Carracedelo, pueblo de oro y romanos.
El grupo ha pasado una semana lamiéndose las heridas de su última pendencia, un sacerdote que nos digno de tal nombre ha caído. El hecho en sí no sería encomiable de no ser porque otro seguidor del Maligno ha caído bajo el casco de vuestros caballos y bajo los yerros vuestros. Los corazones valerosos han dado otro duro golpe a las órdenes del Caos y han hecho un nuevo merecimiento para poder postrarse ante el Apóstol y recibir perdón. Don Carlos y su escolta en verdad que están purgando sus almas en esta travesía, hasta el mismísimo Roderigo ha hecho méritos en los últimos tiempos para presentarse ante Nuestro Señor Jesucristo y no ante la Bestia.
El caballlero de la Orden de Santiago ha expiado su alma y su conciencia entregando su habla a Dios, Don Carlos parece que lo que ha entregado es su mente y parte de su salud, pues no termina de recuperarse. No quiere referir lo acaecido durante su cautiverio y alguno de entre vosotros piensa que su mente ha olvidado sin querer lo ocurrido, como si de una defensa del cuerpo se tratare.
El grupo pues, abandona la bonita aldea de Carracedelo que los antiguos romanos fundaran- según dicen los habitantes-, bonita, buena comida pero nada de yerro ni de gentes que sepan trabajarlo, con lo que vuestras melladas armas y vuestras maltrechas armaduras habrán de esperar ya casi hasta Santiago para poder ser reparadas.
El grupo parte de mañana del octavo día, con abundantes provisiones que cómo no Don Carlos no ha podido pagar por no tener de plata hasta Santiago. Hace un día nublado y frío, uno de esos días de sentarse junto a la lumbre en lugar de andar por los caminos del Señor...
No transcurre mucho tiempo hasta que a lo lejos véis dos jinetes detenidos en mitad del camino en dirección Villafranca. Al aceraros más, los dos jinetes parecen escuchar al grupo y se dan la vuelta oteando en vuestra dirección: Uno de ellos parece ser un hombre versado en yerros, pues va equipado para la guerra pero sin lucir demasiado pero el otro... ¡AY DEL OTRO!
Jamás habíais visto a un ser tan pomposo y con tanta parafernalia, ¡Sin duda debía tratarse del mismísimo Rey de Bretaña! Pues en lugar de sostener entre sus manos un espadón, sostenía una flauta como si se hubiera detenido a tocar tal instrumento.
Restad cada uno 3 maravedíes de vuestros dineros (Fedro y braulio no)
¡Go,go,go!
Nada más verles, me quedé mirando cómo venían los tipos. Parecían viajeros sin más, hasta que vi sus armas, y sin duda alguna irían a deshacer algún "desfacimiento" bien gordo. Entonces, cuando estuvieron tan cerca como para vernos les "hablé" desde mi caballo, acompañando felizmente mis trovas con la flauta, como un chiquillo alocado:
Buen día, ¡viajeros tunantes!
¡Oh qué dije, Santo Cielo! -llevándome las manos a la cabeza grotescamente-
¡Qué aberración!,
¡Qué indignante!
Ni subirme a las sus barbas,
ni a la chepa, yo quisiera,
¡No quisiera importunarles!
Ni acosarles tan siquiera.
Sólo quiero por doquier cantarles:
¡No a cualesquiera!
Sólo a usted y su blasón, -dije mirando las marcas de la orden de Aleixo D'Ocampo-
¡O a su rubia melenera! -dirigiéndose ahora al Vizconde Antón-
O tan sólo a sus caballos,
¡mas antes a sus doncellas! -esta vez me refería a Samuel y a Yejiel, con gracia (para él)-
¡Oh, mi lengua, se desata,
de nuevo por peteneras!
Entonces el extraño hombre hizo una reverencia desde su caballo, pues sospechaba y parecíale que no debían de agradarle mucho sus improvisadas trovas a los que la escuchaban.
¡No hablen con armas aún!
Ruego disculpa, ¡de veras! -dije esto agachando de nuevo la cabeza y poniendo una cara angelical-
Por Petenera o Castilla
más honrado ser quisiera.
Desde Falces con la silla -me refería a su caballo, y Falces un condado Navarro-
de Navarra a Compostela:
Al Santo que voy a ver,
¡Apóstol dicen que era!
A Santiago a redimir,
¡mis faltas y mi vil lengua!
¿Guardan ustedes señores,
recuerdo que sea avidente
de camino verdadero
de cuál era esa vereda?
Fue en estas que, el tipo que acompañaba al atrevido recitante, y que parecía bien armado, se adelantó antes de que ninguno de los "espectadores" dijera nada.
Ejem..., bueno...-decía con ciertas vergüenzas ajenas-. Perdonen a su Excelencia aquí presente, Don Fedro Fabián, Vizconde de Falces, en Navarra -decía el tipo desde el caballo-. Créanme que es una manera de preguntarles el camino hacia la Ciudad Santa de Compostela, si ningún ánimo de ofender... -intentaba salir del apuro como buenamente podía- ¿saben por dónde se va, señores?
No hay nada que perdonar-respondió Antón- Bienvenido son los compañeros de viaje pues nosotros vamos en esa dirección y nunca se es demasiado cuando se camina por estos caminos... Aún nos estamos recuperando de un mal encuentro y se está haciendo difícil este peregrinaje. Pero si vais en la misma dirección, ¿por que no ir juntos?-los invitó sin muchos preámbulos. Estaba cansado de luchar y de aquel camino. Hacía semanas que no tenía noticias de su hogar, quizás ya lo hubiesen conquistado. No, Muel resistiría. El caballero cabalgaba apesadumbrado por no estar allí dirigiendo la defensa. Y además todo aquello, la muerte de su compañero, la perdida del hablar del caballero... Y Don Carlos no parecía recuperarse. Solo esperaba que pudiera llegar vivi hasta la tumba del Apóstol.
De todos los hombres con los que nos podíamos haber cruzado aquel era el último que habría querido que se uniera al grupo. Después de la crudeza de los actos que habíamos presenciado, de todo lo que habíamos vivido y los compañeros que habíamos perdido, lo que nos faltaba ya era ir acompañados de alguien que no le diera importancia a esas cosas.
- ¿Estáis seguro, mi señor? - le susurré a Don Antón.- Es tan ruidoso que no podremos pasar desapercibidos en ningún lugar... aunque el otro parece fuerte...
La mejor señal de que Don Carlos no estaba bien es que en lugar de hacer una de las suyas y abrazar a dos completos desconocidos, presentarse y presentar a todo el grupo el de Mayoral dijo taciturno
- Será un placer viajar con vos -tenía una cara horrible, los ojos hinchados y amoratados y de cuando en cuando las manos le temblaban incontroladamente durante largos espacios de tiempo.
Hice un gesto con la mano a los desconocidos a modo de saludo. La verdad es que ir con más compañía o no me importaba poco, ya que cuanto más fuésemos, menos probable sería sufrir el asalto de unos bandidos. Claro, qué, tras haber leído el libro que tenía el cura, los bandidos eran el menor de nuestros problemas.
A lo que sí presté atención era a Don Carlos. Parecía muy enfermo, pero no tenía muy claro qué clase de enfermedad le estaba consumiendo. Aún con todo, tenía muy claro qué le pasaba.
—Ojos hinchados, temblores, amoratamiento y palidecimiento...
Motivo: Medicina
Tirada: 1d100
Dificultad: 20-
Resultado: 20 (Exito)
Tiro medicina para saber un poco de qué se muere Don Carlos. La saco, pero creo que no valdrá de mucho. Al menos, para saber si es una enfermedad mundana o una enfermedad que le afecte al espíritu.
Con todo lo que habían pasado Aleixo esperaba un viaje tranquilo hasta Santiago. Pero no... si bien Don Carlos no estaba en posición de hacer sus clásicas bienvenidas grandilocuentes y caballerescas ahora era Antón quien adhería a dos desconocidos al grupo.
El Caballero los miró a ambos con gesto escrutador. Si antes el aspecto del santiaguista era de pocos amigos ahora era una verdadera mueca que daba más pavor que otra cosa. Las magulladuras y amoratamientos externos de la cara aún no se habían curado del todo y estaban tomando un color amarillento que le hacía parecer un muerto en vida. La boca en ocasiones se le volvía a llenar de sangre cuando la herida se abría dolorosamente lo que provocaba que el mohín de su cara fuese de manera constante como el de un comensal que no cesa de engullir algo de un sabor realmente horrible.
Con esto y con todo, Aleixo no se pronunció. Le resultaba odioso y terrible tener que hacerlo por mediación de gestos y aspavientos por lo que desde que partieron de la Maragatería que no acostumbraba a comunicarse con nadie salvo para imponderables. Así, se arrebujó en su capa de viaje, se caló más aún la capucha para protegerse del frío y ocultar su fealdad a los recién llegados y azuzó a su caballo para colocarse en la retaguardia de la comitiva. Seguro que los noblones tendrían cosas de las que hablar y parabienes que brindarse. Pero no él. Aleixo sentía que no le pertenecían aquellas ínfulas ni aquellas conversaciones... ni siquiera ya aquel blasón que lucía maltrecho en su librea.
Antón asintió discretamente a las palabras de Samuel. Ya estaban cerca de llegar a su destino y nunca venía mal ser un número alto para evitar un mal encuentro en el camino. en las condiciones que se encontraban, se miró la armadura, llena de golpes y abolladuras, dudaba hasta de poder defenderse de unos simples bandidos.
-Bueno,. será mejor que nos pongamos en marcha. Cuando antes caminemos antes llegaremos-dijo simulando estar más animado.
Don Carlos era terco como una mula y sin un examen completo era difícil conocer la causa exacta de su dolencia, en cualquier caso por los síntomas podía sufrir casi cualquier cosa, aunque tenías el presentimiento que era más una dolencia espiritual que física, aunque si un médico cristiano le hubiera visto habría dicho que tenía los fluidos desequilibrados y le habría sangrado, tú sabías que el sangrar no hacía sino empeorar las cosas.
Don Carlos sufría de algún mal en silencio que le estaba consumiendo, aunque nada más podías hacer. Podías aventurar eso sí, que si seguía así en breves tendría que reposar.
¡Qué ahogamiento,
qué fiasco!
¡parcos en palabras que son! -decía al casi no hablarle ninguno excepto Antón-.
¡y un pimiento!
¡Vaya ariscos, qué churrasco!
Bien, dejemos las trovas por un rato, dejémoslas ya de lado, JA JA JA -el tipo, que se hacía llamar vizconde, se reía ahora sin motivo-, va, vayamos... vayamos un rato andando, sin hablar, meditabundo, "muelisqueando"... ñam, ñam, ñam... -ahora hacía como que masticaba la más buena pieza de carne en mucho tiempo-. Qué sujeto más peculiar; sin duda que le hubieran colgado hasta tres veces en una misma vida por la cantidad de tonterías que hacía tras venírseles a la cabeza.
Señor -dijo el hombre de armas tras subirse al caballo-, éstos son...mmm... -y los demás, excepto el tal Fabián, notó que se inventaba cualquier cosa-, son peregrinos de gran fe, y debería vos "callar su alma durate un rato" -esto último lo dijo con cierto "retintín"-, pues vamos a Compostela, vos lo recuerde... ejem -miró al resto, y continuaba avergonzado-.
Tras ésto, el Vizconde Fedro guardó su flautín como un niño pequeño herido en su alma tras una negativa. Hizo un gesto ridículo arqueando su cara y continuó en su caballo, mientras su protector levantaba las cejas, negaba como si estuviera (que lo estaba) hasta la coronilla de su persona, y se mojaba los labios con cara mustia y pensante.
Maldito idiota -pensaba mientras miraba a su señor una vez ya subido a su montura-.
El hombre que iba a pie - pues ningún buen samaritano le había cedido su caballo ¡ Qué descortesía con un Hidalgo enfermo! - se acercó hasta los cuartos traseros de la montura de Fedro y le dijo haciendo un esfuerzo - No es que seamos parcos, Señor -dijo con el debido respeto -sino que meses ha que salimos de mi pueblo y de todo nos ha acontecido durante este viaje. Compañeros hemos perdido, enemigos de Dios hemos abatido y largo camino hemos recorrido. Si habéis de acompañarnos, haremos camino mientras os cuento nuestro peregrinaje- y empezó a contar.
Don Carlos relató a grosso modo el "vía crucis" del grupo, le habló de un grupo de hombres que tuvieron a bien acompañarle a Santiago, de la traición del Abad de Leire, de la defensa de Ibarrela, de Kalev, de la escolta a Ana, de Ernesto, de la matanza a los hombres del padre de Ana, del suicidio de ésta, del encuentro con Hernán, de su enfermedad, de su restablecimiento en Burgos, de la mentira de Castrojeriz, del abandono de Hernán y de su captura en la Cruz de Foncebadón y el heroico rescate de su persona. Si bien es cierto que evitó contar muchísimos detalles menores y encuentros mágicas, y sobre todo, el milagro del Santo que todos habían presenciado.
El resto escuchaba en silencio, Samuel y Braulio guiaban al grupo, de cuando en cuando Samuel se giraba para seguir alguna indicación del de Santiago, quién conocía el camino a la perfección y a través de asentimientos y pequeños gestos guiaba al grupo desde retaguardia. El gigante iba justo delante del Santiaguista, no dejaba mirar a Don Carlos y parecía intrigado más que con el relato, con la forma de hablar del Hidalgo, la cual distaba mucho de su manera habitual.
Antón iba justo por detrás de Hidalgo y Fedro, con la mente puesta en otra parte y podría pensarse que deseoso de acabar el viaje cuanto antes. Por el camino se había dejado un brazo, un hombre de armas y mucho dinero.
Fedro escuchaba y repetía sin cesar alguna palabra de la historia, en seguida inventaba algún verso y lo recitaba mientras Don Carlos seguía narrando. Mucho os temíais que aquel hombre tuviera ya una balada antes de llegar a Santiago. El viaje continuaba...
Escena cerrada.