- ¡EL MEJOR! ¡JUAS! JAJAJA TÚ NO HAS SIDO NUNCA BUENO EN NADA, NI SIQUIERA EN BEBER QUE ES LO ÚNICO QUE HACES EN TU PERRA VIDA. SIEMPRE HAS SIDO UN SACO DE MIERDA Y ESTAS GENTES SUFREN TU...
Le da un revés con su guante de cuero
- ¡CALLA IGNORANTE! ERES UN TRAIDOR A TU SEÑOR Y TRAICIONAR A UN SEÑOR ES LO MISMO QUE TRAICIONAR AL MISMÍSIMO REY. COMO YO SOY QUIEN IMPARTE JUSTICIA EN ESTAS TIERRAS, NO NECESITO QUE VENGA TU AMIGO EL CORREGIDOR GABRIEL Y YO MISMO TE CONDENO A SER DECAPITADO... -dice en voz muy alta para que todos puedan oirle.
Luego cae en la cuenta de algo -¡GRACIAS A TODOS VOSOTROS! ¡GRACIAS A TODOS QUE HABÉIS DERRAMADO VUESTRA SANGRE POR LA JUSTICIA CONTRA ESTE TRAIDOR!-
Al darse cuenta de que su hermano lleva razón, los ojos se le abren como platos, nada va a salvarle de una muerte noble por arma de filo, pero muerte al fin y al cabo.
Los ánimos están caldeados, pero no tanto como debieran, pues todos los presentes reconocen el Derecho del Señor a juzgar a su hermano y como a los cazadores ya se les ha dado matarile, la turba no puede dar salida a sus ansisas de linchamiento, así que aunque quieren gresca, no tienen con quién.
Os dáis cuenta de que en efecto, se ha tratado de una matanza. Al menos hay una decena de muertos o heridos muy graves entre los aldeanos, seis aldeanos y el bueno de Don Antón que yace donde cayó en el bosque. Eso por no contar con las casi dos docenas de personas que tienen algún tipo de herida de diversa consideración.
Poco le importa eso a Don Pedro, ha recuperado sus tierras y su hermano nunca será un estorbo. A vosotros en principio os da exactamente igual un hermano que otro y lo único que queréis es continuar vuestro camino, Don Carlos se muestra dispuesto a viajar aunque sigue con muy mal aspecto.
- Era de hacerse así en Justicia... Pedro-dice sin el Don y en un tono que no deja lugar a dudas, si no sacáis de allí rápido al Hidalgo, quizás los próximos ajusticiados seáis vosotros. Al fin y al cabo, ya habéis descubierto que esos paletos están dispuestos a morir por el gordinflas borracho.
- nosotros nos vamos yendo en la creencia de que cof cof haréis Justicia con vuestro hermano. Nos llevamos a nuestro compañero a Santiago, a Don Antón le habría gustado ser enterrado allí... así que necesitaremos monturas para todos y un caballo con una camilla para cargar con el difunto, o un carro, lo que podáis darnos...
Miró de soslayo al Hidalgo, no le pasaron desapercibidas esas palabras tan irrespetuosas, pero las dejó pasar por el momento y respirásteis aliviados cuando contestó -veremos lo que podemos hacer.
En cuanto pasaron las pesquisas y los conciliamientos de justicia para con el hermano del gordinflón, me liberé del respeto del dejar hablar y me puse a buscar a mi amo ¿dónde estaba? Enseguida lo ví agazapado tras una pequeña tapia del patio de armas (más bien vi su sombrero rocambolesco) y enseguida me dirigí allí.
¡Mi señor! -y mi rodilla se hincón en el suelo, aún con mi espada en mi mano y el escudo en la otra-. A Dios plenas gracias que le doy, y al Santo diez oraciones... ¡que vos vivo estáis!
Y bajé mi cabeza, pues al menos la Vizcondesa de Falces recuperaría al deslenguado de su hijo una vez volviéramos a Navarra.
Valiente vos, don Braulio... -dijo don Fedro-, aunque veo que poco espadazo habéis dado. Y Braulio levantó su cabeza, aún postrado en el suelo, con una cara de descontento por la respuesta del alocado Fedro Fabían. Sin embargo, era cierto: cuando Braulio quiso subir la escalinata, los empujones y carreras de los aldeanos hacia don Juan movidos por el tal Tomás le impedían el paso, y justo cuando pareció hacerse hueco para alancear su espada, el hermanísimo ya estaba siendo trasladado en volandas hacia abajo.
Grrrr... -Braulio gruñó, pero no dijo más-. Sin duda hubiera querido coger a su amo por la pechera y lanzarlo muralla abajo, pero se levantó mosqueado y se fue con el resto del grupo en silencio. El Vizconde no quería en realidad hacerle daño, pero a veces no sabía cuidar la discrección que tan bien avenida la traía aderezada con las mujeres y las prosas-.
¿He dicho yo algo? -pensó para sí don Fedro-.
Al final la cosa se había solucionado para bien... bueno, más o menos, la verdad es que si uno se fijaba en como habían quedado los aldeanos la cosa ya no quedaba clara, pero era el precio por ir a la guerra desarmado obedeciendo las órdenes de su señor. Aquella disputa había llegado demasiado lejos, hermanos que llegaban a las manos poniendo a otros de por medio, y las pobres gentes del lugar serían los que más sufrirían las consecuencias, como siempre.
En cuanto a mi, poco tenía que decir, me guardé el arco que le había quitado a aquel cazador y recuperé unas cuantas flechas, pues pronto tendríamos que reanudar la marcha hacia Santiago. Quise pensar que Don Antón estaría orgulloso de nosotros por la hazaña que habíamos perpetrado y no tengo duda ninguna de que él habría liderado el asalto de haber estado vivo. No habría mayor gloria para él que ser enterrado a los pies del Apóstol, y de ello me encargaría yo personalmente.
Lo que aún no había decidido era que haría después de terminar el viaje. Podría volver a Muel, y así informar a la familia de Don Antón de su muerte y de lo ocurrido en el viaje, en cierto modo eso formaba parte de mi juramento de vasallaje. Sin embargo, un camino aún muy largo quedaba hasta allí, y cualquier cosa podría ocurrir en el viaje.
Sin duda, todo había salido mal. Aunque estábamos victoriosos, varios campesinos habían muerto. Y eso era algo que nadie merecía, y mucho más en un lugar como este.
Pero no podía hacer nada ya. Todos mis intentos por ayudar y evitar el derramamiento innecesario de sangre habían sido para nada.
Sólo nos quedaba partir de este lugar, para no regresar jamás.
El combate había terminado. Aquel que parecía ser el último para el Caballero de la Sagrada Orden de Santiago había llegado a su fin y éste aún permanecía con la vida aferrada a su cuerpo aunque fuera por medio de un ligero hilo casi invisible. El final había sido amargo. Se había ajusticiado al traidor y se le había condenado a muerte. La ley así lo ordenaba...
Sin embargo Aleixo no había guardado su arma. Le reconcomía la conciencia aquella situación. ¿Acaso no había traicionado el nombre y el rango noble aquel asqueroso de Don Pedro llevando una vida miserable y despreciable? ¿Quién era el traidor entonces? La sangre se acumulaba en la mano del santiaguista que empuñaba aún ahora con fiereza su espada y la meneaba visiblemente casi presa de un temblor irracional y homicida. En su mirada torva y acerada se podía ver que en su interior un fuego se iba produciendo.
¿Qué hacer?
Finalmente Don Carlos habló y su referencia al Vizconde de Muel que allí había caído le devolvieron la calma... el abatimiento. Aquello no valdría de nada. Dejar a uno con vida y sentenciar al otro no cambiaría el hecho de que la muerte nos espera a todos. Sin piedad.
Aleixo envainó la espada y se enjugó las lágrimas que la ira había hecho manar de sus ojos. Lo hecho, hecho estaba.
El noble os pidió que le acompañárais dentro y mientras medio pueblo se encargaba de recoger trozos y despojos de sus hermanos y padres, tomásteis una copa de vino fresco y algo de carne que aún quedaba en la despensa. Comísteis con avidez y ya por la tarde, hubísteis de ir a por el cuerpo del pobre Antón. De vuelta al castillo, el médico del pueblo os hizo un remiendo y cosió la cabeza del de Muel a su cuerpo para que pudiérais transportarle hasta Santiago. Hubo suerte y poco antes del anochecer y aprovechando la fresca, partísteis cada uno a lomos de un jamelgo con aspecto famélico que de estar Santiago más lejos, a buen seguro morirían por el camino.
Una tabla de madera atada al lomo de el jamelgo menos enfermo portaba el cuerpo de Don Antón, esa fue toda la recompensa que obtuvísteis por sangrar por ese malnacido. Lo más probable era que Don Juan fuese mejor señor que Don Pedro, pero esa no era la cuestión, sino que pretendía usurpar un Señorío que no le pertenecía y ahora se enfrentaba a la muerte. Vosotros no lo veríais pues ya entrada la noche estábais bastante lejos Cotaña.
Muy cerca de la localidad de Vilar de Donas, iluminada a la luz de la luna que luce llena esta noche, véis un espectáculo maravilloso: Una vieja ermita de piedra semiderruida alrededor de la cual hay un centenar de lobos de pelaje claro formando un círculo en cuyo centro distinguís una figura encapuchada que os es familiar.