Una reunión en aquel bar, tenia que ser una trampa, sin embargo no podía hacer otra cosa distinta de acudir a ella. Al menos recordaba que ese bar tenia una puerta trasera por la que se podría salir si la cosa se ponía fea, quizá fuera una de las razones por las que mi desconocido interlocutor lo había elegido
Dejé el coche a un par de manzanas de distancia del bar, si fuera necesario escapar sería más fácil hacerlo perdiéndose en la multitud que en el, y obedeciendo a un impulso repentino cogí del maletero una gruesa llave inglesa que llevaba allí desde que compre el coche, quizá no seria el mecánico más hábil del mundo pero seria un buen arma si fuera necesario
Una nube de humo de tabaco y alguna cosa más que alguno de los habituales solían añadir a sus cigarrillos me recibieron en cuanto crucé la puerta del bar. Estaba bastante lleno, mucha gente repartida por sus mesas que tras echar una mirada de reojo decidieron que no tenia nada que ver con sus negocios y volvieron a sus conversaciones y, en más de un caso, sus negociaciones. Conseguí sentarme en una pequeña mesa en un rincón no demasiado iluminado del local desde el que se podía vigilar la entrada y me dispuse a esperar, acompañado de una botella de bourbon y la compañía de todas mis preguntas
Una media hora mas tarde alguien se sentó en mi mesa. abrigo largo, sombrero, me era imposible distinguir de quien se trataba
-Ha venido, no sabia si tendría los suficientes redaños para hacerlo
Su voz sonaba distinta en persona, era la voz de alguien acostumbrado a dar ordenes y que se hiciera caso a lo dispuesto
-Acabemos con esto rápidamente, sabrá lo que necesita, ni más ni menos. El precio, no volver a preguntar nada de este asunto, se lo digo en serio, lo próximo que recibirá de nosotros será veinte gramos de plomo si volvemos a saber que existe
Sin dejarme responder se levantó y salió del bar, dejando en la mesa un sobre de cartulina marrón con un circulo plateado como membrete.
Cuando la puerta del bar se cerró, y pasaron unos minutos en los que sus manos temblorosas sólo fueron capaces de manosear el sobre, finalmente éste se abrió y un pequeño papel manuscrito resbaló de su interior.
El joven viejo cogió con cuidado el papel y miró las letras, pero por unos momentos no fue capaz de ordenarlas para mostrar algún mensaje con sentido. Cuando su vista por fin se aclaró, vio en el papel una dirección. Solo eso.
Sus viejas pero tersas manos dejaron caer el papel que resbaló al suelo y quedó abandonado bajo la silla, y el joven viejo se levantó de su silla y se dirigió a la puerta, saliendo del bar.
El trayecto hasta la vivienda indicada en el papel fue una tortura. Cada paso era un mundo y cada inspiración quemaba en sus gastados pulmones. Las piernas, después de siglos de aguantar su cuerpo, parecían cansadas de funcionar.
Necesitaba su pócima. No podía morir ahora.
Cuando 250 años atrás, su amigo y doctor Howard descubrió la pócima de la inmortalidad, fue un gran momento para los dos. El entonces joven y rico millonario, no lo pensó dos veces. Bebió la pócima. Pero el doctor se había equivocado. La pócima no daba la inmortalidad, solo la longevidad. Cuando treinta años más tarde, el rico millonario se comenzó a sentir débil, acudió de nuevo a su amigo. El doctor, ya viejo y cansado, hizo de nuevo la pócima y el caballero se sintió de nuevo joven y lleno de vida.
Cuando el doctor murió, el ya joven viejo comenzó a sentir pánico. ¿Cómo viviría para siempre, si nadie sabía hacer la pócima? Pero resultó que el doctor tuvo un hijo, un hijo que encontró la fórmula de su padre. Entonces el hombre eterno decidió pagar una gran cantidad de dinero al chico para que éste no desvelase el secreto y le hiciese la fórmula cada vez que le hiciese falta.
Quizá alguno piense que debería haber aprendido él la fórmula. Pero alguien que lo tiene todo, prefiere que otros hagan su faena, y ese fue su error. Ahora, mientras sus viejas piernas le arrastran por la calle, piensa en lo equivocado que estuvo.
La fórmula pasó de hijo en hijo y el joven viejo siempre estuvo allí con el dinero suficiente.
Pero hace cuarenta años el último descendiente de Howard había desaparecido. Todo su dinero, todos sus conocimientos no fueron suficientes ni para encontrar al doctor ni para recrear la fórmula. Ahora, arruinado y sin fuerzas, por fin sabía algo. Sabía que el joven doctor, aún a pesar de sus promesas, también había tomado la fórmula. ¿Cómo podía haber hecho eso? ¡El era el único, debía ser el único!
Por fin llegó a la dirección. Ante él, se alzaba una gran mansión, una lujosa mansión en la zona más cara de la ciudad. Casi sin fuerzas golpeó la puerta con sus manos ya no tersas, sino ajadas y raídas. Los minutos pasaban a la velocidad de años y sus piernas no aguantaron más, haciendo que cayese de rodillas.
La puerta se abrió y un joven apuesto se alzó ante él. El viejo, tembloroso, apenas pudo sacar un débil hilo de voz.
- La for... la formula... necesito...
- ¿Qué quieres, viejo?. No puedo perder el tiempo con un viejo decrépito. Márchate.
contestó el joven doctor.
- Soy... soy yo... formula...
De golpe los ojos del doctor se abrieron como platos, reconociéndole. Y al verle se dio cuenta de su error. Se dio cuenta que estaría condenado para siempre a depender de la fórmula. Y era algo que no podría soportar.
- No, amigo mío. Nos equivocamos. No debimos hacerlo. Pero nadie más sufrirá así.
dijo mientras sacaba una pistola de su cinto.
- La fórmula debe desaparecer.
Saladas lágrimas cayeron de los ojos del joven viejo mientras el cuerpo del joven doctor caía frente a él.
Pocos segundos después, sus cuerpos ya no era más que ceniza.
THE END