Partida Rol por web

 Jonova se mantuvo casi tan distante durante el camino de regreso como había estado en el de ida. Por algún motivo no parecía que quisiera mezclarse mucho con el resto. Incluso cuando parecía que se hubiera recuperado bien de la herida que se había instalado como una fea cicatriz en su muslo izquierdo.

 Normalmente se mantenía distante, junto a Jarael, con quien examinaban el horizonte por donde pasaban.

 Cuando el grupo llegó a la altura del viaje que coincidiría con la fallida emboscada de los gnolls, la joven se separa cerca de un día buscando rastros o indicios de posible actividad gnoll en la zona, tras no encontrar rastros la joven regresa junto al grupo para realizar la última parte del camino.

 Tras quedar libre de su compromiso para con el emir, quien la contratara para buscar a Omar, la joven se despidió con unas pocas palabras y unos gestos de asentimiento hacia los que habían sido sus compañeros durante las últimas semanas y regresó a su hogar, regresó a su ocupación. Al desierto y a las gentes que sobreviven en este.

 Durante varios meses e incluso años, el emir la mando llamar para que sirviera de guía o exploradora en distintos puntos del desierto, tras los cuales ella reemprendía sus quéhaceres. Hasta que un día pasó.

 Los malditos gnolls se hicieron fuertes y, envalentonados, empezaron una serie de incursiones seguidas y especialmente atrevidas a comunidades humanas distantes y Jono decidió que su quéhacer había cambiado, era hora de continuar lo que en su día empezó...

Raffius escaló con suma facilidad la semiderruida muralla del distrito pobre de la ciudad de Katapesh, sin esfuerzo y sin premura. Le gustaba ese sitio. No había lugar en toda Katapesh, al menos que el conociera, en que se pudieran contemplar unas puestas de sol tan espectaculares. El sol besaba literalmente el horizonte arenoso (que, como había aprendido, no cambiaba por mucho que andases hacia él) y posteriormente era absorbido por este, en una muda explosión de tonos rojizos, ocres y azulados.

Una historia decía que cada día, el sol moría desangrado en las arenas del desierto y volvía a resurgir, cada mañana, con fuerza nueva, porque era inmortal. Y cada noche, la luna, su amante imposible, le lloraba innumerables lágrimas plateadas que cristalizaban en diminutas estrellas.

Era una historia estúpida: no tenía dragones. Pero era buena como ninguna para camelarse a las muchachas

Raffius se sentó con las piernas colgando en el vacío y permaneció un buen rato en silencio, mirando al horizonte, que le devolvía la mirada iluminando tenuemente su piel cobriza. Y por primera vez en su vida, suspiró. Había sido un viaje extraño y frustrante. Habían encontrado a Omar, sí, pero había resultado ser un fraude. Y un hombre inocente, o al menos inocente a su modo, había muerto. El mundo no parecía un lugar tan maravilloso a veces.

Pero lo peor era que iba a echar mucho de menos a los que, a todas luces, eran sus amigos*. A Raffius le dolía profundamente lo mucho que todos le iban a echar de menos. Había demostrado ser una herramienta imprescindible para todos ellos y era sin duda el motivo del éxito de su empresa. Sin él, se habrían cortado el cuello desde la primera noche. ¿Qué sería de esos pobres adultos excéntricos sin su mesura? Cuando pensaba esto, se refería principalmente a Jaali. Ese cascarrabias no iba a durar mucho sin su ayuda, cualquiera se ofendería y no estaría el pequeño Raffius ahí para explicarle al furioso interlocutor que Jaali era así, un amargado -más tarde descubriría que se trataba probablemente de falta de sexo- y que no tenía remedio alguno.

Al parecer, una bolsa repleta de monedas de oro tenía que servirle de consuelo, pero el oro nunca había significado nada para Raffius: no se podía comer, no se podía cambiar por un dragón, y no hacía ningún efecto divertido aparte de volver a la gente idiota, tanto o más que un bebé que dice su primera palabra... Definitivamente, lo regalaría a sus convecinos, ellos siempre parecían saber como utilizarlo y nunca tenían suficiente...

A no ser... -una idea atravesó la inquieta y desordenada mente de Raffius- que pudiera usarlo para un regalo. Sí. Claro que podría. Y tal vez lograra algo que no sucede ni en las más fantasiosas historias del viejo Ahmed, ni siquiera en aquellas en que salen caballos a rayas blancas y negras, o más aún, enormes estructuras que flotan por los aires. No. Él, Raffius Al'alid iba a conseguir algo que nadie en este mundo había conseguido antes que él.

Hacer sonreír a un enano.