Una suave brisa pareció llegar en tu auxilio. Una brisa que, sin embargo, era fría y de pronto cálida y otra vez fría, como si mezclara en su mismo aliento el frío y el calor y pudieras notar cómo uno y otro se iban superponiendo y se iban sucediendo en cada parte de tu cuerpo. ¿Era acaso el viento que la tormenta traía desde la ventana?
—Sssshhhhhh.
La brisa se convirtió a tu lado en unos labios que soltaban un suave «sssshhhhh» mientras un brazo te tomaba de la cintura, intentando evitar que colapsaras, tropezaras o te cayeras, como si la tensión de tu interior se pudiera reflejar en el exterior y como ese brazo que te rodeó la cintura fuera capaz de equilibrar ese terremoto interno.
—Sssshhhhhh.
Y la brisa se convirtió en una sonrisa, una sonrisa en mitad de una oscuridad creciente, pues el día se había nublado y por alguna razón la luz artificial de la enfermería ahora se te antojaba escasa. ¿Cómo era eso posible, si la enfermería siempre había tenido buena luz? ¿Acaso se había fundido alguna bombilla?
—Ellos estarán bien —dijo la brisa, dijo la sonrisa, dijo el brazo en tu cintura, dijo un susurro—. Y tú también, Richard. Todos estaréis bien. Muy bien. ¿Quieres honrarla para siempre? ¿A ella? ¿Eso es lo que quieres? Dime, Richard, ¿es eso lo que quieres?
El cielo se empapó y, tal como la lluvia empañaba el exterior al discurrir por los cristales del invernadero, así se empañó también mi mundo; se embadurnó con la imaginación hasta que ya no era capaz de distinguir qué era sueño, qué ensueño y qué realidad. Aquel momento se convirtió en un borrón difuminado por un agua que no mojaba y que también parecía colaborar para ocultar el secreto que habíamos descubierto.
Recuerdo que me sorprendió el frío en los labios de Carmilla. Recuerdo que hubo un inicio de extrañeza en mi mente y que la aplaqué pensando en lo poco abrigada que iba. Recuerdo que entonces sentí ganas de darle mi calor, de calentar sus labios con los míos y compartirle mi aliento hasta que dejase de estar tan fría. Quería darle mi vida, entregarle en una bandeja toda mi oscuridad, todas mis fantasías inconfesables, todo mi calor, para que ella lo tomase como le pareciese mejor.
Y su sabor, que era el sabor de mi propia sangre, estimuló todas las sombras que se escondían bajo mi piel. La respiración se me entrecortó en un jadeo trémulo cuando sentí su pierna entre las mías, saliendo al encuentro de esa oscuridad pegajosa que amenazaba con inundarlo todo. Como un latigazo, el placer se extendió, cosquilleante y prohibido por mi vientre y mis muslos, me tensó los pulmones y me ahogó la garganta con dedos invisibles.
Una sensación morbosa y culpable me llegaba desde lejos, desde muy lejos, desde la mirada juzgadora de un cuadro sobre una chimenea. Pero ahora no podía verme. Nadie podía. Las mariposas nos ocultaban con su vuelo, la lluvia empañaba los cristales. Y aquel instante irreal, salido de mi fantasía, era solo nuestro. Mío y de Carmilla.
Sentí el frío de su boca en mi muñeca. Sentí el escozor de su lengua en las heridas que me había hecho con las uñas. Y sentí una nota de alarma acelerándome el pulso hasta que se convirtió en el galope desbocado de los caballos en los que partiríamos ¡sobre la sangre! Sí, sí que la sentí, la alarma, pero fue apenas un instante muy breve que se esfumó en cuanto el muslo de Carmilla volvió a apretar mi oscuridad.
Envuelta en la confusión y en una pasión arrebatada, no acertaba a discernir si aquello estaba realmente mal. Una parte dentro de mí sentía que sí, que aquello era algo prohibido, una línea que no debía cruzar. Pero esa parte era diminuta y se diluía con el agua que emborronaba el mundo entero. Mis manos se apretaron un poco en la cintura de Carmilla, porque no me atrevía a apretarme contra su muslo como realmente deseaba, y mis labios se dirigieron con una docilidad encendida a mi muñeca, para buscar los suyos y compartir esas gotitas de sangre que me había arrancado y sobre las que cabalgaríamos en los corceles de mi pulso.
La sangre de tu herida era apenas una manchita roja en tu piel, una presencia rojiza, quizás un par de pequeñas gotas carmesíes. Pero el dramatismo que le faltaba a esa herida lo ponía la lluvia sobre vosotras, que cubría el vidrio del invernadero con una capa de translúcida y húmeda invisibilidad. Y lo ponía también la humedad de vuestros propios labios, que se unió allí donde tu herida palpitaba con escozor. El dramatismo que le faltaba a esa herida estaba en el modo en que vuestras bocas se unieron sobre ella.
Carmilla sintió tus manos apretándose contra su cintura o, al menos, inmediatamente después —como si hubiera sido una respuesta a lo que tus manos pedían, a lo que tu cuerpo pedía sin atreverse a realizarlo— frotó un poco su muslo contra ti. Al hacerlo, notaste que el vestido que llevaba se levantó atrevido hasta dejar la piel de su muslo directamente contra tu pantalón.
Una de las decenas —¿quizás cientos?— de mariposas que volaban a vuestro alrededor se detuvo justo en tus dedos; justo allí, frente a vuestros ojos, frente a vuestros labios, que bebían besos y sangre al mismo tiempo. Era una mariposa con un intenso color rojo y te pareció que en ese momento, a pesar de la oscuridad que había nublado el ambiente, aquellas alas sobre tus dedos brillaban como si el sol les hubiera impactado directamente con sus rayos; pero era un sol oscuro, un sol negro, un sol aparecido de más allá de un horizonte en el cual el día se baña de noche y proyecta rayos que, en lugar de venir desde fuera, surgen de adentro, donde crecen los secretos. Eso era: una luz secreta que brillaba solo para tus ojos, para vuestros ojos, entregados a un ritual impúdico de sangre.
Y, entonces, ya no sabrías decir si fueron dos, tres, diez, veinte o cien mariposas, pero se enredaron alrededor de vosotras en su aleteo desbocado. Notaste sus alas rozando repetidamente la piel de tu rostro, enredándose en tu pelo recogido, sobrevolando incluso el cada vez más reducido espacio que quedaba entre vuestros cuerpos.
—Vuela —dijo Carmilla en un susurro, a medias contra tus labios y a medias contra tu herida—. Vuela, polillita, vuela. Vuela.
Y sus labios empezaron a recorrer tu rostro, bajando desde tu boca hasta tu mejilla, desde tu mejilla hasta tu mandíbula y luego, desde tu mandíbula los sentiste en el cuello, precisamente en el mismo sitio en el que te había mordido cuando estabais en la biblioteca. Y una vez allí, notaste que la nariz de Carmilla se aplastaba suavemente contra tu cuello y tomaba una larga y sonora inspiración mientras de su garganta salía un gemido y un quejido, largo, prolongado, que no parecía surgir únicamente de su garganta, sino de las profundidades de su pecho. Y entonces te diste cuenta: esas profundidades eran las que irradiaban esa luz de sol de noche. Ella era el sol negro que proyectaba esa luz, ella era la luz secreta y oscura que iluminaba vuestro impúdico ritual de sangre.
Esa brisa... esos labios... ese "ssshhh"... esa pregunta. Que si quería honrarla, honrarla para siempre. Todo parecía estar oscureciéndose por momentos a través de ese calor y de ese frío que sentía.
Que si quería honrarla, que si eso era lo que quería. Maldita sea, me costaba enormemente pensar en ese momento, un momento del todo... extraño. Sentía como si el mundo a mi alrededor fuera una pantomima y mis ojos los primeros y mayores dramaturgos... hasta que la vi. No tengo ni idea de dónde salió pero la vi, revoloteando frente a la ventana... y entre las hojas rojas que se mecían con el viento. Delante de los rostros que caían sin expresión y de gotas de lluvia al mismo tiempo como si formara parte de un todo que no era nada y que, al mismo tiempo, lo era todo.
Un todo al que me aferré.
—No quiero honrarla. Quiero...
Traté de agarrar con mis manos el tronco de ese árbol que era capaz de ver.
—¡Quiero...!
Traté de aferrarme al calor que sentía, a la mariposa que se encontraba frente a esa ventana, en medio de ese campo de nieve, yermo, pintado de rojo. Sus alas eran blancas con círculos rojizos y morados. Blancas como el vestido, rojizos como su cabellos, morado como el color de su porte...
¿Qué quería? Dos opciones, las dos bien diferentes aunque el fin fuera el mismo. Dos opciones... de las cuales tenía que elegir... y lo hice.
—¡QUIERO VENGARLA! —grité al infinito, empujándolo, tratando de apartarlo de mí.
Escuché el eco de mi voz. De seguro que llegó hasta el más recóndito lugar de ese infinito, acariciando cada hoja roja, cada rostro inerte, cada brillante y atronador pestañeo. Me estaba perdiendo en esa oscuridad, en ese silencio, en esa ausencia...
Y en ninguna parte de aquel infinito la encontraría a ella. Lo sabía, de alguna manera.
Observaba la tela pesada en mis manos, separándome del mundo, como una barrera de kevlar. Las vetas y las aguas formadas en el terciopelo escondían palabras oscuras de un presente alterado. Palpitante, como la habitación a mi alrededor, había una pulsión indefinida en el tacto entre mi piel y la superficie engañosa de las cortinas.
Hay que querer escuchar.
La extraña conexión establecida con un aspecto casi inanimado de mi jaula convertía en semihumano a mi cárcel y en ajeno e inerte a mi carcelero. ¿Deseaban transmitir un juicio de valor a través de las líneas del tejido? La activación de las células tocadas sobre mi piel, me hacía pensar que esa luz, disfrazada de oscuridad, había depositado sobre mi superficie unos catalizadores de la misma esencia que al roce con su misma materia, se activaban como un neón luminiscente lo haría al pulsar la tecla correcta.
Hay que poder escuchar.
¿Deseaba abrir ese muro y enfrentarme a la turbia realidad de la mariposa friendose al helor de un cristal distante, expulsada de un mundo que la rechazaba?
Hay que saber escuchar.
Aislado en este lugar buscaba el idioma ignoto en que los susurros querían comunicarse.
La mariposa que aleteaba en la ventana parecía hacerlo casi a cámara lenta, surgida del furor del viento, pero ella misma silente y mullida con la suavidad de una almohada de plumas, pero también con la furia del rojo sobre blanco que perlaba sus alas. Un blanco roto con un rojo oscuro, un rojo que prometía profundidades abismales. Ahora abiertas.
Tu grito resonó en esa enfermería con la misma fuerza de la lluvia que caía fuera, pesada, rojiza, oscura, abismal, abierta a un universo que no estaba allí, pero que siempre había estado allí. Y el infinito, quizás por un momento, retrocedió.
Fue como si tu grito lo hubiera expulsado igual que el dios Eolo hubiera expulsado las nubes con un soplido descomunal. Pero, cuando el infinito retrocedió, viste que allí no había luz, sino que las nubes barridas por el infinito dejaron a la vista la oscuridad más profunda, donde solo quedaba una cosa: la mano de Ines, sus ojos y su voz.
—Vengarla —susurró esa voz que sonaba en la oscuridad; parecía una pregunta, pero también una señal de admiración—. Vengarla. Por qué. Qué le hicieron. Cuéntamelo todo.
Y percibiste que esa petición estaba llena de deseo, del profundo deseo de alimentarse del dolor, de alimentarse de la oscuridad que quedaba cuando incluso el infinito había retrocedido, cuando incluso el frío yermo de hojas rojas era nada más que oscuridad.
—Todo…
Bum-bum, palpitaban las cortinas y palpitaba la habitación a tu alrededor. Bum-bum, como un corazón vivo, un corazón que estuviera transmitiendo toda su savia vital a cada rincón del organismo. Bum-bum. Latido y palabra. Bum-bum. Notabas las palpitaciones de las heridas en tu piel, recordando lo que estas habían provocado en la enfermería; ahora también palpitaba algo allí, algo que se conectaba con toda la casa, con la tormenta más allá del cristal.
Sí, había algo, algo al otro lado del cristal. Esperándote. Al otro lado del cristal, que no era solo la ventana, sino también tus heridas, como si estas fueran un cristal, una ventana que te abrieran un canal a través del cual podrías llegar a otro lado, comunicarte con ese lado, escuchar lo que otros no podían llegar a escuchar. ¿Qué era eso, sin embargo? ¿Qué? Bum-bum.
Y así parecía también palpitar el aleteo de la mariposa que te ocultaba la cortina. Bum-bum con cada movimiento de sus alas, invitándote a palpitar con ella. Bum-bum con cada movimiento de sus alas, transmitiéndote un susurro de vida que procedía de tus heridas de muerte. Bum-bum. Bum-bum. Bum-bum.
—Lycius —susurraban las cortinas, no con palabras del oído, sino con palabras que palpitaban en tus heridas. Bum-bum—. Lycius.
... y ante la oscuridad que se abrió ante mí, miré. Esos ojos, esa mano, esa voz. Todo el universo que hubo, había y podría haber habido se desvaneció ante mí como si las gotas se hubieran vuelto tinta y pintaran mis ojos o lo que ellos eran capaces de ver. Esa pequeña marcha atrás del infinito que estaba y no estaba ahí, ese retroceso, esa voz.
Esa voz. Esos ojos. Esa mano. Esos dedos buscándome, preguntándome, curiosos, deseosos. Esa oscuridad que trataba de envolverme. Esas palabras. Ese deseo.
El dolor. El dolor que tenía dentro de mí, sentía cómo se alejaba, como salía de mi interior sin verlo, como si esa oscuridad, esos ojos, esa mano, esa voz trataran de reclamarlo para sí.
No quedaba nada ante mí, sólo esos ojos. Esa mirada. Esa profunda oscuridad, ese infinito en el cual me encontraba perdido, encontrado, inexistente, todo a la vez.
Mi voz. ¿Dónde estaba mi voz? ¿Dónde estaba yo? No lo sabía, no lo entendía o, quizá, no quería saberlo, no quería entenderlo. Intenté ver sin ver porque allí donde miraba sólo estaba ella.
Ella. Ella era oscuridad. Ella era infinito. Ella lo era todo y nada...
—Dímelo... tú —gruñí, entre dientes.
... pero no era suficiente.
No era ella.
Yo sabía lo que se encontraba al otro lado del cristal. Por mucho que latiese en mi interior. Si era cierto que todo hablaba, le escucharía, pero el lenguaje de los rayos que había en el otro lado de la pared era una palabras que no podía permitirme.
¿Me estaría volviendo loco?
— Te oigo — dije finalmente.
¿Era a la cortina o al cristal? ¿A la casa o la mariposa?
Se me escapó un gemido cuando la pierna de Carmilla respondió a la petición silenciosa de mis manos. Un gemido que vibró en mi garganta con la culpabilidad de un deseo prohibido, de un deseo secreto que se refugiaba tras el agua discurriendo por los cristales como el torrente que cabalgaba en mis venas, y tras el vuelo de las mariposas, tan agitado como empezaba a estarlo mi respiración.
Cuando noté el movimiento de su vestido, me subió el calor a las mejillas y mis dedos se apretaron un poco más en su cintura. Reuní el valor para tirar un poco y acercarme más a ella, para buscar un poco más sus labios con los míos, y me dejé llevar por ese remolino que tenía su centro en mi muñeca, en nuestras bocas, en las pequeñísimas manchitas de sangre que asomaban en mi piel. Y el aleteo rojo que brillaba solo para nosotras, me estremeció por dentro y por fuera con un anhelo exigente y tímido al mismo tiempo.
«Vuela», susurró Carmilla. Y deseé hacerlo, deseé volar como ella me pedía, aletear en ese ritmo vertiginoso que llenaba el invernadero. Deseé volar por encima del schloss, pero abrazada a ella, una polilla enredada entre las alas de la más hermosa de las mariposas.
Un jadeo se ahogó en mi pecho cuando noté sus labios recorriendo mi rostro, deteniéndose en mi cuello, en ese punto que latía pulsátil al mismo ritmo que mi muñeca, al mismo ritmo que latía ya toda mi sangre, todo mi deseo, toda la oscuridad arremolinada entre mis piernas. Yo entera latía bajo los labios de mi sol negro, de esa luz que me arrastraba hacia una perdición que intuía y temía, pero que también abrazaba con un gozo secreto y prohibido.
—Vuela conmigo —le pedí en un susurro suplicante—. Por favor. Enséñame a volar.