Si hubiera sabido que era la última vez que veía a Lestrade se hubiera despedido con algo más de efusividad. Quizás por eso decían lo de vivir cada momento como si fuera el último. Pero Tona estaba demasiado apresada por una agenda cuenta atrás para el fin del mundo como para tener ese modo de vida en cuenta.
Irene Adler. Otro vampiro más, encerrada en un ataud gigante en el que se había convertido su mansión. Hasta su charla sonaba muerta, apagada. Desesperada y desesperanzadora. Por reveladoras que fueran sus palabras y honestas fuesen sus intenciones, Tona no pudo evitar sentir un golpe en el estomago mezcla de asco y desagrado. Los gestos vivarachos de la mujer habían muerto: probablemente toda ella acabaría perdiéndose poco a poco.
Sherlock quería usarla como una herramienta más: eso no era nuevo. Pero la importancia que tenía en el plan del detective le sorprendió sobremanera. Aunque claro está ¿quién mejor para gobernar a un vagabundo que otro vagabundo? Alguien como Jo sería seguramente demasiado a lo que aspirar: la inteligente pero bondadosa Tona era harina de otro costal.
Lo que no sabía el detective es que detrás de la vagabunda había un aspecto cambiante que, poco a poco, se había forjado la personalidad ferrea e indomable de un heroe. Y lo más irónico es que había sido gracias, en gran medida, a sus gestos tiránicos y desmedidos.
- No me importa lo que piense mi familia. Respondió la vagabunda, en un tono de voz cortante pero sincero, mientras Irene desaparecía para ducharse. No le gustaba que hablasen de coaccionarla ni chantajearla. A ella. A una vagabunda. Que se guardasen sus juegos políticos para quién le interesasen. Tona estaba muy fuera de esa línea. O lo había estado, al menos hasta que Sherlock decidió meterla en su tablero, como había dicho Adler antes de marcharse a la ducha.
Pero vete pensando qué vas a hacer, Tona-
Si, era lo más inteligente. Con aire distraído por todas las ideas que corrían en su contra Tona se acercó hasta el escritorio, solo para ver como su concepción cambiaba con rapidez formando una decisión determinada, una mantenida por su voluntad indomable. Contempló con un horror creciente las notas del detective esparcidas por la mesa. ¿De qué hablaban? Palabras raras y análisis científicos se escapaban de la mente de Tona. Hablaba de lo que debían de ser varias criaturas sobrenaturales: lobos gigantes, gentes capaces de cambiar sus capacidades corporales y alzarlas a lo sobrehumano. Más vampiros. Los ojos frenéticos de la chica se perdieron en miles de palabras y letras que profetizaban cosas que 72 horas atrás hubiera creído imposibles. Cálculos extravagantes basándose solo en posibles reacciones de la gente. Otras veces le habría salido bien pero… ¿podría alguna vez Sherlock adelantarse a Moriarty?
Con ese pensamiento, Tona se apartó de la mesa, hacía un punto ciego de las cámaras en la pared. Tenía demasiadas preguntas para pensar con claridad, la abrumadora sinceridad de Irene rompiendo poco a poco la tenue y débil fe que la vagabunda mantenía en Sherlock.
Tenía que actuar. Tona tanteó en su ropa de contenedor rebuscando el cuchillo que Jo le había dado. Sonrió en un intento de calmarse al sentir el mango de madera de la pequeña navaja, recordando al vagabundo, sus expresiones y su seguridad. Tenía que ser Jo.
Sintió también el peso del mechero que había cogido en Clarence, al espantar y herir al vampiro que intentó controlarla. Fuego. Los vampiros odiaban el fuego. Era, a decir verdad, la única arma que Tona podía utilizar en su causa. Una simple navaja no valdría para lo que quería hacer….Lo que tenía que hacer.
Buscó con la mirada por la pared, siguiendo los bultos que marcaban por donde iban todos los conductos de gas de la habitación. ¿Los vampiros respiraban? La vagabunda clavó el cuchillo metálico en las tuberías del gas en un pequeño comodín suicida. Sherlock estaba loco, eso estaba claro. Tenía que frenar sus pasos, o pronto sería una caótica e indestructible bola de nieve.
Esta obsesionado.
Se estaba construyendo su palacio, su pequeño ejército de guardaespaldas. Sus conspiraciones e intrigas de corte, hilos de pensamiento inconexos de paranoica seguridad y ansias megalómanas estaban desdibujadas y repartidas en aquellos papeles. Todo noble anhela poder, todo rey necesita un trono. Y si todo seguía así el detective acabaría usando las ruinas de Londres como tal.
Y no va a detenerse ni por mi, ni por ti, y por Moriarty.
No le quedaba más remedio que acabar con el refugio del detective y luego darle caza. Por Londres.
Aunque no iba a hacer falta darle caza: el mismo se presentó en un huracán de soberbia y furia, gritando y agitando sus propios papeles por doquier. Tona se sobresaltó ante el furibundo cadáver andante, y la chispa del miedo estuvo a punto de prender en su cuerpo humano cargado de adrenalina, hasta que su frio cerebro llegó a una conclusión.
Esta era su oportunidad. Su única oportunidad. El último canto del cisne.
Mientras Sherlock e Irene discutían, como en una escena de la televisión muda que Tona no podía escuchar, las consecuencias de sus futuros actos pasaban por la cabeza de la vagabunda ocupando todo su ancho de visión. Frases perdidas y retazos de la anterior conversación se unían formando un tejido de caos y distopia suficiente para que Tona supiese que ya solo le quedaba perder.
Irene, soy el principio de lo que será una legión para devolverle al mundo la sociedad que se merece-
Una sociedad de cadáveres devorando humanos como animales en el matadero, de control mental de la población a través de cientos de elegidos ungidos en sangre y vínculos de obediencia. Una cara pública del vampirismo, si, pero ¿a que precio?
- Sherlock está convencido de que puede instaurar un régimen vampírico aquí, en Inglaterra-
¿Quién detendría a Moriarty? Pensó Tona por unas milésimas de segundo. Mycroft, quizás. Pero dejar a Sherlock suelto solo implicaba una cosa: devoraría al otro vampiro solo para alzarse como el nuevo rey de Londres y después, del mundo. Quería convertir a Mycroft, él único que mantenía en Tona la esperanza de que alguien pudiera frenar a los vampiros. Si el también era uno… ¿Qué podría llegar a ocurrir?
Un futuro oscuro e incierto, cuya única verdad es que no sería un buen lugar. No sería esa sociedad perfecta que el detective creía buscar. Un futuro que solo dependía de una decisión.
Puedes dirigir a los vagabundos para mi, o puedo matarte.
No iba a ser una marioneta. ¿Qué diferencia había entre esas mujeres sin mente de Moriarty y ser una esclava del detective? Si, seguramente mantendría su mente, tendría a gente bajo su control como un comandante de los antiguos ejércitos, pero… ¿de verdad seguiría siendo ella? Quizás pudiese usar su nuevo cargo y luego volverse contra el cadáver que la gobernaba aunque…no, no merecía la pena correr el riesgo.
Nunca había renunciado a su libertad. No iba a hacerlo ahora.
- Lo siento. Respondió sin mucho convencimiento, pues era perfectamente consciente de que nunca hubiera aceptado ese pacto. Su mano sacó el mechero del abrigo, antes de abrirlo en lo que pronto sería una bola de fuego. Pero no puedo aceptar tu oferta.
Un último chasquido. En el rostro de la vagabunda se dibujó una sonrisa cargada de orgullo y una lágrima que no hubiera sabido calificar. Tona amaba la vida pese a todos los golpes que le había dado, pero había cosas que debían ser hechas. Y esta era una de ellas. ¿Lloraría alguien su muerte? ¿Lestrade, quizás? Nah. Negó con la cabeza casi divertida por la idea. Había renegado a algo así hacía ya mucho tiempo, al abandonar su hogar por sus principios.
Ahora tocaba dejar su vida atrás por el mismo motivo. Y le resultaba difícil arrepentirse, incluso cuando era imposible saber que efecto mariposa causaría aquel último acto de la tragedia que había sido su vida. Adios, mundo cruel.Disfruta de esta ofrenda, de un suicidio heroico intentado hacer de ti un lugar mejor, uno que sea al menos lo suficientemente bueno.
De nada.