Partida Rol por web

Calavera de Serpiente

Relatos de personajes: Lázaro

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22/08/2012, 04:07
Lázaro

Tenía doce años cuando le conoció. Se llamaba Calisto y era hijo de los dueños de medio barrio turístico. Su padre, arquitecto, estaba en esos momentos centrado en la construcción del palacio de verano de un noble cualquiera en una isla cualquiera. Esos detalles no le interesaban lo más mínimo a Lázaro. Tenían la misma edad, así que sus madres, íntimas amigas, decidieron juntarles. La de Lázaro tenía motivos de peso: quería que su anormal hijo no fuera tan anormal. Un amigo de buena familia seguramente le enderezaría. Al fin y al cabo, todos los niños querían ser aceptados por sus semejantes. Con lo que nadie contaba era con que a los doce años Lázaro ya sabía muy bien qué quería. Lo sabía porque se había descubierto a sí mismo espiando a los criados cambiarse, a través de un agujero en la pared. Lo sabía porque, de una extraña manera, se sentía muy atraído por los torsos desnudos de los obreros de la calle. Al principio no entendió por qué. Luego vio a dos hombres besándose y determinó que eso era lo que quería él. Nada habría podido enderezarle, no había mujer en el mundo que pudiera gustarle.

Así Lázaro conoció a Calisto. Éste era un chico guapo, de complexión fuerte. Era todo lo que él no era. Activo, extrovertido, trabajador y encantador. Un ligón nato. Siempre tenía a un montón de jovencitas a su alrededor. Algunas tenían hasta quince o dieciséis años. Y es que, encima, era alto para su edad. Lázaro también lo era, pero tenía menos de la mitad de su masa muscular y, desde luego, no tenía atractivo alguno. Sus madres los presentaron con la esperanza de que se hicieran amigos. Lázaro se contuvo las ganas de bizquear, que le venían de vez en cuando, síntoma de que en el futuro necesitaría gafas. Calisto sonrió ampliamente y le dio la mano con fuerza. Las madres, contentas, los dejaron a solas. En cuanto hubieron desaparecido, Lázaro borró la sonrisa y se dio la vuelta, dispuesto a irse.

– ¡Eh! –le llamó Calisto–. ¿A dónde vas?

Lázaro se detuvo, sorprendido.

– A esconderme, claro –dijo con naturalidad–. Normalmente la gente como tú prefiere usarme como saco para pegar que como colega.

Acompañó la frase con una mueca de resignación. Calisto, sin embargo, rió.

– ¡Venga ya! Anda, vamos a ver si las criadas nos enseñan lo que llevan bajo las faldas.

– ¿Ropa interior? –preguntó anonadado Lázaro, dejándose llevar por Calisto, quien volvió a reír.

– No, hombre. Supongo que todavía no sabes lo que llevan las chicas bajo las faldas.

– Ropa interior –sentenció Lázaro. No iba a decirle que lo que llevaban las chicas bajo las faldas no le gustaba en absoluto.

 

 

Su camaradería terminó pronto, cuando los otros chicos le hablaron a Calisto del raro de Lázaro. Los otros chicos no es que tuvieran problemas con él, al contrario, Lázaro los ignoraba soberanamente. Pero eso, en definitiva, era lo raro y lo que les molestaba en realidad. También era comidilla el hecho de que se tiñera el pelo. Algunos decían que era porque lo tenía blanco, que le habían dado un gran susto de pequeño y que por eso era tan delgado y que el pelo se le había quedado sin color alguno. Otros decían que era porque tenía el pelo rubio, que en realidad no era hijo de su padre, pero que se lo teñían para que nadie supiera que era un bastardo. Lázaro sabía todo esto y que se lo dirían a Calisto. En realidad, no le importaba. Sin embargo, aunque su incipiente amistad se cortó bruscamente, Calisto le añadía a todos los grupos de muchachos, seguramente obedeciendo a alguna orden de su madre. Ninguno de los otros chicos se metían con él y Lázaro, obedeciendo también a una orden de su madre, precisamente, iba con ellos sin molestarles. Se quedaba siempre algo apartado, observándoles jugar o ligar o hacer gamberradas. Como no corría cuando aparecía la guardia, los otros siempre escapaban. A la quinta vez el capitán le preguntó que por qué no huía como los demás. Internamente esperaba una respuesta de gran honor pero...

– Estoy esperando a que me metan en el calabozo un par de días y así pueda escapar yo de ellos.

A esto último el capitán suspiró y no lo puso en el informe. Al fin y al cabo, era el hijo de un banquero. Sus padres, por otro lado, estaban orgullosos de él. ¡Por fin parecía comportarse como los demás! Que se lo llevaran los guardias solo podía significar que le importaban tanto sus amigos que se entregaba por ellos.

 

 

Un día, con dieciséis años, Calisto habló con él a solas. Nunca desde el primer día habían hablado a solas. Su relación había variado y cambiado mucho. Con el paso del tiempo Lázaro descubrió un extraño placer en llevarle la contraria públicamente, poniendo en peligro su condición de líder. Se habían peleado un par de veces, las que Calisto había conseguido acorralarle, porque Lázaro tenía un curioso don para la huída estratégica, como él la llamaba. Así que se habían peleado de vez en cuando. Pero eso no impedía que las réplicas mordaces de Lázaro siguieran su curso. Hasta, a veces, hacía reír a los demás con su tono de fingido humor ante una situación peliaguda. Como aquella vez en la que una pandilla de chicos rivales los habían derrotado. Todos menos Lázaro estaban en el suelo, con algún matón inmovilizándole. El líder de la pandilla rival se encaró con él, sonriendo, conociendo su fama.

– ¡Pero si tenemos ante nosotros al valiente Lázaro! –exclamó, haciendo reír a sus secuaces–. Oh, por favor, no huyas, déjanos bailar contigo.

Obviamente, bailar significaba que le dieran una paliza. Lázaro, preparando mentalmente su fuga estratégica, respondió sin pensar:

– No, gracias. Es que no eres mi tipo, ¿sabes? Me gustan más grandes y con menos pelo. ¿Te han dicho alguna vez que no te fíes de las palabras de amor de tu madre? No eres el chico más guapo del lugar.

Obviamente, eso cabreó a la pandilla. Obviamente, provocó que la suya estallara en carcajadas. Pero antes de que le atraparan, Lázaro escapó. El líder de la pandilla rival le dijo a Calisto que no sabía que hacían con un cobarde como ese. Sin embargo, Lázaro regresó con el ejército más terrible del mundo, según él. Básicamente, sus hermanas. Ellas, en esencia, reconocieron a todos, les dirigieron miradas de desdén y le preguntaron a Lázaro por qué las había traído. Él señaló a Calisto y, entonces, ellas enloquecieron porque era Calisto y todas estaban coladas por él. Cómo dejar que unos brutos destrozaran la preciosa piel del guapo y elegante Calisto.

Lázaro se ganó la ovación de todos y un enorme abrazo fraternal de Calisto, quien reía feliz por la ocurrencia de traerse a un montón de chicas. Hasta le dio un enorme beso en la mejilla y le dijo que era su mano derecha. Lo cual conllevó a una nueva broma mordaz y subida de todo de Lázaro. Lo cual conllevó más risas y que Calisto le empujara un poco en broma.

Pero nunca habían estado a solas hasta ese día. Quedaban pocos para el cumpleaños de Calisto y todos hablaban de una gran fiesta a la que acudirían muchas chicas que buscarían casarse con él. Se había convertido en un joven apuesto, de ojos verdes y melena ondulada negra. Estaba, además, centrado en su carrera militar, haciendo la instrucción y estudiando mucho. Le gustaba, sobre todo, la marina, por lo que durante algunas temporadas no le veían. Sin embargo, a una semana de su decimosexto cumpleaños, estaba allí, de vuelta en la ciudad. Vestía una casaca que hacía juego con sus ojos cuando apareció en la habitación de Lázaro.

– ¡¿Pero qué cojones...?! –maldijo el susodicho, tapándose con las mantas de su cama. Estaba dedicándose a su deporte favorito, el de darse amor a sí mismo. Calisto, con el pelo recogido en una coleta, rió.

– No he visto nada que yo no tenga –dijo a modo de saludo, terminando de entrar en la habitación de Lázaro–. Aunque sí tienes muchas más pecas de lo que me imaginaba. ¿Tan abajo te llegan?

Lázaro le dedicó una sarta de improperios poco adecuados de su clase, pero ante los cuales solo consiguió que Calisto riera más y le preguntara con qué tipo de delincuentes se había estado juntando.

– Bueno, ¿qué quieres? –preguntó violentamente Lázaro, todavía tapado hasta la barbilla y colorado.

– Nada, solo hablar contigo –dijo Calisto. Su rostro adquirió una expresión entre melancólica y triste.

– Pues podríamos habernos visto como personas normales en una situación normal, ¿no crees?

– Tú eres el único que me trata como a un igual –continuó Calisto, ignorando su respuesta–. Eres el único que cuestiona mis órdenes, mi autoridad, todo. Es... refrescante, la verdad. Quería hablar contigo a solas.

– Pues estamos hablando, es obvio. –Lázaro puso los ojos en blanco antes de dedicarse a buscar, entre las mantas, su ropa interior.

– Tengo que elegir esposa –soltó Calisto. Y fue en ese momento en el que Lázaro se dio cuenta de que estaba enamorado de él. Porque, a ver, no es como si fuera lo más normal del mundo que, ante esa frase, se sintiera como si el mundo se hubiera detenido, descompuesto y recompuesto en una realidad que no era la de antes. Miró a Calisto, sorprendido y al borde de un ataque de ansiedad, con sus calzones en una mano.

– ¿Cuándo? –preguntó con un hilo de voz.

– El día de mi cumpleaños. Al final de la velada deberé pedirle a una chica que se case conmigo. –Calisto no parecía darse cuenta de cómo Lázaro luchaba por respirar y por intentar parecer normal al mismo tiempo.

– Y... ¿No quieres casarte? –preguntó Lázaro, tanteando el terreno. Calisto resopló.

– ¡Claro que no! Tengo quince años y quiero ser capitán de barco. ¡Es obvio que no me quiero casar! Quiero tener a una amante en cada puerto sin tener que preocuparme de que una histérica está lloriqueando en casa, esperándome.

Lázaro no sabía si sentirse aliviado o si preocuparse más. Por una parte, ese era el Calisto que él conocía. Por otra parte, ahora que se había dado cuenta de lo que sentía por él, la sensación de asfixia era mayor.

– Oye –llamó Lázaro, mirando su cama, encogiéndose–. Oye, lárgate, ¿quieres? No tengo ganas de oír estupideces.

–¿Qué...? ¡Lázaro! Tú eres el único que puede ayudarme a librarme de esto.

Pero Lázaro no dijo nada. Cerró fuertemente los labios y se arrebujó en su cama, haciéndose inmune al sonido y a las manos de Calisto zarandeándole. Finalmente dedujo que se había marchado y aventuró su rostro fuera del improvisado refugio. Sí, efectivamente Calisto se había ido. Ya era libre para dar rienda suelta su desesperación. Fue un trabajo duro, pero logró tranquilizarse tras destrozar media habitación entre alaridos de loco.

 

 

El día del cumpleaños de Calisto amaneció soleado y fresco. Un perfecto día para una recepción en una de las mansiones más suntuosas de Absalom. Lázaro acudió, elegantemente vestido, con una sonrisa a todas luces falsa. Sin embargo, fingió de maravilla que lo que no le gustaba era tener que estar en un evento social. Los demás chicos se rieron de él e intentaron presentarle a chicas, pero Lázaro, simplemente, decía que lo mejor que ellas podía hacer era apartarse de ellos porque seguramente alguno de ellos se obsesionaría demasiado con alguna de ellas y acabaría siguiéndola a casa y acechándola y, finalmente, violándola. Todas, sin excepción huyeron. Todos, sin excepción, se enfadaron con Lázaro e hicieron lo que él justamente quería: quedarse a solas. No había visto a Calisto hasta que se sentaron a cenar. Se llevó la tarta de cumpleaños, en forma de fragata, y todos empezaron a pasárselo bien y a beber y comer. Después se inauguró el baile, con Calisto sacando a bailar a su hermana pequeña, que no cabía en sí de felicidad por sentirse la envidia de todas las chicas. El baile duró bastante, pero Lázaro no participó. Calisto, en un descanso, se acercó a él. Tras la seca felicitación, le preguntó si seguía enfadado con él.

– Sé que mi comportamiento no es el adecuado –dijo Calisto–. Solo quiero que entiendas que no siento ningún deseo de comprometerme. Ahora no.

– Tu comportamiento es lo que menos me importa del mundo –dijo en tono aburrido Lázaro. No le había dirigido la mirada en toda la charla. Calisto se empezaba a desesperar.

– Pero, me ayudarás, ¿no? Eres listo, seguro que se te ocurre algo.

– Oh, tranquilo, tengo un plan. –Vaya que sí lo tenía. El plan perfecto para todos sus objetivos.

Cuando el último baile terminó, el padre de Calisto le cogió del hombro y levantó su copa. Inició un largo discurso sobre el paso de la niñez a la madurez. Alabó a su hijo en todas las formas posibles y aburrió soberanamente a los comensales.

– Por último –terminó, para alivio de todos–, mi adorado e inestimable hijo tiene una noticia que daros.

Y dejó hablar a Calisto, que parecía incómodo. Éste tosió, azorado por primera vez en su vida, sin tener ni idea de qué iba a suceder.

– Yo... –empezó a decir. Pero, entonces, el plan de Lázaro se puso en marcha. Mejor dicho: él se puso en marcha. En unas cuantas zancadas se plantó ante su amigo, le cogió la cara y le plantó un beso en los labios, para sorpresa de todos y horror de sus padres.

– ¡¿Pero qué...?! –Fue la frase más repetida. Lázaro siempre diría que salir de allí fue todo un milagro, que miles de jovencitas furiosas se alzaron en armas contra él y que Calisto le sacó en brazos. Lo cierto es que quien se lo llevó en volandas fue su furioso hermano mayor, que lo arrastró lejos. Lázaro hizo un saludo militar y dirigió una sonrisa picarona a Calisto, a quien había dejado, desde luego, pasmado.

Ese fue el motivo por el cual sus padres le internaron en la escuela de medicina. Ese fue el motivo de que finalmente le compraran unas gafas y de que finalmente le dejaran dejar de teñirse el pelo. No pensaban dejarle salir a la escena pública hasta que no encontraran una esposa para él. Cosa de la que, evidentemente, Lázaro pensaba huir.

Notas de juego

Relato corto de la infancia de Lázaro, la única que a veces cuenta cuando está borracho.