Kristina miró a sus chiquillos y bastó que se rompiera el contacto visual un instante para que su rival atacara, y con él sus secuaces. Un centenar de latiguillos absolutamente negros salieron despedidos en todas las direcciones, emergiendo de los bancos, del altar, de las estatuas e incluso de las vidrieras, conjurando en cuestión de segundos una telaraña que llenó el centro de la capilla. Tensa hasta tal punto que parecía que vibraba, en el corazón de la maraña, alzándose por encima del embaldosado como sostenidos por aquella red con tantos dueños, los dos antiguos forcejeaban, midiendo los siglos a sus espaldas, el poder de su vitae y su dominio de la Obtenebración.
Era imposible reconocer quién controlaba cada tentáculo, de no ser por sus intenciones. Los cinco seguidores de Stepanov yacían por debajo de su señor y de la obispo, espadas en mano, luchando cada uno una batalla personal contra los oscuros apéndices que había invocado Alekseva, y que los mantenían parcialmente sometidos. Pero gracias a ellos Stepanov, que no tenía más rivales que Kristina, podía centrarse por entero en su enemiga, y era evidente que le estaba ganando terreno. Zhenya sintió la necesidad de ayudarla, pero también algo mucho peor: rabia, rabia pura y descarnada ante su propia insignificancia, ante su impotencia. El tiempo de pensar ya había pasado, y ahora solo podía actuar pero, ¿qué podía hacer? Los brazos del abismo la habían acariciado con su roce helado al desplegarse desde todas las direcciones… y nada más. La habían ignorado. Sin embargo, enseguida descubrió que no había sido un desprecio, sino la confirmación de algo terrible:
—Ya está hecho, Zhenya —musitó Yegor cuyo rostro al ponerse a su lado reflejaba una parsimonia que chocaba con la viva imagen de la extenuación que era la cara de su sire. Su tranquilidad se resquebrajó cuando percibió cómo se sentía ella, y se rindió a la necesidad de explicarse—. De verdad que era la única solución, de verdad…
Aunque en medida de tiempo la ejecución duró un suspiro, aquel recuerdo estaba manchado por más emociones de las que Zhenya podría reconocer echando la vista atrás. No sería sólo el instante de la muerte sino cada pensamiento, cada movimiento, los rostros y gestos de los traidores, y cada segundo en que lo único que pudo hacer fue mirar. El tiempo pareció estirarse con una claridad cristalina, quizás producto de la adrenalina en vida, y de la sangre en muerte. Se le antojó durante una milésima lo raro y peculiar que era presenciar la ejecución de un ser querido sin sentir apenas nada al respecto, como si la certeza de su desaparición hubiese tomado posesión de su consciencia antes incluso de procesarlo. Lo único que manchaba aquella pristina seguridad era la repugnante presencia de Yegor a apenas un paso de ella. No Stepanov ni sus seguidores, porque en el fondo sabía sin atisbo de duda que la culpa le pertenecía enteramente a su hermano de sangre.
El tiempo resumió su curso normal, acompañado por un silencio denso y punzante que se vio emponzoñado una vez más por la voz de Yegor. Zhenya volvió el rostro hacia él con la tensión acumulada de mil atrocidades que no iban a ocurrir en aquel momento. Frases, sentencias, emergieron en su mente con tanta rapidez que no siquiera fue capaz de registrarlas. Ninguna lo suficientemente hiriente, porque ninguna palabra creada por el vocabulario humano podía expresar la herida en su alma. Lo miró durante largos y perecederos segundos y, al final, sólo pudo apartarse como si irradiara luz solar. No tenía claro si buscaba perdón, absolución, un gesto de comprensión, pero no le iba a dar nada. Cualquier la excusa, Zhenya no le iba a conceder el placer a ninguno de ellos de darles las gracias, ni allí ni en el futuro ni en el más allá.
Kristina ya no estaba, y sin siquiera mirar al lugar donde su cuerpo había estado por última vez, Zhenya se dio la vuelta para responder a lo que su corazón gritaba: huir.