Partida Rol por web

Normal
0

21

false
false
false

ES
X-NONE
X-NONE

MicrosoftInternetExplorer4

/* Style Definitions */
table.MsoNormalTable
{mso-style-name:"Tabla normal";
mso-tstyle-rowband-size:0;
mso-tstyle-colband-size:0;
mso-style-noshow:yes;
mso-style-priority:99;
mso-style-qformat:yes;
mso-style-parent:"";
mso-padding-alt:0cm 5.4pt 0cm 5.4pt;
mso-para-margin-top:0cm;
mso-para-margin-right:0cm;
mso-para-margin-bottom:10.0pt;
mso-para-margin-left:0cm;
line-height:115%;
mso-pagination:widow-orphan;
font-size:11.0pt;
font-family:"Calibri","sans-serif";
mso-ascii-font-family:Calibri;
mso-ascii-theme-font:minor-latin;
mso-fareast-font-family:"Times New Roman";
mso-fareast-theme-font:minor-fareast;
mso-hansi-font-family:Calibri;
mso-hansi-theme-font:minor-latin;}

Tras un largo día de marcha, nuestros héroes llegan finalmente a su destino, Puerto Busanis. El día ha sido muy largo. El polvo de los caminos y el calor de los últimos días ha pasado factura. Ni siquiera los más mayores recuerdan un verano como aquel. Afortunadamente han alcanzado su destino.

Drundan (el clérigo-animista), les guió por las calles de la villa en busca de un buen lugar donde cenar y dormir.

Néret (la exploradora), no podía evitar preguntarse acerca de las razones del clérigo para habérseles unido. ¿Qué hacía un sacerdote Lariano tan lejos de su monasterio? Los monjes Larianos nunca habían destacado por su sed de aventuras, más bien al contrario. Su vida siempre había girado alrededor de sus monasterios, con sus plegarias, sus cantos, sus libros y sus huertos. Para ella lo más próximo a una aventura que había vivido un Lariano fue descubrir que lo que había plantado pensando que eran remolachas resultaron ser, al crecer, Flores Etéreas (un potente alucinógeno). Si a eso le unimos la brillante idea de haber decidido deshacerse de ellas quemando la plantación, y que, para más inri, el viento soplaba en dirección al centro del pueblo, la cosa rozaba lo surrealista. Recordó a su madre entrando en casa, aterrada, gritando incoherencias acerca de que las gallinas de la vecina la odiaban y de que querían matarla. Recordaba también los gritos de espanto de la vecina, cuando su madre salió después a enfrentarse a las gallinas cuchillo en mano.

En cuanto a Ménar (el montaraz), no había tenido mucho contacto con los Larianos con anterioridad, ya que su credo todavía no había llegado hasta las tierras del norte, donde él había vivido hasta entonces. Lo único que le importaba era que el Lariano era buen cocinero.

Drundan era, sin duda, un tipo curioso. No excesivamente alto, pero su complexión esbelta y el hecho de llevar el pelo rapado al cero le hacían parecer más alto de lo que realmente era. Con este calor veraniego había dejado a un lado su capa con capucha, y únicamente vestía unos pantalones bombachos y un chaleco de cuero. A la espalda llevaba un cayado casi tan alto como él, de madera retorcida y brillosa, como si estuviese barnizada. 

 - "Creo recordar que era por aquí", les dijo.

El clérigo habría la marcha, ya que había visitado Puerto Busanis con anterioridad. Según les había dicho, se había echado a los caminos porque así se lo había dictado el destino. Al parecer había sido el sanador de su congregación. Un día había salido al bosque, en busca de hierbas, ya que muchos de los monjes habían caído enfermos durante la noche. Afortunadamente él había optado por no cenar, ya que no le había parecido muy normal el olor que desprendían las cocinas. Cuando se encontraba en lo profundo del bosque notó un temblor, y un trueno... Extraño, sobre todo cuando lucía un sol expléndido. Empezó a sospechar que algo iba mal cuando, al salir del bosque, vio una gran columna de humo que se alzaba a lo lejos, en dirección al monasterio. Sus sospechas se confirmaron cuando, al llegar al monasterio, lo único que quedaba de éste eran unas ruinas humeantes. Cuando se acercó al pueblo en busca de ayuda, éstos le hablaron de una gran bola de fuego que cruzó el cielo y que cayó tras las colinas, donde el monasterio...

Néret no podía evitar sentirse emocionada, aunque no lo demostrase. En las últimas semanas, junto a sus nuevos compañeros, había vivido más experiencias interesantes que en todos sus años de vida en el pequeño pueblo donde había crecido. Tampoco se podía decir que su vieja vida no tuviese buenos momentos;disfrutaba acompañando a su padre en las expediciones de caza: seguir las señales, acechar en silencio la presa, lista para reaccionar ante cualquier señal de haber sido descubiertos, y la sensación al tensar el arco y apuntar, cuando durante un momento, el mundo se volvía más nítido y tenía la sensación de poder ver incluso el batir de las alas de los insectos. Sin embargo la paga no solía estar a la altura del esfuerzo y, a veces, unas pocas monedas eran lo que se conseguía tras vender el resultado de toda una jornada en los boques. Y aunque de vez en cuando, ayudase a lo clientes más tacaños a aligerar el peso de sus bolsas, o alguna noche hubiese decidido entrar a comprobar si los cofres tallados de sus vecinos más ricos eran igual de hermosos por dentro que por fuera, lo cierto era que en su familia seguía habiendo más hambre que comida disponible. Así que había decidido restarles  una boca para alimentar y ver que era lo que el mundo podía ofrecerle. Por lo que había descubierto hasta ahora, existían cosas más extrañas sobre la tierra de lo que se había imaginado. Y también había descubierto que a medida que el tamaño de pueblos y ciudades era mayor, aumentaba el peso de las bolsas de los ciudadanos. Ambas cosas le merecían dignas de una investigación más detallada en el futuro.

Pero eso podía esperar. En ese momento lo que quería era lavarse y descansar. Se había trenzado su largo pelo cobrizo para evitar el calor, y llevaba la ropa más ligera de la que disponía, pero aún así el sol había hecho mucho mayor el esfuerzo necesario para recorrer aquellos caminos. Bien, al menos parecía que el Lariano sabía hacia dónde iba.

-Espero que la comida sea buena en esa posada-dijo-Y la cerveza esté fria-añadió despues de pensarlo un momento.

Ménar avanzaba silenciosamente, mirando de reojo a los paseantes con los que se cruzaban. Acostumbrado al aire limpio y los amplios horizontes de las montañas norteñas, no podía dejar de sentirse fuera de su elemento en las villas y ciudades. No era que le disgustaran, por supuesto: hasta los hombres más curtidos necesitan de vez en cuando el calor de una taberna, el sabor de unas cervezas y las atenciones de alguna chica bonita. Pero un montaraz aprende desde joven a reconocer el terreno para aprovechar sus características en combate; y todos los pequeños detalles tan útiles para sobrevivir en campo abierto resultan vanos en una ciudad, donde el peligro puede venir de cualquier parte. 

Al calor de aquel sol achicharrante, echaba de menos el viento gélido del norte. Pero era sólo una melancolía saludable, pues sabía que no era el momento de volver con su pueblo. Se había ido azuzado por el ansia de ver mundo, de vivir aventuras como las que le habían contado sus hermanos mayores. Ellos habían estado en la guerra; pero no había ya guerra en el norte, y Ménar no quería pasar por el mundo como un mediocre. Así que, tras juntar unas cuantas cosas útiles en una mochila, se había despedido de los suyos y había caminado hacia el sur hasta tropezar con Néret, aparentemente tan sedienta de aventuras como él mismo (al menos de aventuras redondas y doradas). Y después habían encontrado a aquel extraño clérigo. No estaba seguro de cuáles eran sus motivaciones para ir con ellos; pero cocinaba unos guisos demasiado sabrosos como para planteárselo. Y ya se enterarían en breve, en todo caso.
 

El Lariano parecía recordar bien el camino, y les guiaba con seguridad a través de las calles atestadas. Y es que la villa bullía de actividad a pesar del calor, o quizás gracias a él, ya que la tarde avanzaba y el bochorno estaba dejando paso, poco a poco, a una temperatura más soportable. Ante esto, la gente abandonaba sus casas y se echaba a la calle para comerciar, disfrutar de la compañía de sus amigos o, simplemente, para observar el paso de las gentes. Aquí y allá se oían risas, parloteos, y gritos más o menos amables, según el caso.

Finalmente, al doblar una esquina, el Lariano detuvo su montura.

-    Aquí es –dijo-, la “Flor de Tojo”.

Descabalgó, ató su caballo al poste y se echó las alforjas al hombro.

-    Espero que sea de vuestro agrado. Paré aquí la última vez que visité la ciudad, y quedé bastante satisfecho: el trato es afable, la comida sabrosa, la cerveza fresca y las cama no tiene chinches.

Mientras sus compañeros de viaje se apeaban de sus caballos y los amarraban, echaron un vistazo a la posada. No era demasiado grande, si bien tenía dos pisos, el primero de mampostería y el segundo de madera recebada y encalada. Tras echarse a las espalda sus petates, el clérigo los guió adentro abriendo la marcha. Junto a la entrada había un banco donde se sentaban dos viejecitos que discutían acaloradamente acerca de la mejor manera de castrar un cerdo. Los abuelos se detuvieron brevemente para lanzarles una breve mirada, pero tras un rápido intercambio de saludos, prosiguieron su discusión.

Dentro hacía fresco. Había pocas mesas, algunas de ellas ocupadas. Al fondo había unas escaleras que subían, y en la esquina había un reservado, con las cortinas echadas. A la derecha estaba la barra, que iba casi de una pared a otra. Varios parroquianos estaban sentados junto a ella, bebiendo y charlando. Detrás de la barra había dos habitaciones. Por el olor que venía de allí debía estar la cocina.

Un hombre regordete y calvo, vestido con una túnica marrón y un amplio mandil blanco, se acercó a ellos.

-    Bienvenidos, viajeros, –dijo alegremente-, bienvenidos a mi posada. Mi nombre es Tobías. ¿En qué puedo serviros?

Mientras entraban en la posada, Néret había observado con disimulo todos los detalles de la habitación. En esos momentos siempre recordaba uno de los consejos de su padre; "en las tabernas la gente bebe. Cuando se bebe, a veces hay peleas. Y cuando estás en medio de una pelea, no quieres descubrir demasiado tarde al parroquiano que estaba detrás de tí, el rincón en el que puedes quedarte acorralada o el taburete en el que vas a tropezar".

Despues del largo día, el olor a comida era como un canto de sirena. Así que enseguida pidió una buena ración de lo que fuese que se estaba cocinando en ese momento y una jarra de cerveza fresca. Pensó que podría aprovechar para charlar con el posadero y los clientes y ver si podía averiguar alguna información interesante. Una taberna siempre es un buen lugar para enterarse de las cosas, y si empiezas preguntando por las últimas noticias en la zona de forma inocente y estás dispuesta a mostrar interés en todos los chismes sobre bebés que habían nacido a los ocho meses de la boda (esa Laila tiene cara de buena pero siempre supe que era una fresca), gente que había pescado truchas enormes (del largo de mi brazo, se lo digo yo, señorita) y el premio que había ganado algún vecino en la feria (y es que el viejo Neddy siempre ha criado muy buenos gorrinos, con perdón. Y tienen una carne tan tierna que se te saltan las lágrimas al comerla) al final también te acababas enterando de cómo funcionaba la ciudad y donde podía haber oportunidades que aprovechar.

Ménar, que también había echado una cautelosa mirada para hacerse una composición de lugar a su entrada en la taberna, se presentó educadamente a Tobías y le pidió una cerveza bien fría, para refrescarse del calor del camino. Se dirigió a continuación a la barra, donde los parroquianos bebían, porque es sabido que pocas cosas sueltan más la lengua que una reunión en torno a unas jarras de cerveza, y le pareció que hablar con los bebedores (o escuchar sus conversaciones) sería un buen modo de obtener información de interés sobre el lugar.  

Una vez dentro los tres viajeros recorrieron la taberna con la vista. No había mucho más aparte de lo que habían visto a primera vista al entrar. Efectivamente, como habñían supuesto, aquéllas habitaciones eran la cocina y la bodega. En la pared de la entrada, algo separada, había una puerta vieja, apoyada contra la pared y con una diana pintada y varios cuchillos clavados. Al pie de la chimenea había un gato tumbado, horiondo y feliz. Lo que más les llamó la atención fue aquel reservado de la esquina. Era bastante simplón, unas meras cortinas que ocultaban una mesa en la esquina, pero permitían conversar lejos miradas curiosas.

En aquel momento había un hombre solitario sentado allí, saboreando un vaso de vino especiado.
Sus ropajes, de terciopelo color oliva e hilo de plata, indicaban que su bolsa estaba bien repleta; posiblemente se tratase de un comerciante adinerado. Fue entonces cuando entró un segundo hombre, embozado en una capa granate que no permitía ver su rostro. Se detuvo en la puerta, echó un vistazo dento, miró por encima de su hombro, y se dirigió apresuradamente hacia la esquina. El comerciante le saludó e inmediatemente echó las cortinas.

Salvo por el reservado, que no recordaba, a ojos de Drundan la taberna seguía igual que como la recordaba de su anterior visita, amplia y acogedora. El trato de Tobías, el tabernero, era excelente, y los guisos de Aranda, su mujer, eran dignos de alabanza.
La cerveza no era tan buena como aquélla que preparaban en su antiguo monasterio, pero no se podía negar que era muy sabrosa.

Drundan estaba agotado, y necesitaba reponer fuerzas, por lo que se dirigió presto a sentarse a la barra con sus compañeros. Tobías vovió al poco, con sendos platos de cordero asado con cebada, junto con sus correspondientes pintas de aquella cerveza oscura y espesa. Era una pena que las mesas estuvieran todas ocupadas. Fue entonces cuando Drundan aprovechó para preguntarle acerca del reservado.
 

- ¿El reservado?, lo tengo desde hace poco tiempo. Fue idea de Aranda, mi mujer, y la verdad sea dicha ha sido una gran idea.
Los comerciantes gustan de hablar en privado de sus asuntos, y agradecen poder venir aquí, y sentarse delante de un buen asado a hablar de negocios, lejos de las miradas de los demás tras esas cortinas. Además suelen ser generosos en la propina, sobre todo si el trato ha sido provechoso.

A pesar de la cerveza y el agradable fresco del interior del local, Néret aún podía sentir las ropas pegadas al cuerpo por el sudor. Era por eso qué se preguntaba por qué, con aquel calor, alguien necesitaba cubrirse tanto. Y era cierto que los comerciantes gustan de tratar asuntos de dinero en privado, pero no son tan suspicaces como para ocultar incluso su rostro a extraños. Le pareció lo suficientemente extraño como para despertar su curiosidad y hacer que se decidiese a preguntarle a Tobías por ellos. ¿Qué mal había en conocer a sus vecinos de mesa y saber a qué se dedicaban?

Néret tampoco pudo evitar la tentación de preguntar a Tobías acerca del reservado, sobre todo después de que aquel hombre tan sospechoso embozado hiciera acto de presencia. Por contra, el resto de los parroquianos y clientes no parecieron prestarle demasiada atención. La mayoría de ellos eran comerciantes, y estaban demasiado preocupados por cómo estafarse caballerosamente los unos a los otros vendiéndose sedas de Durne a diez veces su precio o especias de las Islas Púrpura que habían comprado regaladas a algún pirata que las había saqueado antes. El resto de la clientela la componían algunos marineros jóvenes que, a decir por las continuas obscenidades que salían de sus bocas no habían debido de tener tiempo de visitar el burdel después de una larga travesía. Mientras tanto un juglar, sentado en la mesa a su espalda, arrancaba alguna que otra nota a su laud mientras lo afinaba.

Desgraciadamente Tobías no pudo ofrecerle ninguna respuesta respecto al encapuchado, pues en el momento en que había entrado el había ido a la cocina a recoger el guiso. De todos modos le quitó importancia al asunto ya que, según él, no siempre era aconsejable dejarse ver para hacer según qué negocios.

--- No son todo mercancías lo que aquí se vende, mi señora. La información puede ser más valiosa incluso, según lo que sepa uno y lo que otro quiera saber. Recuerdo, por ejemplo el caso de Maese Néstor, que...

En aquel momento Tobías fue interrumpido por el sonido de una campanilla. Disculpándose, rodeó la barra y se dirigió al reservado. Volvió al poco y desapareció en la cocina por un buen rato.

Mientras tanto, nuestros viajeros intercambiaron saludos con los paisanos del lugar, sentados a la barra y fácilmente reconocibles, como todo asiduo a la taberna del pueblo. Eran gentes sencillas y amables, que simplemente habían terminado con sus tareas del día y querían refrescar el gaznate con una pinta. Andrus trabajaba como escriba, y no sólo era el más joven, con diferencia, sino que era joven de verdad, quizás incluso más joven que alguno de los aventurerors. No dejaba de hablar de su hija pequeña, que apenas estaba aprendiendo a andar. Eusebius y Sebastian eran, por contra, de una edad bastante avanzada, sobre todo Eusebius, cuyo aspecto, huesudo, prácticamente calvo y desdentado, podría incluso dar a pensar que, en su momento, la taberna se había tenido que construir a su alrededor. Eusebius era algo más joven, bajito y ancho de espaldas, y conservaba algo más de pelo y una cuidada perilla corta. Ambos eran curtidores, y socios de su negocio.

Fue entonces cuando aparecieron en la puerta tres individuos cuyo aspecto no auguraba nada bueno. El más bajo de ellos, un hombre de mediana edad, pelo negro y barba cerrada, recirrió la estancia con la mirada. Llevaba un jabón color chocolate, y unos pantalones holgados color hueso. Sus dos acompañantes hicieron pensar por un momento a Ménar por un momento que ya había bebido más de la cuenta. Sin embargo lo que veían sus ojos era real, se trataba de dos individuos grandes como armarios, con la cara llena de cicatrices, y que vestían chalecos de cuero, y lo más sorprendente, calcados el uno al otro como dos gotas de agua. Aquellas malas bestias miraban de un lado a otro como perros furiosos, y eso no podía presagiar nada bueno.

Tobía, al verlos, se sobresaltó por un momento, pero rápidamente dio la vuelta a la barra y fue a su encuentro. Estuvo hablando en el porche con el más bajo, que parecía llevar la voz cantante. La conversación parecía tensa. Fue entonces cuando Aranda, la posadera, salió de las cocinas. Al ver a su marido con aquellos tres individuos palideció, y se puso a temblar. La discusión fue subiendo de tono, atrayendo alguna que otra mirada de reojo de aquéllos que estaban sentados más cerca de la puerta. De pronto Tobías alzó la mano dando por zanjada la conversación, se dió la vuelta y se dirigió de vuelta a la barra, con el rostro marcado por la preocupación.

--- ¿Qué querían ahora, esposo? --le preguntó Aranda.
--- No te preocupes, amor mío, ya está solucionado --le contestó--, vuelve a las cocinas, hay clientes a los que atender y...

Un estrépito le interrumpió. Aquellos tres individuos entraron en la taberna poco menos que echando la puerta abajo. Los clientes dieron un respingo en sus asientos.

--- ¡Estúpido gordo bastardo!, ¡¿acaso crees que te vas a reir de mí en mi propia cara?! --era de nuevo el más bajo el que hablaba, mientras las otras dos moles le flanqueaban---. No sólo pagarás lo convenido, sino un tercio más por tu insolencia.

Súbitamente, lleno de ira, se abalanzó sobre la barra, agarró una jarra, y golpeó con ella a Tobías en la cabeza, quedando el pobre posadero completamente aturdido. Su mujer gritó y rompió a llorar mientras abrazaba a su marido.

Drundan, incapaz de permanecer impasible ante aquello:

-- Por favor, señores, intentemos calmarn...

Quizás ésa no había sido la mejor reacción, dado que sin saber cómo se encontró volando por los aires, para a continuación estrellarse contra uno de los bancos de la mesa donde estaba el trovador.

Sus compañeros reaccionaron instintivamente desenvainando sus armas (Ménar una espada ancha y Néret una espada corta) , al igual que los matones (una daga el más bajo y porras metálicas los gemelos).

Hola qué tal...perdón por la osadia-atrevimiento..si me sale bien resulta que puedo escribir tal cual en la aventura!!?? sin ni siquiera ser vip (dicho sea de paso tampoco tengo ahora muy claro el concepto) Acabo de leer esta seccion y hace un rato presentarme en el foro de discusion...

Veo que el nivel-calidad interpretativa es muy bueno...yo la verdad no creo que diera la talla, y al igual que el amigo gabyioly tambien soy del mundillo, pero aqui es otra cosa...amen de la tecnologia, y reglas...más sutil.

pues ahi queda la incidencia que hago saber al master: que puedo escribir-me aparece la opcion "añadir mensaje"!0-, yo y supongo que cualquiera (en mi primer dia, y sin haber sido invitado!, es eso normal!!??

Un cordial y grato saludo!

En lo que a Néret se refería aquellos tipos no le habían gustado desde que les había puesto puesto el ojo encima. Había visto suficientes alimañas en su vida para reconocerlas cuando las veía. Presentarse en el local en el que estaba pasado tranquilamente el rato y atacarlo había sido un error. El segundo había sido atacar a uno de sus compañeros. No es que le tuviese una especial estima a Drundan, pero habían viajado juntos. En lo que a ella respectaba, eran compañeros, y no permitiría que le hiciesen daño. Además, era dificil encontrar a alguien que cocinase tan bien.

Mientras Drundan estaba en vuelo, y antes de pensarlo con calma, ya tenía su espada en la mano y estaba moviéndose hacia la mejor posición para poder atacar al que tenía más cerca, sin dejar su espalda desprotegida.

Viendo que aquellos extraños no sólo estaban cometiendo lo que parecía una grave injusticia y abuso, y actuando con prepotencia; sino también agrediendo sin motivo a uno de sus compañeros de viaje (¡y que encima cocinaba tan bien, pardiez!), Ménar actuó sin vacilar. Sabiendo que no había peligro a su espalda, pues siguiendo sus hábitos de montaraz había echado miradas a toda la sala a su entrada, aprovechó el hueco que Néret le dejaba con su rápido movimiento para plantarse frente al más cercano de los corpulentos gemelos y lanzarle una estocada con su espada.

Aquellos dos gigantes se lanzaron contra ellos, pero Néret y Ménar reaccionaron instantáneamente contra la amenaza. Néret se echó a un lado, cortándole el paso al más alejado, que avanzaba hacia ellos, mientras que Ménar surgía de detrás de ella, sin darle opción al segundo y más cercano. Néret lanzó una estocada a su oponente, pero falló, fue más rápida, pero falló. El gigante, sin embargo, no lo hizo. Descargó sobre ella su rabia, en forma de golpe, un golpe que habría partido una mesa por la mitad. Néret intentó esquivarlo, fintando, pero sólo acertó a esquivarlo en parte. Sintió el impacto contra la pierna, y el dolor, un dolor tan intenso que nubló su vista y arrancó un grito de su garganta.

La espada de Ménar sí probó la sangre de su oponente, haciéndole un tajo en el pecho, atravesando tanto el pellejo del chaleco como el chaleco de aquella mala bestia, del que comenzó a manr la sangre. Ante tal golpe el gigante vaciló y trató de echarse atrás, tambaleante.

(pasamos turno, qué hacéis ahora? Ah!, el tableto de la taberna está actualizado con las posiciones actuales de los jugadores)

La pierna le dolía a Néret mientras retrocedía intentando ganar algo de espacio para recuperarse y pensar.