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El bosque castellano conocido como “de los Condes”, tal y como mencionó el patriarca Jaime, no abarcaba aquellos peligros por la disputa de aquellos dos condes y sus hombres en época de Alfonso X, como dicen las leyendas, sino de algo mucho peor. En su interior habitaba el Renubero, un ser maléfico emparentado con los Silfos, que vive entre las nubes y que se dedica a amasar el pedrisco, para destruir los campos. Se dice que cuando las tormentas son muy fuertes, caen a la tierra, a veces por culpa de un descuido o de su torpeza, aunque otros aseguran que caen porque los empujan los ángeles. Ciertamente fue Samael, antiguo ángel caído perdonado por Dios, y ahora general de las tropas celestiales de San Miguel, quien le empujó a la tierra de los hombres y cayó en este bosque.
El renubero, cuando se enteró de que Samael fue el que le hizo perder el equilibrio, vagó mucho tiempo por el bosque, alimentando las leyendas y buscando la forma de volver a las nubes a través de “sucios ardides”. Debido a prácticas no propias de cualquier hombre de fe, atrajo a ese lugar a diversos seres, como las lamias (seres en forma de mujer y devoraniños) y los colachos (figuras bestiales con alas y plumaje similar a las rapaces). A partir de aquí, la leyenda de este bosque creció con la mezcla de ciertos casos reales de niños secuestrados o animales mordidos.
Sin embargo, el renubero, que no lograba encontrar la forma de regresar, recordó que Samael tenía un hermano, Abigor, lugarteniente de Belzebuth, Señor de la Guerra. Abigor era un demonio menor enfrentado a Samael debido a su traición y está escrito que algún día la batalla tendrá lugar. Por eso, el Renubero, de nuevo por malas artes, comenzó a preparar una invocación: necesitaría, al menos una ofrenda humana tras la invocación de Abigor para poder pedirle que le hiciera volver a las nubes, a cambio de ayudarle y serle su siervo en su eterna lucha contra Samael.
De ahí la estrepitosa tormenta en la llegada a la aldea en vuestro viaje (el Renubero estaba preparando sus propósitos), así como el encuentro que Elías, padre de las criaturas secuestradas, tuvo con la Lamia (pudiendo huir). Se explica por tanto que su mula, al perdérsele por el bosque, fuera encontrada con el cuello y ojos desgarrados, y sin muestras de autoría animal ni huellas (pues fueron los colachos quienes les atacaron y huyeron volando); así como el Renubero ponía los cepos que Elías decía haber visto: eran las trampas que el susodicho invocador utilizaba para practicar sus primero rituales antes de postrarse ante los designios de Abigor…
No obstante, amigos mios, hay algo que no encaja… Quizá ninguno de vosotros se dio cuenta… Bueno, si: uno de vosotros lo comentó.
Muthadi, el pequeño guerrero contratado, poseía diversas heridas cuando le encontrásteis atado en el bosque. No eran de dientes de Lamias; no eran de picotazos de Colacho… Eran de armas con filo, de aceros. Está claro que el renubero es un ser mágico y no posee armas (cayó del cielo sin más), ni tampoco armaduras, ni tan siquiera un gran porte para sostener una espada entre sus manos (su aspecto no podía estar más desmejorado)… Entonces… ¿Quién hizo aquello a Muthadi?
Fue en estas que tras llegar Maese Noguera a la granja, donde aguardaba Muthadi, Antón, Maese Antonio y el resto de la familia (a excepción de la chiquilla que faltaba), apareció un hombre montado en un caballo. La luz del sol hacía brillar su montura y sus placas, y el negro de su caballo contrastaba con los campos de trigo del lugar, aunque bien se parecía al aspecto quemado y sucio que el bosque había tomado. Lo vísteis bajar desde el camino del bosque a la pequeña granja. Cuando estuvo ya muy cerca, pudísteis notar que llevaba delante de si a dos personas: un hombre de aspecto horrible y a un niño con graves quemaduras.
Se paró delante de la entrada de la granja, y Dolores y Jaime salieron a su encuentro. Cuando se bajó del caballo, lo primero que hizo fue tomar al niño entre sus brazos. Entonces Dolores gritó cuando vio su cara: era su otra nieta. En esos momentos, un estallido de alegría invadió a los presentes y comenzó a vociferar el nombre del pequeño, al tiempo que el resto de la familia salía. Sus padres se reencontraron con ella y la abrazaron como nunca lo había hecho.
El hombre del caballo seguía sin decir nada. Esta vez bajó al tipo que tenía sobre sí, ayudado por Jaime. Rápidamente lo entraron en la casa y le preparon una cama limpia, vendajes y aguas calientes. Su aspecto no era alentador: graves quemaduras recorrían su cuerpo... era Álvar Peláez: había perecido en el bosque a los ojos de todos, pero no a los de Dios, ¡Y mucho menos a los de aquel tipo que lo había traido sobre su caballo!
La familia de la aldea instó a aquel hombre a entrar en la vivienda, al igual que a vosotros de nuevo, que también habíais salido a ver la escena. Tomás se había recuperado en parte de su grave herida en el estómago causada en la batida de búsqueda y dejó la cama en la que reposaba para tumbar a Álvar, siendo el otro chiquillo tumbado en otro lugar con paja. Al igual que Dolores atendió al primero, con un ungüento froto el pecho de su otro nieto y comenzó a zarandearlo. Estábais seguros, sobre todo Maese Antonio, que aquella práctica no sería sino cierto tipo de magia tradicional. Jaime trajo algunas telas limpias, agua, y algún brebaje curativo, o quizá fuera alcohol o jugos de alimentos ¿quién sabe?
La mujer de Elías, que conocía ciertas prácticas para socorrer las heridas del ganado, renovó las vendas de Muthadi de forma provisional, y le proporcionó viandas suficientes (mezcladas, eso si, con asqueroso "potingues" que contenían sanas propiedades de algunos alimento: zumos, jugos de frutas no muy comunes, etc.), con lo que pudo reponerse. Lo mismo hizo con Maese Antonio, recibiendo un trato especial por su condición de invitado y de alta alcurnia.
El caso es que cuando Dolores acabó con su nieta y Muthadi y Antonio estaban en buenas manos, la cual despertó por el ungüento y se abrazó a su familia y su hermano, fue a examinar inmediatamente a Álvar. Tenía la intención de untar con el mismo ungüento al Bajonoble, pues tenía la certeza que el mismo remedio podría curar todas las heridas (típico error de la cultura tradicional). Sin embargo, aquel hombre de corpulencia desmesurada, le hizo un leve gesto con la mano.
No... -propuso-: tan sólo está aplacado, dormido. Sólo necesita descanso. Su belleza y la naturalidad de su piel se resentirá, no hay duda de ello... pero vivirá si visita un médico.
Las quemaduras que Álvar Peláez mostraba eran aterrdoras. Su rostro estaba gravemente deteriorado y las ropas que llevaba estaban totalmente rasgadas, así como algo amarillentas sus armaduras. Al retirarlas vísteis un cuerpo bastante compungido, lleno de ampollas desagradables y un aspecto general enrojecido. Una tempestuosa fiebre recorría además el cuerpo del jóven desgraciado... O agraciado, dependiendo de cómo se mirara. La Muerte había entrado en su noble alcoba y casi se lo llevó en aquel bosque fatídico.
Estando en éstas, el pequeño Muthadi se incorporó, algo mejor por la gracia de la mujer de Elías. Cuando vio perfectamente a los presentes (sin que sus ojos le engañaran y ya sin que diera "tumbos" su cabeza), su vista quedó clavada en el tipo que trajo a Álvar y a la niña, al cual, ni siquiera, fruto de las constantes nuevas, no se le había preguntado ni su nombre.
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¡Es Él! ¡Ese hombre! ¡Ese hombre me acuchilló! -gritaba el hombre de poca estatura como enloquecido.
Acto seguido, Muthadi, en un deseperado y ridículo intento por coger sus armas apostadas en una pared, cayó al suelo, el cual fue rápidamente levantado por los presentes.
¿Pero qué estas diciendo, amigo? -preguntaba Antón. ¿Qué viste? ¿Qué ocurrió? ¿Conoces a este tipo?
¡Claro que lo vi...! ¡En el bosque! ¡E intentó mat...! -Muthadi fue interrumpido.
¡...intenté calmarte el dolor! -arremetió el misterioso hombre con fiereza y contundencia al mercenario haciéndole callar. Él estaba allí. El Renubero. ¿Es que acaso no conocíais el bosque? ¡Vi como te ataba al tronco mientras dejaba que aquellas rapaces del Infierno comieran la carne a picotazos de otro tipo mientras lo colgaba de una rama! ¡Y estaba vivo cuando lo hacían! ¡Gritaba y la vida le parecía una crueldad por momentos!
El hombre fornido miró a Álvar y se sentó en una de las sillas pidiendo permiso a los dueños muy educadamente, retirando su capa para no pisarla. Acto seguido, continuó.
Escondido yo, vi como te apresaba y nublaba tu vista ese hechicero golpeando con un canto en tu cabeza, tras aturdirte con sus malas artes. Después de atarte, contemplé como tu cuerpo se movía por sus hechizos, y te embrujaba con pequeños maderos en llamas y algunas sales. Luego murmuró y se marchó de allí, como si hubiera escuchado algo cerca. Y estándo yo viendo esa barbarie -hizo la señal de la cruz-, me atreví a salir de mi lugar y, tras pensarlo un instante, decidí darte muerte con mis aceros para que no corrieras el miso destino que el otro desdichado, ¡Si hubieras oído cómo gritada! ¡OH SEÑOR! ¡QUÉ AGONÍAS ENBRAVECIDAS! ¡"MIS OJOS", gritaba, "NO VEO NADA", decía, fruto de los picotazos en las cuencas! ¿Acaso querías sufrir tales despropósitos? ¡Yo en tu lugar hubiera rezado para que alguien como yo llegara y me enviara con el Altísimo!
Muthadi enmudeció. Agachó su cabeza y sólo Dios sabe si le agradeció aquel intento. De hecho lo hizo todo el mundo.
Lo cierto es que llevabas buenas corazas, "acortado", y quizá la agonia de las heridas que te causé fueron aún peor... -añadió el tipo de grandes proporciones.
Cuando todo se hubo calmado, respiraron algo más tranquilos. Antón y Muthadi se apenaron por la pérdida de aquel desdichado, que sin duda era Lucio, pues lo conocían más personalmente. Acto seguido, el fornido hombre, aún sin revelar su identidad, acompañó a Jaime y Elías a buscar un médico a una villa cercana, para que viniera de urgencia. Tres horas después, regresó una pequeña comitiva: Eran ellos de nuevo volviendo junto con un carruaje de labranza (aunque bastante grande) y un tipo en un caballo: el médico. Durante todo el día y toda la noche estuvieron atendiendo a Maese Álvar allí mismo con presteza y diligencia.
Permanecísteis en aquella aldea durante todo un mes, no sólo al cargo de la buena familia que no hacía sino más que agasajaros por encontrar a sus pequeños, sino por varios de vuestros médicos personales (como nobles que érais) que llegaron al lugar tras una misiva enviada a cada uno para atenderos en aquel lugar alejado. Antonio necesitaba recuperarse totalmente para volver a montar, así como Muthadi, y, por supuesto, otorgar los mejores tratos a Álvar.
Por supuesto, Conde Rodrigo Álvarez de las Asturias no disfrutó de vuestra presencia en la coronación de su nuevo título concedido, pero sin duda que vuestro destino era ir a verle lo más inmediatamente posible, para disculparos y mostrar vuestras excusas por la tardanza ajena a vuestra culpa y contarle los sucesos que acontecieron (si obviaron o no los detalles demoníacos u ocultos no es ya sabido por un servidor). Por eso, al final del mes, os despedísteis de aquella buena familia, y partísteis con vuestros médicos, aparte de la compañía de Muthadi, Antón y Piernavieja.
Si, y es que aquel tipo se llamaba así: Isidoro Piernavieja, infanzón castellano de buena familia, y muy cristiano:
Su nombre no os decía gran cosa, pese a que habíais conocido alguno de los caballeros con los que trataba (según las explicaciones que os dio en ese tiempo). Sin embargo, uno de vosotros, tenía ese nombre muy en su mente: PIERNAVIEJA.
Álvar Peláez, a quien la fortuna tan sólo le ha otorgado posición social y ciertamente poca salud, se recuperaba poco a poco. Todo el grupo intentaban viajar por las zonas rurales y las ciudades, aunque dieran rodeos, con el deseo que él y el resto de heridos durmieran en cama hasta la llegada a las Asturias. Apenas Maese Álvar había hablado en todo ese tiempo, y ni tan siquiera había preguntado por la salud de los chiquillos que hacía tiempo habían salvado (sabía que estaban bien, pero ni siquiera habló con ellos para preguntarle cómo o porqué los secuestraron). No obstante, cruzando ya la altura del Duero, muy próximo a su destino, la comitiva paró a descansar a las orillas. Tras dar de beber a los caballos y protegerse del sol, Álvar habló:
¿Porqué lo hiciste? ¿Por qué me salvaste? -dijo dirigiéndose a Piernavieja de improviso-, ¿Quién te mandó? ¿Acaso no querías matarme tal y como quisiste dar fortuna a Muthadi o tal y como atormentastes al bueno de mi padre?
Álvar hablaba con cierta dificultades por las heridas y cicatrices de su cara. Los médicos se alertaron.
¿Al bueno de tu padre? -Piernavieja, que siempre había mostrado una actitud bastante prudente, pareció alterarse también; al parecer, las palabras de Álvar le habían provocado. ¡Tu padre me engañó! ¡Y te condenó a ti, muchacho!
Álvar se quedó pensativo, arqueando las cejas y entrecerrando los ojos lleno de dudas, y Piernavieja calló. Aquel lance había llegado demasiado lejos. Días después, aún sin haber llegado a la próxima villa y los ánimos no muy relucientes, el hombre de grandes proporciones se acercó a Álvar.
¡No entraba en mis planes eliminarte, sino sólo dar contigo! Veras: cuando te secuestraron, tu padre me propuso su conocimiento, se ofreció para unos saberes que yo necesitaba: transmutar metales simples en metales preciosos. El trato propuesto por él era ciertamente muy oportuno: Yo le proporcionaría la fórmula que en mi poder se hallaba y él, a través de sus brebajes y toda clase de criaturas a las que Dios no está dispuesto a perdonar, la haría llevar a la práctica. Poco después, en compensación, él recibiría el rescate de su hijo, de ti... Y así fue. Tras complacerle para sus artes comenzó a urdir cierto tipo de magia e influencia en el acero, ¡transformándolo en oro!
Piernavieja carraspeó.
Sin embargo, días después, sin motivo alguno, vuestro padre desapareció. Y mi sorpresa fue mayúscula al comprobar que lo hizo llevándose mi fórmula ¡Que hideputa! Tan sólo dejó una nota que decía que aquel saber no debía estar en manos de ningún hombre, que era demasiado peligroso. Confesó de puño y letra que no destruiría "el Método", sino que lo guardaría en lugar seguro. Poco después de morir, tras hablar con socios de oficio, amigos e incluso registar todas sus posesiones y haciendas, el único lugar seguro que le quedaría sería... su hijo. Por eso no pude matarte. Sin duda, Peláez, tu has de tener en alguno u otro lugar ese secreto...sin duda, por lo que no pude permitir que el fuego de aquel bosque se llevara mi fórmula al Infierno...
A los Cielos querrás decir, a los Cielos más bien... -dijo Álvar sonriendo mientras retomaban el viaje-
::FIN::