Creyendo en que había un final diferente para ellos (o por lo menos ese era el deseo de Wilson), eligieron la piedad. Pensando que, quizá, el destino se retorcería para darles un mejor y merecido sendero a aquel poblado de personas que se había compadecido de un sacrificio. Como si los Dioses pudieran comprender y valorar tal cosa como la empatía humana. Como si ellos apreciaran las cosas que hacían los humanos. Pero era evidente que no: que para ellos, los humanos eran simples alimentos de los cuales nutrirse. Su destino no cambió. No hubo un mejor camino para ellos por ser buenos y morales. Así no acababa la historia de Sonnelitch. De hecho, la historia de Sonnenlitch no acabaría jamás. El sufrimiento eterno era el castigo por apiadarse de Adam. Por desobedecer a lo divino.
El alcalde, en sus últimos intentos de llevar a cabo su tarea y intentar mantener de forma fallida el orden y la estabilidad en el pueblo, poco a poco se fue desinteresando en su tarea. Después de todo, era inútil. No tenía poder, no tenía sentido. Poco a poco se desapego e la gente que quedaba en el pueblo. Le importó cada vez menos lo que le sucedía a sus pares. No había salvación para ellos ni para él. ¿De qué servía ser el gobernante de una tierra ingobernable?
La única persona de la que jamás se desaferró estaba en su propia mansión: la desvanecida y perdida Grethel Batterman. Su anciana madre, que estaba en la brecha entre los dos mundos antes de que todo comenzará, ahora se encontraba atrapada en aquel infierno eterno, sin capacidad de reconocer lo que sucedía e incapaz de manejarse por su cuenta. Quizá la peor tortura para el alcalde: la de ver que su madre se quedaría en aquel estado de debilidad mental durante el resto de los días. ¿Por qué un hombre horrible y despiadado como el padre adoptivo de Wilson lograba la paz celestial al morir, y ellos quedaban atrapados en aquel lugar?
Aunque Grethel no fuera una mujer libre de culpa (según la señora Legrand, que debía de andar por allí provocándole miedo a los demonios), no merecía ese final. Lo único que el alcalde pudo hacer por ella, antes de caer en la misma locura que colmaba a toda la gente tarde o temprano en Sonnelitch, fue cuidar de ella con suavidad y ternura. La misma suavidad y ternura con la que años atrás fue criado por aquella hermosa mujer. Abrazados los dos. Contra todos los demás. Siempre ellos dos contra el mundo. Incluso con la desvariada mente de Grethel, la mujer parecía comprender (aunque fuera por un momento) la tristeza y angustia de su hijo, devolviendo el abrazo con alidez.
El amor de madre e hijo: lo último que perderían los Batterman...