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La historia del viejo ermitaño

El anciano que vagaba por los desiertos de más allá del río Skai

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30/07/2018, 10:44
Narrador

El anciano camina y camina. Desde hace ya muchos años no hace otra cosa que poner un pie delante del otro y avanzar con pesar hacia ninguna parte. Su silueta, esquelética pero amenazante, se recorta contra el sol mientras supera la cresta de un montículo de arena. Gira levemente su cabeza solo para contemplar una infinitud de dunas de distintos tamaños y formas que ha dejado atrás, horadadas todas ellas con sus insignificantes huellas de las que pronto no quedará rastro alguno. Este paisaje es el mismo que vio ayer,  y el mismo que verá hasta que llegue su fin, porque en las tierras más allá del río Skai, donde vaga el viejo ermitaño, solo existe desierto. Un horizonte de fina arena cubre toda la superficie que alcanza la vista, sin ofrecer resquicio a ser vivo alguno, más allá de algunos herbajos raquíticos y deformes y algunos pequeños artrópodos que prefieren no dejarse ver.

Hace ya tantos años que el sacerdote vaga por el desierto, que no sabría precisar cuántos. No dedica atención alguna al cálculo del tiempo ni de las estaciones. Además, el tiempo parece no transcurrir en los desiertos de más allá del río Skai. Si algún día los dioses hubiesen provocado la lluvia en estas tierras, este hecho habría dividido la memoria del viejo en dos fragmentos de tiempo iguales.

El viento comienza a soplar de forma ligera, pero es suficiente para levantar una desagradable nube de arena hacia su rostro. Arroja un esputo, y se cubre la cara con un trozo de tela negra y raída que le sirve de túnica.

Cuando el viento cesa, se retira la capucha y levanta la mirada. Su prematuramente envejecido rostro es un mar de arrugas yuxtapuestas bajo una melena rala, entreverada y totalmente canosa. Sus ojos, dos esferas negras, tristes y sin brillo  enrojecidas por el efecto constante de un sol inclemente.

Allí al fondo, tras las últimas dunas que alcanza a avistar, parece haber algo. Una palmera o dos quizás, y una mancha negra informe que bien podría ser una laguna en la que hacer un alto.  Sus ojos ya no son los mismos de antes, incapaces ahora de discernir los objetos lejanos.

En la medida en la que se acerca al oasis, comprueba que la oscura mancha que identificó en un principio no era otra cosa que un viajero junto a su camello. Un mercader, no cabe duda, por la carga que porta en el animal. Este agita su mano en señal amistosa cuando el viejo pasa a su lado.

Pero el ermitaño no le presta ninguna atención, y se dirige  a la pequeña charca que se encuentra a los pies de la solitaria palmera del oasis para rellenar su bota de agua. El camello está bebiendo de la misma fuente, pero el sacerdote parece no reparar en ello. Sumerge su bota de cuero en el agua turquesa y pronto comienza a llenarse.

¿Quién eres? ¿Qué te trae por aquí? – pregunta el viajero, intrigado. Silencio por respuesta.

¿Eres mudo?… - aguarda unos instantes más como esperando una respuesta, en vano.  Nunca había visto a alguien como tú por aquí. ¿Desde dónde vienes? ¿Desde Kadath?... Silencio. ¿Has caminado solo desde allí?  El mercader parece finalmente renunciar a obtener una respuesta. Saca una manta y una esterilla de las alforjas y las extiende bajo la sombra de la palmera.  Creo que los dos vamos a hacer noche aquí. Al menos, parece que me dejarás dormir.

 

La noche comienza caer sobre el oasis, y las sombras se extienden sobre los dos solitarios viajeros. A una altura incalculable, cientos de estrellas titilantes cubren la bóveda celeste. El enigmático sacerdote las contempla fijamente. Una de ellas parece refulgir con especial fuerza, y emite pequeños destellos intermitentes.

El mercader, intrigado por el aparente estupor del viejo, se tumba boca arriba mirando al mismo punto que este, con la cabeza repleta de interrogantes.

¿Quieres saber cuál es mi historia? – pregunta el sacerdote de forma repentina e inesperada, con una voz rasgada y grave, sin dejar de mirar al cielo.

El mercader le mira, sonríe, y asiente.