El hermano Llagas y Pústulas tenía un sexto sentido para saber cuándo había que retirarse. También lo tenía para saber cuándo debía acudir al baño habida cuenta del suplicio que le suponía subir las escaleras que conectaban su laboratorio de extracción de información y el excusado más cercano. Era, digámoslo así, un tipo intuitivo.
Para cuando el hermano Läpzig recibía un puñetazo volador de Padre y Muy Señor Mío, él ya estaba andando de puntillas a máxima velocidad recogiéndose el faldón de su túnica por el túnel secreto que conectaba con su mazmorra. Por el camino le silbaron varias hadas en tono jocoso ante el espectáculo que el enmascarado torturador estaba dando en su huida.
Por supuesto, él ni se dio cuenta de todo esto.
—No puedo, no puedo, no puedo... —decía sintiendo un lacerante dolor desde las uñas de los dedos de los pies ramificándosele por toda la pierna. El hermano Llagas y Pústulas maldijo en las ocho lenguas que conocía al creador del ácido láctico.
También al creador de las escaleras.
Rameras despiadadas.
Lo sé.
Qué caos tan divertido.
Os estaréis preguntando... ¿Qué pasa a continuación?
La respuesta, queridos lectores, es esta:
*SLIIIIIT!*
—¿Pero quéééuuuuurrrrrgggghhhh...?
El Alcalde Wyan cae al suelo muerto, su garganta cercenada por una pequeña y sanguinolenta hoja sostenida en manos de su hija, Lorelei.
—TRÁEME EL OJO, MI PEQUEÑA LORELEI.— Ordena la voz en el interior de su cabeza.
—TRÁEME EL OJO.
Lorelei, una presencia ausente durante todo el conflicto que se desata en Viktal, obedece.
FIN DE ESCENA
CONTINUARÁ...