El visor de luz azulada tililó antes de centrarse en la superficie cromada. Suspendido gracias a los pequeños repulsores en miniatura, la sonda se coló por una de las brechas del casco, abierta como la piel de una fruta seca y fue esquivando el amasijo de cables, plástico y metal del interior. Avanzando por el pasillo, se centró en un montón de escombros del que sobresalía un antebrazo humano con un par de anillos en su mano, totalmente inerte. Amplió el zoom, grabó, y realizó un viraje para seguir por el pasillo.
El corredor desembocaba en una sala llena de paneles movidos y destrozados. Los pulsadores de los controles aún se distinguían a pesar de la tenue neblina causada por el humo y el omnipresente ozono. La sonda estuvo apunto de perder su antena derecha al pasar por debajo de una columna de cables semiderrumbada. Tras ella, un cuerpo tendido en el suelo, con una especie de chaquetón de solapas altas yacía con una mano apoyada en la base de uno de los asientos. Un reguero de sangre surgía de su sien, manchando su pelo moreno. Pasó a modo doppler y detectó aún latidos, débiles pero continuos, en el cuerpo. Marcó y siguió con la inspección.
Sentados en los puestos de conducción de la sala, otros dos cuerpos reposaban en posturas que denotaban el furioso aterrizaje. El primero, también con signos de vida, presentaba magulladuras en su rostro y una brecha en la mejilla al lado de su recortada perilla. El ocupante del otro puesto no corría tanta suerte: su uniforme de capitán de la compañía naviera, estaba ensartado por uno de los marcos del cuadro, haciéndole mantener una posición y un rictus que parecía que aún estuviese pilotando la nave.
La sonda volvió por el camino y revoloteó alrededor del pecio. Varias más ya estaban zumbando por los alrededores emitiendo señales hacia la base de la compañía prospectora que había captado la señal de emergencia y marcó el tiempo del crono desde la misma: una hora, dos minutos y veintitrés segundos desde el fallo en el salto.