Partida Rol por web

La Autopista, a 38,3 kilómetros de la Frontera del Estado. 14:22 horas.

Espoleado por la decisión de Aki, esta vez fue Henry el que tomó la cabeza hablando a veces con los supervivientes y a veces consigo mismo. El público empezó a vitorear otra vez, animándose porque parecía que estaban a punto de ver el final de La Larga Marcha y en riguroso directo. El resto volvió otra vez a acusar el cambio de ritmo. Primero fue el 22 el que recibió el pasaporte, seguido a los cinco minutos del dorsal 99. La gente enloqueció de alegría al ver cómo los ejecutaban delante de sus narices. Los gritos de "Aki, Aki" se escuchaban con los de "Vamos, Henry, tú puedes". Sólo restaban 5 marchadores...

Cada vez que escuchaba un disparo Henry sentía la muerte un poco más cerca y apretaba el paso un poco más. Las pocas fuerzas que le restaban se vieron muy mermadas por esta práctica que, en lo que parecían los últimos estadios de la larga marcha, era muy poco aconsejable.

Dos veces habían sonado las armas de los soldados y en esas dos ocasiones el corazón le había brincado en el pecho como si quisiera adelantarse a él en la mortal carrera. Al cansancio psíquico que sufría, cuyas secuelas le acompañarían mientras viviese, lo cual no tenía porque ser mucho, había que añadirle un cansancio físico que solo podía describirse con el epíteto de épico.

Sin fuerzas para hablar, ni para pensar, sudando copiosamente, Henry bebió de la cantimplora notando que tenía dificultades para tragar; hasta el más mínimo movimiento era ya, a estas alturas, una proeza heroica.

Akinlabi en lugar de caer en su propia trampa se limita a mantener el ritmo establecido, dejando a los demás que se alejen sin presentar batalla, bastante tiene el con seguir marchando a estas alturas... sabe que no durará mucho más, en cualquier momento le dejarán de responder las piernas y caerá al suelo sin remedio.

La Autopista, a 30,3 kilómetros de la Frontera del Estado. 15:24 horas.

Los participantes estaban cada vez más cerca de la frontera del estado y también cada vez más cerca del final. El dorsal número 25 fue el siguiente en morder el polvo para jolgorio general. A las televisiones se les hacía la boca agua pensando en una hipotética "llegada a meta" justo en la línea de la frontera de Maine por parte del ganador. Henry andaba junto a Baker y Wayne junto a Aki. Ya sólo quedaban cuatro.

-No vais a poder con nosotros -jadeaba Wayne-. Voy a ganar yo... ya veréis.

-¿Ganar? -respondió Baker-. Eres un idiota ¿Sabes qué se lleva el ganador? Que lo arrastren tras un granero y le vuelen la tapa de los sesos también ¿Es que has visto a algún ganador de La Larga Marcha por televisión en las últimas veinte ediciones? No, maldito imbécil. El que gane también se llevará un tiro...

-Tal vez todos acaben locos -respondió Wayne-. Como Henry que lleva más de 100 kilómetros hablando solo. O este negro que apenas abre la boca y me da miedo. Quien sabe lo que piden los que ganan. A lo mejor piden que los lleven a una isla desierta. O una botella de agua. O suministro infinito de cerveza...

Akinlabi escucha con horror las últimas palabras de Wayne.

- ¿El último también muere?

No puede ser... pero entonces ¿Por qué estáis aquí? ¿Qué sentido tiene esto?
¿Os habéis vuelto todos locos o qué? ¡Esto es absurdo!

Empieza a respirar cada vez con mayor frecuencia, hiperventilando claramente mientras su derrotada mente bordea el histerismo, y aprieta el paso en una especie de esfuerzo final en su camino hacia ninguna parte. Cuando lleva unos 50 metros de ventaja sobre sus tres compañeros saca la cantimplora para refrescarse, con tan mala suerte que a punto está de caérsele. Para tratar de evitarlo hace un brusco gesto con el brazo izquierdo, que en su lamentable situación provoca su desequilibrio y nueva caída al suelo, lo que le lleva rodando hasta el embarrado arcén.

Sentado desde el suelo, ve a un soldado aproximarse a el mientras desenfunda una elegante Astra Constable del 9 corto, que parece recién pavonada. Deja de mirarle y, sonriendo como para si mismo, aprovecha sus últimos segundos de vida para apoyar su dolorida espalda contra un venerable roble en la vereda del camino, desenroscar el tapón de su cantimplora... y beber el más largo y sabroso trago de agua fresca que jamás haya bebido hombre alguno.

Henry detuvo el ritmo necesariamente, pues el cansancio acumulado de toda la odisea parecía estar cayéndole encima. Cada paso era más difícil que el anterior, prácticamente no podía ni hablar, sin embargo quiso dar respuesta a Wayne -: No hablo solo. Lo hago con ella.

Con dificultad señaló a su mujer muerta que, también con aspecto cansado, arrastraba los pies mucho menos animada que de costumbre, varios pasos detrás de Aki que, de pronto, comenzó a moverse a toda velocidad adelantándoles con una energía endiablada que a todos, incluso al ido de Arizona, les dejó boquiabiertos.

Parece absurdo Aki, pero en realidad tiene mucho sentido.

Hubiese querido decirle Henry, pero no le quedaban ni ánimos, ni fuerzas. Cuando llegó a su altura de nuevo lo único que quedaba de él era un bulto en una bolsa negra echada en la cuneta.

Ni siquiera yendo más rápido se escapa de la parca. Ya no sé que hacer.

Siguió caminando tenso como un gato rodeado de mastines, tenía ganas de llorar, una pena inmensa por sí mismo, pero sabía que si comenzaba a hacerlo ya no podría parar.

La Autopista, a 22,2 kilómetros de la Frontera del Estado. 16:33 horas.

La pesadilla había terminado. Henry Bachman, dorsal número 3, era el vencedor de La Larga Marcha de aquel año. Después de la muerte de Aki, sus otros dos compañeros apenas duraron mucho más. Se dieron por vencidos al ver que aquel muchacho de mirada febril que hablaba con su mujer muerta, podía seguir caminando hasta Nevada si se lo propusiera. Sin ningún aviso recibido, Henry había sobrevivido por encima de los otros 99 participantes. El público enloqueció de alegría cuando el último marchador se vino abajo, coronando como campeón a Henry.

Un poco más allá, en la carretera, un bloqueo militar marcaba el final. Rodeado de soldados armados, el propio Comandante esperaba con una sonrisa de oreja a oreja a que llegara el joven. El público aplaudía y lanzaba confetti al paso de Henry. El comandante le salió al paso y detuvo al joven agarrándole del hombro amistosamente.

-¡Y aquí está nuestro vencedor de este año! ¡El dorsal número 3 Henry Bachman que va a entrar en la historia de La Larga Marcha! ¡Eres el ganador! ¡Enhorabuena! ¡Y ahora el momento que todos esperaban! ¡El premio al vencedor! ¿¡Qué será, hijo!?

Poder detenerse, sin mayor castigo que sufrir un  terrible dolor en las piernas, fue el mayor regalo que le podía haber hecho el universo. Al principio le sorprendió que le declararan ganador, después de todo aún quedaba su esposa en pie, luego recordó que ella ya estaba muerta y de nuevo a punto estuvo de romper a llorar. Habría sido bueno para él hacerlo, pero aún así no se lo permitió, a su insano estado le parecía que aún quedaba algo por hacer.

Si hubiese quedado algún rastro de lucidez en el muchacho de Arizona, habría sido usado para admirarse de lo ponzoñoso y alienante que era el mundo en el que vivía. De todas las almas que se habían unido en aquella masacre, con toda suerte de motivaciones, deseos y esperanzas, solo había prevalecido aquella tan empujada por el miedo que hasta renunció a su cordura para seguir huyendo, el héroe al que todos aclamaban no era sino un auténtico cobarde que había iniciado su odisea con el pequeño impulso del ansia de venganza.

Sí, de haberle quedado algún rastro de salud mental, como decimos, habría recordado a los amigos caídos, a esos marchadores con los que había compartido las horas más duras de toda su vida, muchos de ellos con propósitos mucho más encomiables que el suyo, personas, al fin, mejores que él, que se habían ido demasiado pronto.

Pero no era el caso. Henry, con la mente totalmente desvencijada, miraba a punto de perder la consciencia al comandante mientras escuchaba su ensayada perorata anual. Bastaba ver su mirada, ahora fija, ahora ausente, ahora perdida, ahora concentrada en un punto en el espacio del todo aleatorio, para mirar cara a cara al abismo de la locura, una locura vengativa, taimada, que buscaba resarcirse, que planeaba encontrar una compensación para una balanza demasiado desequilibrada. En cuanto oyó la pregunta que todos habían deseado escuchar supo qué había de responder, hasta esbozó una sonrisa recordando el chiste que le contara a Abraham -: Ha sido una experiencia mágica, señor, que querría compartir con usted. Por eso, en la larga marcha del año que viene, señor comandante, quiero que participe, como un competidor más y deseo verlo sin que me falten palomitas de maíz, refrescos y pizza, en el televisor más grande que haya.

Tomó aire antes de terminar, echarse a llorar y luego desmayarse.

Y le juro que le animaré desde el principio, apostaré por usted señor comandante, le animaréeeee Sob... Sob... El mundo se rompe, el mundo está roto... Sob... uff.

Un turbio y negro olvido se cernió sobre él. Abrazó el calor de aquella oscuridad, conmovido.