Partida Rol por web

Imposible decir si ya amanecía, aunque un vago instinto le decía a Fareth que el sol asomaba ya sobre las lomas del este, y que la sombra que había sentido sobre ella, como una presencia que quisiera arrastrala a las profundidades de la noche, había pasado. Las últimas horas habían sido un duermevela donde se entremezclaban lo real y lo imaginario, la incomodidad de la fría y húmeda piedra con la reparación del sueño, que había devuelto algo de vigor a su maltrecho cuerpo, agotado tras muchos días de marcha.

Los hombres de los valles yacían a su alrededor, algunos aún dormidos, otros con los ojos abiertos y desvelados, en los que se adivinaba un ensueño de pesadilla. Unos pocos hacían guardia junto a la única entrada de la cueva, sus sombras alargadas y deformes proyectadas sobre los muros, danzando al movimiento de las antorchas.

El sonido de unos pasos resonó en la galería; los centinelas echaron mano a las armas y corrieron a proteger la entrada.

—¿Quién vive? —dijo uno de ellos, la voz anhelante a la vez que contenida.

—Somos nosotros —respondió desde el túnel Fynlaug.

Los guardianes bajaron las armas y dejaron paso al grupo, formado por la guerrera y otros tres hombres de los valles. Regresaban de haber explorado los túneles inferiores, mientras los heridos reposaban. Viendo que Fareth se había ya incorporado, Fynlaug se encaminó hacia ella:

—Durante la noche tu espíritu abandonó tu cuerpo en varias ocasiones —dijo la mujer, en aquel tono solemne a la vez que altivo característico de su pueblo—. Temimos que no volvieras a despertarte.

Los tres hombres que la habían acompañado se detuvieron a su lado, ofreciendo un asentimiento a Fareth, en un gesto cortés a la par que marcial. Tras una breve pausa, Fynlaug continuó:

—Mientras yacías tomé el mando y, junto a los que aquí ves, exploramos los túneles que quedan por debajo de nosotros. Si había salida, la encontraríamos; en caso contrario, de no volver, di órdenes de que por ningún motivo fuerais en nuestra búsqueda, y de que, en lugar de continuar el viaje por la Escalera, siguierais el camino que pasa por tierras orcas. 

Parecía Fynlaug, que hablaba con una confianza hasta entonces desapercibida para Fareth, haber crecido con las muchas tribulaciones de aquel largo viaje, donde había sufrido grandes pérdidas, pero también probado sus fuerzas hasta unos límites que ella misma desconocía.

—Mas veo que mis preocupaciones han sido en vano —continuó, en el mismo tono seguro de sí— , al menos parte de ellas, pues tu espíritu ha vuelto a hermanarse con tu cuerpo y, con ello, de nuevo el mando te pertenece.

Los hombres que la rodeaban asintieron en un signo de aprobación hacia su compañera, a la que tal vez comenzaban a atisbar como una futura líder de su pueblo, y también en deferencia a Fareth, en la ya habían confiado y seguirían confiando sus vidas. 

Mientras el grupo se preparaba para retomar la marcha, Fynlaug informó a Fareth de lo que habían descubierto en sus exploraciones.

Había entrado en las oscuridad y había regresado, para cumplir mi misión: salvar a esta gente. La iniciativa de mi compañera fue muy buena, dado que cartografió prácticamente todo el complejo. Había madera de líder en ella y sería una buena jefa en el futuro, estaba segura de ello. Más descansados y con algo más de energía, nos pusimos en marcha. Como siempre, en fila y por parejas. Gündal cerraba la retaguardia, mientras que Fynlaug y yo íbamos en cabeza. Seguíamos descendiendo a las entrañas de la montaña, mientras cruzábamos túneles oscuros y frías cavernas donde ríos subterráneos nos cortaban el paso. Poco a poco íbamos dejando atrás la superficie y el tiempo dejó de contarse. No sabíamos si era de día o de noche, solo había oscuridad. No volvimos a ver arañas, hasta que Fynlaug me comentó que en lo más profundo de los túneles había encontrado dos puertas cerradas, y en una de ellas finos hilos de telaraña.

-"Por lo que me cuentas, este sitio fue hecho hace mucho tiempo por los enanos, grandes maestros en trabajar la piedra. Parece que después se asentaron aquí los hombres y ahora es la casa de arañas y otras criaturas. Mejor será que dejemos descansar los recuerdos perdidos de este sitio y que sigan así por mucho tiempo. Nosotros debemos de buscar una salida, es lo primordial."

Seguimos andando y vimos una puerta, más arriba de los túneles que mi compañera me había dicho. Parecía que podía llevarnos al exterior, pero no lo sabíamos. Llamé a un par de hombres y a Fynlaug, y nos acercamos para investigar.

Temerosos de continuar hacia las profundidades de la Escalera, el grupo trató de hallar un nuevo paso a través de las estancias superiores, sin éxito alguno. 

- No puede falta mucho para llegar a la base de la Escalera - dijo Gündal, que siempre se había mostrado proclive hacia esta ruta.

- Es esto, o los orcos - respondió Fynlaug, posando su inquisitiva mirada en Fareth, que debía tomar una decisión.

Al ver que no había ninguna salida al exterior y que en una de las cavernas, donde había una cascada helada, era francamente imposible descender por allí, no me quedó más remedio que asentir a Fynlaug y dar la orden de seguir descendiendo. Por el camino de exploración recogimos algunas armas mejores que las que teníamos, por lo que mejoramos nuestro armamento. Al final, descendimos hasta las dos puertas cerradas. Preparé a la gente, para que estuviera atenta a lo que pudiera pasar y me dirigí a abrir la primera de las puertas, la que no tenía telarañas.

Nota previa: la primera de las puertas no se abre al haber fallado la tirada de Acertijos. Como entiendo que tu intención es continuar descendiendo, tendrá que ser por 15. Procedo a narrarlo:

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El gran portón de hierro se abrió con un chirrido, dando paso a una inmensa sala, excavada en la roca viva de la montaña. El suelo estaba lleno de cascotes y ruinas, desprendidos del alto techo, que apenas llegaban a iluminar los fuegos de las antorchas. Allá, entre una oscuridad más densa que la de la noche más oscura, parecían entreverse unos grandes bultos pendiendo desde lo alto, como las lámparas de un gran salón, antiguo y arruinado.

— ¡Mirad! — dijo uno de los hombres de los valles, la voz marcada por la excitación que precede al horror, cuando este se intuye pero no es aún cierto.

Otros se acercaron con sus fuegos, iluminando el punto hacia el que el hombre señalaba. Allí, entretejidos en una enorme telaraña, se veía una docena de capullos de seda, de los que asomaban unos rostros desfigurados y lívidos, como si hubiesen tratado de dar una última bocanada antes de encontrar su fatal destino. La mayoría eran orcos de los valles, aunque también había algunos hombres.

— Hemos entrado en su nido — susurró Gündal aferrado a su hacha; sus ojos iluminados en un destello de orgullo y fiereza.

Como respuesta, algo se movió entre la oscuridad de las alturas. Los filamentos de aquella tela, engarzada de horror y de muerte, comenzaron a vibrar.

La primera puerta no pudimos abrirla, pero la segunda, la que sabíamos que había arañas dentro, sí se abrió. Al parecer, era la única vía de escape del complejo, si no nos habíamos saltado ninguna salida. Nada más entrar, vimos que efectivamente, este era el cubil de un arañón gigante, que tenía a sus presas colgando. Nos preparamos para la batalla y al aparecer ésta, atacamos con los arcos. Después, nos distribuimos por la entrada para atacar al arácnido. Yo me coloqué en el frente y nada más acercarse, le asesté un buen tajo en el quitinoso vientre.

Una sombra descendió desde el techo, arrancada de aquella oscura urdimbre de la que pendían los capullos de seda. Se trataba de un ser monstruoso, mezcla de araña y de hombre. De ambos lados del cuerpo, que era del tamaño de un buey, emergían cuatro pares de patas terminadas en unas garras afiladas como puntas de lanza. Por la parte delantera sobresalía una cabeza de morfología humana, en la que se veía un rostro de piel grisácea y unos ojos sin iris ni pupilas, carentes de vida, como un apéndice que hubiese quedado inútil en el proceso de crear aquella extraña aberración. Bajo la cabeza descollaban dos enormes quelíceros, de un negro centelleante al fuego de las antorchas, que se movían frenéticos en el aire, buscando a su primera víctima.

Gúndal, Olören y Fynlaug se arrojaron contra aquel ser de pesadilla, siguiendo las órdenes de Fareth. La dúnedain, en una posición más retrasada, hirió de un certero tajo el vientre de la criatura. Mientras tanto, el resto de los guerreros se enzarzaron en una encarnizada lucha con la prole de la araña monstruosa, que emergía en tropel desde la oscuridad del techo.

Los primeros impactos llegaron con las armas a distancia, después nos adentramos en el habitáculo de las arañas y nos distribuimos por él como buenamente pudimos. Al quedarme enfrente de la araña, quería atraer su atención en mi para que los demás la atacaran desde los lados, cosa que funcionó... a medias. La piel quitinosa del arácnido era muy dura, y al igual que su enorme tamaño, sus ataques eran demoledores. Logré impactarla, pero no hacerla mucho daño, al igual que les pasó a los demás. El resto de los hombres y mujeres, valientes personajes, batallaban con las crías del arañón. Nuevamente enarbolé mi espada y cargué hacia sus múltiples ojos, golpeando con furia y agachándome para esquivar su ataque. Mis compañeros hicieron lo mismo. Estaba claro que el combate iba a ser cruento y mas de uno moriría en esta estancia. Solo podía rezar para que lográramos sobrevivir el máximo posible de personas.

Con arrojo se lanzaron los compañeros hacia adelante, rodeando a la temible criatura para acosarla desde todas las direcciones a la vez, y evitar así que pudiera defenderse. Sin embargo, la dureza de su cuerpo suponía por sí misma una dura barrera  para  las espadas, que producían al chochar un sonido metálico, como si golpeasen contra un yunque. El plan surtió efecto, y herida tras herida iban los compañeros haciendo mella en la aberración, que giraba sobre si misma en un ataque caótico y violento. Sus colmillos, afilados como dagas, se cerraron con fuerza sobre el torso de Gündal, que cayó al suelo, inerte. Mientras tanto, los otros compañeros mantenían a raya al enjambre de arañas, que corría en socorro de su madre.

Mi compañero había caído, pero estábamos infringiéndola un gran castigo entre todos. Los demás lograban contener de momento a las crías, por lo que la madre estaba sola. Lanzábamos estocadas y nos retirábamos, desde distintos puntos, para confundirla. En un momento dado, le impacté en el rechoncho cuerpo, pero no con mucha fuerza.

Fynlaug, de la certera hacha, clavó con saña su arma en el vientre de la criatura, mientras Faereth arremetía con desde el otro lado, causándole una nueva herida de la que rezumó un líquido verde y viscoso. Uruieth, que así se llamaba entre los orcos aquel espantoso ser, tal vez una de las hijas de Ungoliath, engendrada en los albores de los Días Antiguos, lejos de arredrarse, cargó con furia contra otro de los compañeros. Sus colmillos hicieron presa en Olören, al que levantaron del suelo como a un muñeco de trapo. En vano fueron los esfuerzos del guerrero por liberarse de aquella tenaza de hierro y, de ese modo, antes de que los otros pudieran ir en su ayuda, terminó la vida de Olören, de la espesa barba.

La bestia agarró a Olören y prácticamente lo destrozó con la fuerza que ejercían sus colmillos. Aprovechamos el momento y Fynlaug y yo logramos hacerla sendas heridas en el cuerpo. La sangre, o lo que quiera que fuera aquel líquido espeso que salía de su cuerpo, impregnaba todo el filo de mi hoja. Viendo que estaba bastante herida y que nosotros éramos solo dos, decidí tirar mi escudo al suelo y arremeter con furia para darle el golpe de gracia. Los demás seguían combatiendo a las crías con fervor y valentía.

Fynlaug arremetió contra la criatura, pero el ímpetu de su ataque, que buscaba vengar a su compañero caído, fue tal vez excesivo, y así el hacha pasó muy lejos de su objetivo. La monstruosa araña  respondió con un terrible apretón de sus quelíceros, que por poco estuvo de terminar con la vida de la guerrera, si Fareth no hubiese acudido en su ayuda.

El combate se recrudecía. Tan solo quedábamos las dos luchando contra la monstruosa criatura. Cogió entre sus colmillos a Fynlaug, y si no llega a ser por mi tremenda arremetida, la parte por la mitad. Cayó al suelo moribunda. Lancé un nuevo tajo, pero casi no hizo daño.

Fareth y Fynlaug, a quienes el azar o tal vez el destino había unido en un viaje sin esperanza, atacaron a la vez desde ambos lados. Era el triunfo o la muerte. El hacha de la guerrera, certera y mortal, cercenó una de las parejas de patas de la criatura, que chilló en agonía; desde el otro lado, llegó la espada de la dúnedain, que se hundió hasta la empuñadura en el pecho de su enemiga.

Sin embargo, no estaba escrito que fuera aquel el final de Uruieth, hija de Ungoliath, engendrada en los albores del mundo. La bestia, fuera de sí, comenzó a girar sobre sí misma, abriendo y cerrando sus fauces en un frenesí de sangre, alimentado por su propia agonía. Sus quelíceros de nuevo se cerraron sobre la maltrecha guerrera, que cayó al suelo, inerte.

Al ver que Fynlaug también caía, me revolví furiosa y arremetí con desesperación contra el vientre de la condenada arañota. El acero se hundió muy adentro, pudiendo ser una herida mortal. Saqué la espada y me preparé para el final...

En todos los años de su existencia, que se contaban por centenas, sino por millares, no había sentido Urieth un dolor como aquel, royéndole las entrañas. Aquella aberración, fruto de oscuros arcanos y experimentaciones en los albores del tiempo, cuando el mundo aún era joven y desconocido hasta para los Primeros Nacidos, notó cómo su vientre se contraía sobre sí mismo, ante la punzada de aquel cuerpo extraño, frío y mortal que era la espada de Fareth, para luego desbordarse en un estremecimiento de alivio, que era a su vez cálido y adormecedor, muestra de que incluso el destino más aciago reserva un poco de  compasión hasta para los más malvados y perversos.

La prole, que por alguna misteriosa ligazón con su ama y creadora notó que esta se desmoronaba y que la batalla estaba perdida, se retiró a las profundidades de la tela de araña, buscando el cobijo de aquella oscuridad densa e insondable, como un pozo donde se refugiase la materia de la que estaban hechas las pesadillas. ¡Los hombres y la luz habían vencido, aunque el precio había sido alto!

En el suelo yacían varios de aquellos orgullosos guerreros, engalanados ya con la palidez de la muerte, que imprime en el rostro más indigno un algo hierático y a la vez irónico, como si el muerto observase ya desde el otro lado, súbito conocedor de algo que hasta el más sabio de los mortales ignora. Gündar había caído, Olören estaba muerto, Fynlaug echada junto al enemigo, aún aferrada a su hacha, resistiéndose a soltarla en el que sería su último viaje. La expresión de su rostro, de natural fiero y contrariado, tenía entonces una expresión calma, anhelante, que parecía inspirada por un profundo amor nunca antes manifiesto.

La araña cayó pesadamente sobre el frío suelo de piedra, que tantas veces habría cruzado para salir en busca de alimento. Un engendro de la oscuridad menos en este mundo. A su alrededor, las crías retrocedían y desaparecían por grietas y recovecos. ¡Habíamos vencido! Pero la dicha no era total, ya que a mi alrededor yacían múltiples guerreros, valientes personas que habían luchado por su vida y su libertad. Mi querida Fynlaug, aferrada aún a su hacha, con la cara macilenta y la mirada perdida, pareciera congraciarse con los dioses. Pero no era su momento, no lo podía permitir. Era la futura caudilla de su pueblo, al haber demostrado firmeza, coraje, valentía, honor, liderazgo y mil atributos positivos más. ¡Debía de sobrevivir!

Me agaché a su lado y empecé a tratarle las heridas, con los conocimientos que mi pueblo me había enseñado. Poco podía hacer por ella, pero lo intentaría hasta que mis fuerzas me dijeran basta. Estaba exhausta, pero obvié el cansancio y me centré en la muchacha. ¡Tenía que vivir!

-"Tranquila, no te vayas de mi lado. Aguanta." Le susurré.

Habían pasado bastantes días desde que abandonamos La Escalera, el atajo que habíamos cogido para dar esquinazo a nuestros perseguidores orcos. Habíamos logrado salir vivos de allí, aunque a un alto precio. Un tercio de los personas rescatadas habían caído y Fynlaug, que marchaba ahora a mi lado, estuvo a punto de hacerlo también. Se la notaba bastante débil, pero no se quejaba. La verdad es que había cogido cariño a esa muchacha, tal vez porque me veía reflejada en ella... Habíamos avanzado a trompicones, pero siempre hacia el sur, ganando terreno entre los territorios controlados por la sombra y nosotros. De los perseguidores no había ni rastro, por lo que podíamos relajarnos un poco y no forzar la marcha. Las caras eran serias, tristes, por dejar atrás a los compañeros caídos, pero también altivas, por haber podido salir con vida del yugo de los orcos y obtener la libertad. En el atardecer de ese día, vimos una columna de humo en la lejanía, detrás de un bosque. Según nos íbamos acercando, esa columna se fue dividiendo en varias, lo que indicaba que era una población o asentamiento. Mandé a dos jóvenes exploradores para que tantearan el camino, mientras nosotros hacíamos un alto. A la hora, los dos vinieron corriendo, jadeantes, con las caras alegres. Era un poblado humano, con cabañas y cercados para animales. Eso animó a todo el mundo y les insufló nuevas energías para recorrer el último cacho de tierra que nos separaba de la comida y bebida que necesitábamos.

Miré a Fynlaug, orgullosamente. Ella me había acompañado desde el principio y era ella la que debía de avanzar al frente del grupo, de su grupo, su gente. Le indiqué con el brazo que nos guiara. Yo me quedé en un segundo plano al llegar a la población, donde fuimos enseguida recibidos por los aldeanos y ayudados. Me daba pena tener que dejarles, pero ya estaban a salvo. Mi misión aún no había terminado, dado que tenía que buscar a mi compañía y saber qué había sido de ellos. Pero eso lo haría dentro de unos días, ya que debía primero curar mis heridas y recuperarme al cien por cien. Aprovecharía esos días para disfrutar de la compañía de Fynlaug, porque tal vez no la vería nunca más, aunque seguro que escucharía buenas nuevas de ella en un futuro. Un futuro que pintaba bien para aquella muchacha, que seguramente se convertiría en la líder de todas estas gentes.

Larga y fatigosa fue la marcha a través de las llanuras y los bosques nevados, donde el tiempo parecía haber entrado en un estado de suspensión, como si en lugar de avanzar se arremolinara sobre sí mismo, en una noche perpetua en la que solo variaban pequeños matices: el canto lejano de un pájaro, una estrella fugaz que parpadeaba en el cielo, unas huellas misteriosas que se internaban en la espesura. Enclaustrada en su mundo de hielo, parecía la vida esperar oculta a  la primavera que habría de llegar, segura de que, a pesar de todo, el mundo seguía avanzando, ajeno a las alegrías y a las penas de aquellos que con paso silencioso y embozados en sus capas recorrían los caminos.

Tras muchas jornadas de viaje los compañeros llegaron a tierras de los Beórnidas, dejando atrás los despoblados de los valles, silenciosos de voces humanas ahora que las últimas tribus habían sido expulsadas por la creciente presencia de los orcos. Allí fueron recibidos con la hospitalidad alegre y sincera del que se reencuentra con un viejo camarada, de esos con los que ni los años ni la falta de contacto hacen perder la confianza y la cercanía. Eran los Beórnidas y la gente de los Valles antiguos aliados, juntos habían sangrado y compartido el alimento junto a la lumbre, actos ambos sagrados para aquella gente ruda y montaraz, y ni los unos ni los otros eran rápidos en olvidar una promesa, como tampoco una ofensa.

A la alegría de verlos regresar con vida se sumó la incredulidad, pues en tierras de los Beórnidas pudo Fynlaug encontrarse con aquellos que tras el ataque de los hombres de las colinas y los orcos habían seguido hacia el sur. Con tristeza recibió Widhar, el viejo caudillo, la noticia de la muerte de Hartdar, al que apreciaba como a un hijo y contemplaba como sucesor. 

Mas no duró mucho la tristeza, pues con la llegada de los que habían regresado de la muerte se intuía ya la primavera, en la largura de los días, cada vez más luminosos y lozanos, en el canto de las aves, que poblaban el bosque con nuevos sonidos cargados de jolgorio y gozo por vivir, y en aquella alegría imprecisa pero cierta que todos sentían al dejar atrás la crudeza del invierno. 

Sin embargo, estas señales, tan esperanzadoras para unos, eran para Fareth fuente de pesar e intranquilidad, pues de algún modo en su cabeza se había ido poco a poco tejiendo un imposible. No podía la dúnedain olvidar que allá a lo lejos, en las tierras aún cercadas por el hielo y ocultas tras la sombra, sempiterna, que las cubre, seguían sus viejos compañeros. «¿Cabrá aún alguna esperanza?», se interrogaba a sí misma, con la mirada perdida sobre uno de aquellos arroyos que bajaban de la nieve derretida de los montes, tímidamente, saltando de piedra en piedra. «Solo hay una forma de saberlo», continuó, poniéndose en pie con los ojos encendidos por una súbita decisión «¡a Rivendell, pues, a la casa del medio elfo, y desde allí de hacia el lejano norte, donde esperará el triunfo o la muerte!».

FIN