Había sido un puto fiasco. Loach había visto algo de miedo en el rostro de David mientras enviaba ese inocente mensaje. Allí, en la estación, esposado a un banco junto a Barn, se arrepentía de no haberle empalado la lengua a los huevos con su cuchillo. Sentía que, apenas lo soltaran, podía derribar a un par de agentes y correr por todo el lugar en busca del maldito soplón. Pero probablemente no lo vería nunca más. Los federales les habían arrestado, pero poco les importaba tenerlos en su custodia. Al parecer, se cocía algo más grande que un paquetito de caballo, y ellos no eran más que los idiotas desafortunados que habían agarrado el trabajo equivocado. Por eso, se los habían cedido a la LAPD. El chivato parecía compasivo, ya que les había asegurado que hablaría bien en nombre de ambos.
Barn no parecía demasiado afligido. Portaba una media sonrisa de satisfacción, a lo que el yanki no pudo evitar preguntar, a las puteadas, a que se debía su felicidad. Se arrepintió pronto, pues el matón comenzó a hablar de cuanto se había cansado de ser un ladrón, y de que quería una vida mejor, que un tal George le había dicho que le conseguiría un buen trato de parte de la Ley mientras estaba arrestado... y Loach comprendió todo. No había un soplón, sino dos, y el estúpido de Barn no reparó en confirmárselo. Al parecer, el maldito creía estar haciéndole un favor, reduciendo su pena y mostrándole un camino mejor. Esa noche les pusieron en la misma jaula, y a Loach le dieron unos veinticinco años más por asesinar a su compañero de celda. Después de todo, alguien tenía que recibir una puñalada en las costillas.
Tanta mierda en una sola noche valió la pena. Nunca olvidaría lo brutal de un disparo en la cabeza, y es que la imagen de los sesos de Rick adornando la pared, y los de Tommy casi una pequeña habitación entera, mientras su propia motosierra le caía encima con resultados desastrosos, era bastante para su primer trabajo encubierto. Quizás el último. Lo cierto es que lo peor de todo había sido el rostro de Carol cuando una decena de balas le empujaron a sus brazos. De algún ingenuo modo, le extrañaba. Creía que habría podido salvarla de la cárcel, y tal vez enderezarla.
Eso y mucho más le cruzaba la mente mientras observaba, a la distancia, el funeral de la muchacha. Quienes parecían ser su madre y algunas hermanas sollozaban bajo su pasivo escrutinio. Pero había sido un sacrificio necesario, después de todo. Él tuvo razón todo el tiempo. Más allá de las primeras risas de sus superiores, que aquella mañana le habían recibido con alabanzas y promesas de condecoraciones y una fugaz escalada de posiciones en un alarde de hipocresía y patético arrepentimiento, David no se había rendido, y aquello había tenido sus frutos. Carol y Mike habían muerto, a pesar de sus deseos de que acabaran tras las rejas, pero aquellos "extranjeros" habían sido acabados.
La cabeza del federal daba vueltas de sólo pensar en la mierda a su alrededor. Al acercarse a los cadáveres lo había visto claramente: un tatuaje de la U.S. Army. ¿Cómo unos militares de su propio ejército pretendían meter anthrax a través de las redes de narcotrafico de L.A.? ¡En suelo americano! No habían supervivientes para averiguarlo, y es que aquello había sido un auténtico caos. Esos malditos no dejaban de disparar. Obviamente, querían llevarse el secreto a la tumba.