Wispil, seis días después:
El ulfen contemplaba el jabalí espetado en la estaca, mientras éste daba vueltas sobre el fuego. Estaba hambriento y por fin- de una vez por todas- iba a probar la suculenta carne de esos gorrinos salvajes. A su lado, mientras salivaba, Rampart el oso albino descansaba estirado sobre el suelo de madera de la taberna. No tenía pensado compartir ni un pedacito con él, con lo que era mejor que ese oso feo, durmiera.
No recordaba nada de lo que había sucedido. Ewan, el inquisidor con el que llegó a Almas, le había explicado que había sufrido la maldición de la Astilla y que se había comportado como una auténtica bestia. No se lo creía. Aquellos sureños tenían un sentido del humor poco corriente para el paradigma del pelirrojo gigantón. Por suerte, había carne y cerveza para reventar con lo que no sería necesario enfadarse con todos ellos...
¡Por cierto! Allí la gente era muy bajita... ¡¡pero qué muy bajita!! ¡¿Por qué?!
Es igual. La carne estaba a punto.
Ewan pasaba la mayor parte del tiempo paseando por la ciudad. Intentaba ayudar a la gente de Wispil, pues los efectos del ritual habían llegado hasta allí. Historias macabras de niños atacados por sus propios padres, jaurías de hombres corriendo a cuatro patas e incluso varios incendios pesaban en el corazón del invocador.
Mientras caminaba por aquella ciudad construida en aquel bosque legendario, no pudo evitar aproximarse hasta un niño de poco más de ocho años. Estaba allí en ese callejón pidiendo la voluntad para poder comer algo. Cuando Ewan estuvo lo suficientemente cerca, se agachó y le entregó un par de monedas:
- ¿Dónde están tus padres?- preguntó el invocador
- Murieron, señor... Vivía en el bosque, en un campamento de leñadores, pero mi papá se convirtió en un monstruo y mató a mi mama. Yo corrí por el bosque... ¡¡Tengo miedo!!...- las lágrimas fluyeron por los carrillos del chaval. La Astilla Atávica había hecho mucho daño.
- No llores más. Vendrás conmigo y el día de mañana serás un pathfinder.- dijo Ewan atusando la melena revuelta del lloroso niño.
Corría por el bosque con el arco cargado. Necesitaba sentir la hierba bajo sus pies y la tensión de su arco en su brazo. Casi había pasado una semana desde el enfrentamiento entre las rocas de Briar Henge. Ya había conseguido borrar el rostro de su reencontrado hermano. Debía seguir los preceptos de la Logia...
De repente vio un ciervo. Detuvo la carrera y comenzó a desplazarse de forma sigilosa. Cuando ya se hallaba a una distancia adecuada, tensó el cuerpo de su arco de madera. Dejó salir el aire de sus pulmones e inició la ceremonia de apuntar a la presa.
Ya la tenía encuadrada cuando algo le golpeó. El semielfo soldado rodó por el suelo como un felino. Le dolía la espalda, pero aún así seguía operativo para hacer frente a la amenaza. Como un resorte, extrajo su daga y la interpuso delante de él. Entonces vio a su adversario... ¡¡Un oso!! ¡¡Un oso enorme!!
La bestia lanzó un zarpazo y le arrancó la daga de la mano a Satinder. El soldado no sabía que hacer, buscó su espada, pero no la llevaba. El oso se puso en pie y rugió con fuerza. El arquero cerró los ojos viéndose finiquitado por aquella mole...
Cuando los abrió, el enorme plantígrado marchaba tranquilo caminando por el bosque.
La Astilla descansaba sobre un escritorio de cedro adornado con motivos medianos. Era un escritorio de pequeño tamaño, sobre todo para la corpulencia de Elenzeran. El paladín iomedita tenía el torso descubierto y escribía afanosamente una nota. Al día siguiente, unos emisarios de la Logia de Absalom marcharían para recoger la reliquia y llevarla al Decenvirato.
El guerrero sagrado, se veía en la obligación moral de informar a sus superiores sobre los efectos perniciosos observados de tan poderoso artefacto. Aquel tronco requemado caído en las manos equivocadas, podía suponer un peligro de difícil control. En esta ocasión, habían sido unos druidas integristas de la naturaleza, pero la próxima vez podía ser una nación radical como Razmiran o tan peligrosa como Irrisen...
Finalmente, tras mojar el cabezal de su pluma en tinta, dio los últimos trazos de su informe. Le hubiera gustado ir él en persona hasta la Logia Central, pero sus órdenes eran descansar tras el esfuerzo físico y mental desarrollado en tan peligrosa misión. Cogió un poco de ceniza y la espolvoreó por el escrito. Por fin había acabado.
Se levantó y estiró sus músculos. Se sentía bien. Había estado a punto de morir, pero ahora se sentía bien...
Casi como un niño embelesado miró a su lecho. Allí descansaba la bella Gudrid envuelta en sábanas. Podía observar el suntuoso cuerpo de la sacerdotisa mientras dormía durante años. Se acercó al borde de la cama y se sentó en él. Comenzó a mesar el pelo de su amada y por unos instantes encontró la paz en aquel mundo de injusticia sin descanso.
Gudrid despertó y al ver al aasimar, sonrió.
Absalom, quince días después:
La Paracondesa Dralneen leía atentamente el informe que había llegado junto a la Astilla Atávica. Era la líder de la facción de los Archivos Oscuros, y de ella dependía el buen juicio de usar aquella funesta reliquia. Frente a ella, un escamote de mercenarios refrescaban sus gargantas con vino especiado de las campiñas galtianas. Habían realizado un largo viaje desde Wispil para llevar el artefacto recuperado por un grupo de pathfinders. El jefe de los mercenarios, un tal Talias, había tenido que embaucar a un paladín de Iomedae, pero gracias a Dralneen, fue fácil hacerlo, pues todas sus misivas portaban membretes oficiales.
Junto a ella, uno de sus escoltas de mayor confianza de la Paracondesa aguardaba la resolución de la mujer. Tras leer la nota, se detuvo unos instantes para reflexionar.
- ¡¿Qué haremos Milady?!- preguntó el hombre.
- Que embarquen la Astilla con dirección a Tian Xian.- contestó la mujer.
- Como ordenéis Milady.- respondió nuevamente el escolta.
Justo en ese momento, el grupo de mercenarios que habían transportado la Astilla Atávica hasta Absalom, comenzaron a toser y a vomitar. Intentaban moverse, pero parecía como si toda su musculatura se hubiera paralizado. Poco a poco, fueron cayendo al suelo con sus rostros azulados por la falta de oxígeno, mientras luchaban ineficazmente por llevar una bocanada de aire a sus pulmones. Todos habían muerto.
- ¡¡Deshaceros de los cuerpos!!- ordenó la Paracondesa mientras rompía el informe de Elenzeran en mil pedazos y los lanzaba al fuego de una chimenea. - Esta nota jamás llegó hasta mí ¡¿entendido?!- dijo la bella mujer de pelo lacio y negro como la noche. El escolta realizó una reverencia y salió de la sala.
Para la Sociedad resultaba de vital importancia que su campeón venciera en el Torneo del Fénix. Sólo así podrían entrar a la cámara del tesoro de la Emperatriz de Tian y recuperar el objeto que durante años anhelaban...
Alguien debía tomar las decisiones duras y hacer el trabajo sucio.
FIN