba durante unos breves segundos la mirada en Bruno. Don Fernando captó el detalle y vió en él una buena forma de retomar el control de la situación, que ahora mismo estaba fuera de sus manos.
-Bruno, dejame a solas con la Sra. Ve a descansar, ya me ocupo yo de todo aquí.
Esperó a que éste se despidiera y fue tras el para cerrar la puerta. Se quedó unos breves segundos mirando los pomos de la puerta tras cerrarlos y tras tomar una bocanada de aire se giró tratando de aparentar la mejor compostura posible y deseando no tropezarse.
-Por favor... -consiguió articular con un ligero temblor de voz- siéntese y digame, ¿cuál es el motivo de su visita a éstas horas tan poco afortunadas?
-No lo dudo, no lo dudo. - algo en la expresión del inquisidor provocó en Diego un profundo desasosiego. Al contrario de lo que decían sus palabras, su cuerpo mostraba un gran recelo hacia el Jesuita -. Me agrada poder contar con la colaboración y la lealtad de alguien de tu experiencia, hermano. Turbias son las aguas que en estos tiempos bajan hasta nosotros y oscuras las criaturas que en ellas nos acechan. Por fortuna, Dios nos proporciona las armas adecuadas para luchar contra el mal… y tú eres una de ellas Diego. Puedes sentirte orgulloso.
La situación no hacía sino empeorar. Nada bueno podía seguir a aquel anuncio.
El Dominico se levantó con gran pompa y ceremonia e hizo un gesto a Diego para que le siguiera.
-Acompáñame. Hay algo que he de mostrarte.
Diego se levantó con tranquilidad, alisando un poco su hábito al incorporarse. Caminaba junto al Inquisidor con paso tranquilo. El hombre inocente no camina apresurado, se dijo. Inocente, desde luego. Tranquilo, en absoluto.
Aquello comenzaba a agotarle. ¿No podía el mundo dejarle tranquilo? ¿Debía ser llamado una y otra vez a luchar contra el mal, a convertirse en ese mismo mal? hubo un tiempo en el que se creía todopoderoso, el brazo ejecutor del señor. Ahora sabía a donde conducía ese camino. Y no lo deseaba.
Motivado por sus dos únicos instintos, se guardó sus lamentos para sí. Eran ambos poderosos. La curiosidad y el instinto de superviviencia. Dios se apiadase de su alma.
La misteriosa mujer mostró un esbozo de sonrisa tras el último comentario del Embajador Español, mas no dijo nada y aceptó en silencio el asiento que se le ofrecía. Una vez acomodados buscó los ojos de Don Fernando sin ningún tipo de pudor o temor en su mirada. Más bien al contrario…
-Señor embajador, fríos vientos recorren las calles en estos tiempos. Bien haría la gente honrada en guarecerse de todo mal. – la voz de la mujer resultaba un poco más grave de lo que cabía esperar por su aspecto, pero igualmente seductora e inevitable.
A Don Fernando le impactó oír aquellas palabras, por su significado tanto como por la persona que las pronunciaba. Aquella desconocida mujer le acababa de relatar con total exactitud el santo y seña, del más absoluto secreto, con el que los espías de Su Majestad el Rey Felipe II se presentaban ante él.
¿Aquella mujer un espía del Rey? ¿Sería posible? ¿Quién era?
Su respuesta, como él bien sabía, debía hacer referencia a la lluvia, para así hacer ver al espía que se encontraba en lugar seguro y nada había que temer... O bien al fuego, para transmitir la información de que el lugar no era apropiado o existía algún peligro y debían dejar la conversación para otra ocasión.
Diego siguió a Mateo Gambelli a través de los pasillos de la mansión. Al salir de la estancia en la que se encontraban, dos guardias de la inquisición armados con alabardas se situaron tras ellos y les siguieron con sonoros pasos. Por instante, un oscuro pensamiento cruzó la mente del Jesuíta, se sentía como un reo que condujesen al cadalso.
No, aquella no era la situación, se dijo. No obstante, caminar detrás del Inquisidor Mayor de la República y a la vez delante de dos guardias armados de la Santa Sede, podía provocar aquella sensación.
Cuanto más observaba Diego el edificio más se convencía de que aquel lugar estaba fuera de toda norma. En el exterior daba muestras de riqueza y opulencia, en el interior parecía estar a punto de caer sobre sí mismo, engullendo a todo aquel que se encontrase entre sus muros: vigas rotas, paredes desconchadas, ausencia total de ornatos, humedad, suciedad... Aquel no podía ser en ningún caso la sede de la Inquisición o lugar habitual de residencia de su Excelencia. Tenía más aspecto de...
Durante unos breves segundos Don Fernando permanecio inquieto esperando a que la mujer hablase. Había algo extraño en toda ella, pero no sería capaz de encontrar esa sutil diferencia ni en mil años. Y eso le asustaba y lo atraia por igual. Pero entonces ocurrió:
-Señor embajador, fríos vientos recorren las calles en estos tiempos. Bien haría la gente honrada en guarecerse de todo mal.
No podía creerlo. ¿Era posible que ella fuera una de las espias del Rey? No había lugar para dudas ya que había dicho la frase. Pero ese no era el mejor lugar para hablar. Todos sabían que las paredes de la embajada tenían oidos. Así que decidió llevarla a sus aposentos, el lugar más seguro que conocía allí.
-Pero guarecerse cerca del fuego con fríos vientos no suele ser lo más consejable señora. Por ello yo recomendaría buscar cobijo donde la lluvia indique la dirección del viento.
Espero unos instantes para que la extraña mujer pudiera comprender lo que quería decir. Abrió la puerta del salón y avanzó con discreción por el corredor hacia su cuarto confiando en que ella lo seguiría hasta alli.
... aspecto de carcel?
Eso fue lo que le pasó por la mente mientras subían las escaleras que llevaban a los pisos superiores. En Venecia, al contrario de lo que ocurría en cualquier otro lugar del mundo, el lugar más peligroso, más oscuro y más secreto de cualquier construcción no eran los sótanos, sino los pisos superiores. En este caso tal aseveración se cumplió a rajatabla. Tan sólo habían ascendido un piso sobre aquel en el que el Inquisidor Mayor le recibiera, pero el aspecto de lo que le rodeaba ya había cambiado radicalmente: guardias armados al final de la escalera, donde una pesada puerta cerrada con un gigantesco pestillo exterior evitaba el acceso al pasillo principal del mismo. ¿O estaba allí para evitar la salida de él? Una vez dentro más guardias, en el pasillo y delante de cada puerta, todas cerradas.
Se desviaron tras pasar bajo un arco y tomaron un corredor lateral bastante corto. Al fondo del mismo había una puerta cerrada y, de nuevo, dos guardias más, lo cual ya no soprendía al Jesuita. Sin embargo si lo hizo encontrar frente a ellos un pequeño banco de espera y, sentado en él, un hombre de gesto serio y aspecto amenazador. Vestía ropajes de gran calidad pero que le permitían la suficiente facilidad de movimientos como par ponerse en pie de un salto. Por el tipo de prendas y la forma del corte Diego apostó a que se trataba de un español. Sostenía en la mano un ancho sombrero rematado con una corta pluma azul. Los rasgos del hombre eran sencillos, de ojos negros, cejas pobladas y una prominente perilla.
Se inclinó ante Mateo Gambelli y besó su mano.
-Diego, os presento a Ramiro Alcántara, hombre de gran valía y al que no debéis dar nunca la espalda - las últimas palabras del Inquisidor parecían invitar a la chanza, mas fueron expresadas con total seriedad -. Gracias a él os encontráis ahora aquí, pues ha sido él quien ha posibilitado lo que a continuación vais a ver.
Y ella lo siguió.
En el más completo y absoluto silencio. Tan profundo era éste, que en un determinado momento Don Fernando se sorprendió a sí mismo girándose para comprobar si la mujer caminaba tras de él, como así era.
Siguió adelante algo confundido. Se sentía inquieto mas no lograba precisar el motivo. Las sombras eran dueñas y señoras del corredor que conducía a sus habitaciones y la única lámpara que aún mantenía la llama encendida a estas horas osciló violentamente y casi llegó a apagarse por completo cuando ella pasó a su lado.
La oscuridad se incrementó, casi podía palparse.
Diego inclinó levemente la cabeza, mientras mantenía un aire serio y circunspecto. Una nueva pieza del tablero. Pero por ahora, él era un peón y era a quien debían facilitar lo que pasaba. La paciencia era una virtud, especialmente cuando uno es un monstruo y un torturador. Como era Diego. No se engañaba pensando que solo lo había sido. La maldad en el corazón de los hombres brota y arraiga como la hiedra, sin dejar un respiro. -Señor Alcantara, dijo, a modo de saludo
Cuando entraron en sus aposentos una gran inquietud lo invadía. No sabía muy bien porqué pero parecía que fuera ella la dueña de la casa y él su invitado. Notaba como ella se "adueñaba" de cada rincon y le dejaba cada vez menos espacio para maniobrar.
Pero entonces se recordó quien era y se avergonzó. Se avergonzó por dejarse amilanar tan facilmente sin apenas conocimientos, por permitir que el desconcierto fuera el que rigera sus actos. Y decidió ponerle freno en ese mismo instante.
Se planto en medio de la sala y tras estudiarla nuevamente con una nueva mirada desafiante le sugirió que se sentara y le contara lo que había venido a hacer a esas horas de la noche.
-Si bien veo que sois una espía de nuestra Majestad. No es bien cierto que no tenía constancia de vuestra existencia y eso no me gusta. ¿Cual es el motivo que os ha traido hasta mi?
Ramiro Alcántara no dijo nada en respuesta al saludo de Diego. Se limitó a inclinar levemente la cabeza como muestra de respeto y volvió a colocarse el sombrero sobre la cabeza. Casi sin quererlo su postura se tornó inmediatamente alerta, con las manos a los costados, cerca de la empuñadura de la espada, la espalda erguida y los hombros alzados. Cabeza alta, mirada atenta. Aquel era a todas luces un hombre acostumbrado a vivir en peligro, al límite. Jamás se relajaba.
Observó a Diego evaluando su rostro, su mirada, su talante. Permaneció unos segundos examinándole sin pudor alguno, tras lo cual volvió la mirada hacia el Inquisidor Mayor.
-Excelencia.. – comenzó con voz suave, sumisa, pero que a Diego, acostumbrado a los interrogatorios y técnicas de la Inquisición, no consiguió engañar. Aquel no era su modo de hablar habitual ni su entonación -. ¿Estáis convencido de que se trata del hombre apropiado?
-Muy pronto quedará demostrado. Entremos. – a su orden los guardias del Santo Oficio levantaron la tranca que mantenía cerrada la puerta y descorrieron el cerrojo que la aseguraba a los goznes. Frente a ellos se mostraba una escalera de piedra que descendía hacia una lóbrega estancia, fría y mal iluminada que a Diego le resultaba dolorosamente familiar. El olor del dolor, el aroma de la muerte, el sofocante sudor de la desgracia ascendieron desde el fondo de la piedra para adueñarse de sus sentidos y hundirle en aquel estado de incongruente confusión que siempre experimenta el hombre ante el dolor. Frente a él se encontraban todas y cada una de las máquinas de tortura que en algún momento de su vida anterior el Jesuita había utilizado para obtener la confesión de un reo. Los gemidos de los moribundos aportaban una macabra musicalidad a la estancia.
La dama tomó asiento con familiaridad y posesión, como un monarca que se aposentase sobre el trono que es símbolo de su fuerza y poder. Su mirada se dirigió hacia el escritorio y concretamente al candelabro que dotaba al ambiente de un ligero halo de misterio. Sus ojos reflejaron por un instante la luz de la llama y parecieron imponerse a ésta.
Con una perturbadora sonrisa levantó la cara y se dirigió a Don Fernando.
-Cierto es que sirvo a Su Majestad, embajador, pero no en la forma en la que vos sospecháis. He utilizado el código de un espía del rey para que confiarais en mí y pudiéramos hablar en privado. La ocasión así lo requiere – firmeza, seguridad, control y una desorbitada confianza en sí misma. Las cualidades de aquella mujer lo desconcertaban a cada paso -. Por favor, os ruego que os relajéis embajador. Todo será más fácil de ese modo.
A Don Fernando no se le escapó el hecho de que la mujer prescindiera del título protocolario de “excelencia” al que estaba acostumbrado en su trato diario, así como del significado de sus últimas palabras.
Los recuerdos inundaban a Diego, como una ola. Aquel, pues, realmente, todos aquellos lugares eran iguales, había sido el escenario de sus mayores pecados. El orgullo. La arrogancia. El embriagador vino del poder.
Aunque en un principio, antes de perder el sentido de la medida, Diego había usado más sus ojos y su mente que aquellas herramientas, no lamentaba haber purgado a varios pecadores en ellas. El becerro de bronce, por ejemplo, había sido la única manera de que un padre que abusaba de sus dos hijas de menos de diez años confesase. Sin embargo, todos aquellos inocentes que sufrieron a sus manos... eso jamás podría perdonarselo. Y puede, que ni siquiera Dios pudiese.
Diego comenzaba a ver el arbol que componía el bosque, y a sospechar para que le habían llamado. Esperó respetuosamente a que el Inquisidor entrase en la sala para adentrarse tras él. Tenía el pleno convencimiento de que Don Alcántara preferiría situarse a su espalda.
-¿El qué será más fácil? -las dudas atenzaban a Fernando que no sabía muy bien lo que sucedía a su alrededor. -No se quien sois ni lo que quereis. Habeis venido hasta mí utilizando una argucia que os puede salir cara. Hacerse pasar por espía de vuestra excelentisima podría saliros muy caro.
Con estas palabras el embajador quería dejar patente que, si bien iba a ser cortes, tampoco permitiría que una desconocida tomara el control a la situación. No de manera tan escandalosa como ella pretendia. Quizas fuera capaz de provocar una inquietud nunca sentida antes en él. ¡Pero por el Emperador! Él era uno de los hombres más poderosos de venecia y debía actuar como tal. Además sería ella la que necesitaria tomar precauciones si planeaba atentar contra él.
-Así que decidme de una vez por todas ¿qué os ha traido a mi persona?
Y mientras decía esto se acerco a la venta del cuarto para observar el poco movimiento que quedaba en la calle ya a esas horas de la noche.