En el callejón en penumbra, las figuras de Yedra, Dolça, Oier y Elías discuten qué pasos seguir ahora. El gigante judío mira sucesivamente a los rincones oscuros y al cielo, en busca de ayuda divina en esta noche infernal. El mozo navarro arrastra con descuido un cadáver mutilado, mientras la mercader da pasitos entre uno y otro intentando poner orden en sus ideas. Finalmente, los bastonazos de la diminuta bruja interrumpen el debate, y ponen al grupo en marcha.
Una contraventana se abre con una rendija en la casa de los Toñines cuando Yedra les hace saber, a chillidos, que el peligro ha pasado. La naricilla de la joven que huía se asoma. Musita un atemorizado Gr-gracias y vuelve a cerrar de golpe. No parece que los Toñines vayan a ser de gran ayuda en este momento.
Así pues, el grupo se pone en marcha hacia la plaza de nuevo, dirigidos por el ímpetu impertinente de la vieja vestida de negro. Un observador irónico podría pensar en un cuervo negro que camina seguido por sus polluelos, desorientados y titubeantes. Pero en este momento no hay nadie que pueda ver la escena. Y si la viera, no se atrevería a hacer esa comparación.
Cierro aquí esta escena y abro otra para darle un nuevo impulso a la partida.