No tenía más ojos que para las galletas y el chocolate que devoré con ansias. Ni tan siquiera toqué los peluches de mi hermana, a los que, de vez en cuando, me apetecía cambiarle las posturas, como si la cohorte de fantasmas que habitaban el Schloss hubiera descendido de los desvanes donde hibernaban para hacer un escabroso ideograma de su coleccion inmóvil de efectos personales
Apenas caían migajas sobre la cama y ni tan siquiera eso quedó de ese detalle hecho a mano de la señora P.
Se notaba a la legua, que la cena se me había indigestado en todos los sentidos, pero que tenía aún, como buen adolescente, las caninas abiertas tras un día duro.
A las imitaciones de mi hermana, colaboré con ansia, mostrando un humor ácido y cercano, puesto que Lycius, el niño Emo, había quedado flotando en el comedor, tras la última frase mordaz que seguía resonando como eco, entre las sofocantes paredes de madera y los cuadros de recuerdos desvencijados que iban decolorándose en la memoria, tal como lo hacían esas fotos que tras muchos años, apenas se distinguían los ojos entre una mancha blanquecina y quemada de líquido de revelado caducado.
Esos temores que mi hermana manifestaba, disfrazados de humor al imitar el deplorable estado de papá en la cena, aliviaron la carga mental y durante apenas un par de suspiros antes de que comenzase su relato, casi se podía vislumbrar intuitivamente como las murallas de Troya habían caído momentáneamente, para dejar entrar la marea que limpiaría a su paso, el ego inseguro que había mostrado y si se fijaba con cuidado en el fondo de los ojos, ese temor que brillaba haciéndose fuerte y afianzando el recelo de saber que las promesas de esa doctora, serían vanas.
El cuento me encontró acurrucado bajo el edredón de mi hermana, no hecho de suave raso, pero si de caliente seguridad, afianzando el Geborgenheit que solo se sentía lo suficientemente cómodo para aflorar en su presencia. La cadencia de sus palabras acariciaban mi alma, como los filamentos de seda que protegían al niño Ícaro y me enviaban en pequeñas oleadas a un duermevela acunado entre las imágenes de colores brillantes.
Al espabilarme, sonreí, pero silenciosamente, no continué con el cuento de modo verbal, aunque esa mirada, en la que se había iluminado el fuego del recelo , se había templado y con una ternura discordante al tempo de las horas anteriores, la besé en la mejilla taciturno, regalándole una sonrisa auténtica aunque atribulada y por la mañana, al iluminar el alba los tablones del suelo, encontraría, escabullida bajo su puerta, una pequeña acuarela donde miles de ojos plateados, la observaban.
Geborgenheit : Sentimiento de seguridad al estar con tus seres queridos