Los personajes viajan a una ermita de las montañas de Navarra, que dicen que quien la visita queda bendecido con buena ventura. El camino es tortuoso y está nevando, por suerte pasan por una aldea en la que pasar la noche antes de recorrer el último tramo hasta la ermita.
-¿Así que es usted curandero?, nunca está de más disponer de un galeno en la casa. Además no seré yo quien deje que mueran congelados en mi propia puerta estos buenos cristianos, que dirían mis invitados. Ja, ja, ja. Les haré un sitio con gusto, claro que si.
El Conde os hace pasar a un gran pasillo con varias puertas que salen a diferentes estancias. También hay unas escaleras por las que os conduce al piso superior. Una vez arriba avanzáis por otro pasillo hasta llegar a una alcoba que ocupan algunos criados.
¡Eh vosotros!, llevaros vuestras cosas abajo. Dormiréis en la despensa. Aquí se van a alojar estos caballeros.
Los hombres obedecen, recogen sus cosas y se marchan. Entráis en una habitación iluminada por candiles, escasamente amueblada con una sencilla alacena en una pared, y unos “colchones” y mantas dispuestos sobre el suelo.
-Aquí podrán descansar. Si lo prefieren su sirviente y el can pueden dormir abajo con mis sirvientes. – Dice señalando a Crispín que por con su vieja y raída ropa no pasa por caballero. - Como ustedes convengan. Ahora les dejo que se acomoden aquí, y más tarde haré que les avisen para la cena, ya que están aquí cenarán con nosotros.
Descansáis un rato en vuestra habitación. Fuera se oye el trasiego de sirvientes que están preparando el salón para la cena. Un rato después, llaman a vuestra puerta [toc, toc, toc]. La abrís, y un mozo os da el siguiente recado:
-Señores, ya está la cena preparada en el salón, pueden venir si lo desean.
El salón está en la misma planta superior que vuestra habitación. Recorréis el pasillo, siguiendo la estela del olor a comida y entráis en el salón por una gran arcada, sin puertas. Es una gran estancia, de no menos de 15 pasos de largo, por 10 de ancho. Hay varias mesas de tablones, alargadas, flanqueadas por banquetas a cada lado. ¡Menudo festín! No visteis jamás nada igual, decenas de bandejas con todo tipo de viandas: cochinillo asado, perdices rellenas de verduras, queso, pan, frutas, jarras de vino, etc. Crispín percibe el espectáculo visual y olfativo como si fuera un sueño, y en su cara se instala una sonrisa permanente. Hay presentes una treintena de personas, unos sentados en las banquetas, mientras otros continúan haciendo viajes entre la cocina y el salón para traer toda la comida. Os sentáis en una mesa en la que hay sitio libre, miráis con prudencia que hacen los demás, y viendo que la gente comienza a comer, no perdéis tiempo y cogéis para empezar unos pollos asados que tenéis a vuestro alcance, mientras de soslayó miráis a los otros comensales que son de buen yantar pues comen como si no hubiera mañana. Poco a poco la gente va subiendo el tono de las conversaciones, y algunos se ríen a carcajadas por cualquier chanza, sin duda el vino les anima a ello. En una esquina del salón, hay dos juglares que comienzan a tocar música, uno el laúd y el otro la flauta. A medida que vais saciando el hambre atroz que traíais del duro viaje, vais prestando más atención al resto de comensales. En la mesa central, se diría que preside la cena, un señor gordo como un cochino de buen año, vestido con una túnica marrón. A cada uno de sus lados, dos muchachas, de buen ver, muy cariñosas con aquél señor, pues una le rodea el cuello con su brazo, ambas le dicen tonterías y le ríen las gracias. Cerca de él se sienta también el anfitrión, el Conde de Beasain, y otros dos señores elegantes, tal vez nobles a la vista de los blasones bordados en su pechera, uno viejo, y otro joven. En otra mesa están un gran grupo de soldados, reconocéis a quien os abrió la puerta de la casa, hace un rato. A cada rato, brindan golpeando sus jarras con energía. Os llama la atención, un grupo de 4 caballeros, pertrechados con cotas de malla, lo que parece poco cómodo e inapropiado para un banquete. A juzgar por su rictus serio, deben ser los únicos que no se están divirtiendo a lo grande.
Sois un grupo de amigos que viajáis en peregrinación a la ermita de la Virgen de la Cueva, situada en los montes del reino de Navarra. Habéis caminado desde el valle hasta la montaña por un tortuoso camino. Lleva todo el día nevando intensamente, está a punto de anochecer y por fin divisáis los tejados a dos aguas de algunas casas de piedra, debe ser sin duda la aldea de Ataun, donde habíais planeado pasar la noche antes de caminar el último tramo hasta las cumbres donde se halla la ermita. Estáis exhaustos, y a pesar de vuestra ropa de abrigo, el frío helador os ha hecho mella y "mataríais" por alcanzar refugio donde poder secaros y comer algo caliente. Viendo tan cerca el descanso apretáis el paso. Veis media docena de casitas pequeñas diseminadas por la ladera, y a vuestra derecha veis un gran caserón cuya chimenea humea en abundancia.
¿Que hacéis?
El grupo lo forman un curandero (Roberto), un pícaro (Crispín), un alcaide de castillo (Uloxio), y un caballero templario (Alfonso).
La relación entre los personajes es la siguiente: Crispín es el ayudante de Roberto, le ayuda a acarrear su equipaje en los viajes, y en lo que necesite. Roberto trata a Crispín con cierto paternalismo ya que Crispín es un mozo joven, sin familia, que ha malvivido su infancia y adolescencia, pero en el fondo no es mala persona.
Uloxio y Alfonso coincidieron hace unos años en la guardia de Burgos, donde hicieron amistad. Luego sus caminos se separaron, Alfonso ingresó en la orden de caballeros de Santiago y Uloxio llegó a ser alcaide de una fortaleza castellana.
Alfonso nació y se crió en Navarra por lo que conoce la geografía de la zona. En su infancia viajó una vez con su padre a la ermita de la Virgen de la Cueva. De eso hace ya muchos años, pero tiene un buen recuerdo ya que consiguió curarse de las fiebres que sufría entonces, y su padre dijo que fue gracias a la Virgen de la Cueva. Aquella ermita no es muy conocida, y no son muchos los peregrinos que viajan allí. Alfonso había hablado a su amigo Roberto de la poderosa Virgen, y éste tuvo interés en hacer un viaje para visitar su ermita y conocer sus poderes de primera mano. Alfonso avisó a su amigo Uloxio que se uniese a la peregrinación, ya que podría tal vez sanarse de las extrañas manchas que desde siempre había tenido en el rostro, y que bastante le afeaban el semblante.