El amanecer no despertó a Meredith, ni las voces de los gallos alzándose hacia una nueva mañana o el sonido de un pueblo que comenzaba a despertar bajo aquel cielo carmesí que lo dominaba todo desde un tiempo a esta parte.
No, ella ya se encontraba en pie antes de que ocurriera todo aquello, pues las horas de sueño se encontraban tan vacías que a veces se hacían completamente insoportables.
Hacía años ya, desde que le perdiera a él.....y con él a lo poco que quedaba de ella, que las noches se le antojaban frías y yermas, sin que un sueño se atreviera a visitarla en las horas de oscuridad.
Incluso las pesadillas se negaban a asomarse en su interior, pues lo que allí encontraban era peor que cualquier otra cosa que pudieran sugerir.
¿Cuánto tiempo hacía que había llegado a Ródennos? Apenas se acordaba, pues aquellos días sólo habían sido una huída, un alejarse de todo cuanto había conocido y que finalmente la había dejado hueca. Un abismos donde antes se encontraba su corazón y el vacío donde antaño su mente dilucidara múltiples formas de ayudar al prójimo.
Por desgracia, sólo existe una cosa de la cual jamás se puede escapar.....ella misma. Aquella mujer que, en ese mismo instante, se afanaba por adecentar la habitación en la cual apenas podía descansar para poder comenzar con las tareas que tenía encomendadas.
Trabajar en casa del doctor Folson no era algo demasiado exigente, pues el hombre se encontraba fuera la mayor parte del día, atendiendo por igual a hombres y animales por los diversos terrenos del feudo.
Sus tareas consistían en preparar el desayuno por la mañana y la cena por las noches, pues el doctor raro era el día que aparecía por casa antes de esa hora.
Mientras tanto, ella debía mantener adecentada la casa y tomar nota de los recados que dejaran los aldeanos, para que después Folson pasara a visitarlos.
Era un trabajo que le permitía tener un alojamiento y no entremezclarse demasiado con las gentes, excepto cuando debía salir a comprar lo extrictamente necesario.
A veces, incluso sentía cómo el antiguo espíritu volvía y la tentaba para que fuese ella misma quien diese los remedios necesarios a los pacientes, pero no estaba preparada aún para hacerlo.....quizá algún día....quizá.
Lo pensaba sobre todo cuando barría en el pasillo donde se encontraba esa puerta. La misma que en ese momento permanecía cerrada, incólume, impenetrable, delante de sus ojos. Había visto la habitación vedada varias veces, sobre todo de reojo, porque rara vez estaba sin llave. Sólo en contadas ocasiones la madera crujía, los goznes chirriaban al compás del viento, y ese azar del destino le permitía espiar. Era solamente una rendija; pero era más que suficiente para que un ojo entrenado pudiera chocarse, sin mucho esfuerzo, con la mesa y los instrumentos. Los cuencos de barro estaban diseminados por todo el largo, en una metódica fila del más grande al menor. Los pequeñísimos frascos sin etiqueta estaban al alcance de la ventana. Cuando era media mañana, y la luz caía desde la ventana a través de los líquidos de colores, el milagro del prisma se abría como un abanico y proyectaba un arco iris sobre la pared de cal.
El barrido se detuvo. Meredith se irguió, observando la puerta de frente. La casa estaba silenciosa como todas las demás veces, porque el doctor era famoso pero seguía siendo miembro de la misma casta olvidada. Había pocos sitios donde pudiera él caber con su grandeza, pero ningún lugar suficientemente amplio como hubiera merecido. Lamentaba esa circunstancia, pero por otro lado agradecía las reducidas dimensiones que le tocaba limpiar. No habían demasiadas habitaciones más que la suya, la del doctor, la cocina, y esa. Hacía mucho tiempo que no miraba hacia adentro, casi el mismo desde que se había mirado atentamente al espejo. Había preferido mirar al interior de los calderos y las fuentes, incluso de los agujeros del suelo. Había bajado la cabeza para no ver. Y ahora...
Sus manos se estaban volviendo más ásperas, y sus dedos más curtidos. Había desarrollado cierta insensibilidad al dolor cuando el veneno y el ácido pasaban por sus yemas; ahora, sus manos no eran insensibles si no empezaban a ser callosas, muy lentamente, signo inequívoco de su actividad. Esa mano que se adelantaba al picaporte, sin preguntarle a su razón cuál era la orden, en otro tiempo había sido el prodigio de la destreza. No había mano izquierda que superara a la suya, no manipulando los delicados y costosos viales del antiguo laboratorio. No había mano izquierda más silenciosa que la suya, en plena madrugada, trabajando toda la noche entre vidrios y metal para hacer las medicinas. Y ahora, que esos mismos dedos envejecidos giraban el picaporte, esos dedos repentinamente torpes, el silencio se cortó de cuajo. Había perdido el sigilo, junto con todo lo demás.
Dejó que la puerta se abriera por su propia inercia, porque ella fue incapaz de moverse. Se fue entornando con tanta lentitud que Meredith creyó que el pecho se le iba a desbocar. Aguardó, sintiéndose de nuevo una niña traviesa, una niña desobediente que merecía un castigo. El ruido seguramente había despertado al doctor, quien se tomaba la licencia de despertar media hora después del amanecer. Despacio la puerta giró en sus bisagras, y la luz aún tenue de la ventana arrojó la claridad necesaria. Todo estaba allí, inmóvil desde la última vez, excepto los colores de los frascos que eran diferentes. Todo permanecía igual, tan parecido al otro laboratorio, como Meredith no había creído volver a presenciarlo jamás. Sus ojos recorrieron el paraíso y el pasado, sin poder asociarlo al presente, antes de caer a la realidad. La voz del doctor despertando, el movimiento de su cuerpo al levantarse, fueron el castigo.
Meredith se abalanzó a cerrar con urgencia la puerta, a ojos cerrados, reprochándose haber siquiera considerado tocar aquel lugar. Con el único deseo de que el doctor nunca supiera de ello, recorrió con la escoba en vilo el pasillo hasta salir a la cocina, esperando no ser vista. Aquello era una de las tantas señales que la separaban de lo que había sido a lo que era, y le decían que ya nunca volvería a ser. Aquello no era más que un indicador de que lo mínimo que le quedaba, ese recuerdo que le pedía volver a movilizar, debía apagarse también. Su impulso fue de llorar, pero nunca lágrima cayó sobre el desayuno que se apresuró a preparar para el doctor. Ni un gemido, mientras desplegaba sobre la mesa de la cocina todo lo que el doctor tomaba para empezar la mañana. Hacía años que había agotado todas las lágrimas y los gemidos, para el resto de su vida.
Me ha encantado la introducción, Raits. Gracias por dedicármela ;)
Su pequeño desliz, si así podía llamársele a un gesto que indicaba que la antigua Meredith seguía existiendo en su interior, no pareció llamar la atención del otro habitante de la casa.
Por la hora que era, el doctor Folson ya debía estar arreglándose en su cuarto, por lo que muy posiblemente los propios ruidos generados por él mismo habrían cubierto aquel otro procedente del pasillo.
Nunca había tenido motivos para desconfiar de la mujer que trabajaba para él y mantenía adecentada su casa, y de momento así seguiría siendo.
Era una situación algo extraña y que había provocado habladurías en Ródennos durante un tiempo. Él, un solterón empedernido compartiendo techo (y algunos decían que algo más) con la que supuestamente era su empleada.
Nunca le habían importado los comentarios, y no iba a comenzar ahora a prestarles mayor atención que la que se demuestra ante una mosca que revolotea en una calurosa noche de verano....son molestas sí, pero se agita la mano y desaparecen.
Pocos sabía que el buen doctor hubo una época en la que estuvo a punto de contraer matrimonio, pero aquella mujer no parecía tener suficiente con las ambiciones de Folson.
Para él, entregarse a los demás y procurar que padecieran lo menos posible, era suficiente recompensa. Pero no para ella.
Al final le había obligado a decidir entre su vocación y su corazón.....difícil elección, pero un corazón no puede funcionar sin la sangre que circula por las venas, y ahí era donde radicaba su profesión.
Sólo tuvo que sacrificar un órgano para que el resto del cuerpo siguiera viviendo.
Aquella mujer terminó contrayendo matrimonio con el que ahora era Senescal de Ródennos, al cual abandonó un tiempo despues sin que volviera a saberse nada de ella.
Wolfgang, el Senescal, y él mismo compartían el mismo dolor, aunque con una diferencia más que significativa....Folson había renunciado a su corazón, mientras que a Wolfgang se lo habían arrancado.
Por lo tanto no se arrepentía de la decisión tomada, pudiendo centrarse en lo que de verdad le importaba.
Nunca había vuelto a mirar a otra mujer de aquella forma.
Esa era una historia que Meredith había ido conociendo poco a poco, y la mayor parte no procedía de los labios del doctor, sino de otros habitantes que gustaban de dar rienda suelta a sus lenguas.....si alguno se la mordiera, posiblemente pudiera extraer algún veneno más potente que los que guardaba Folson en la habitación que atraía las miradas de Meredith.
Una y otra vez se veía atraída hacia la puerta, diciendose a sí misma que allí no había nada para ella. Pero una profunda voz le decía lo contrario. La verdadera lástima es que ella hacía oídos sordos a aquellas tentaciones.
Por fin se escuchó abrirse la puerta del dormitorio del doctor, seguido de los pasos que le acercaban a la cocina.
Cuando apareció vestía de modo impecable, como solía acostumbrar cada mañana. Despues, tras el duro día de trabajo ya no se veía tan inmaculado, pero era compensado por un rostro lleno de satisfacción por la tarea realizada.
Hoy volveré tarde. - comentó tras llevarse el primer bocado a los labios. Era una frase que para nada era desacostumbrada, aunque en los últimos tiempos sí parecía tener exceso de trabajo. - Desde que ese maldito cielo tiene ese color, todo el mundo piensa que sus animales están enfermos o incluso ellos mismos. Como si el aire fuese diferente.....¡absurdas supersticiones!
Para cuando el doctor había pisado la cocina, Meredith había logrado sobreponerse. Cuando puso las cosas sobre la mesa, y le miró a los ojos, su rostro estaba sobrepuesto por completo. Sobrepuesto era un decir, como todo adjetivo que pudiera aplicarse: el tiempo le había enseñado que el lenguaje está hecho para la vida, y no para describir la muerte. No había palabras que pudieran decir, en una o dos sílabas: "muerto, pero funcional", "corazòn amputado pero organismo aún vivo"... o mejor aún, "víctima de tanta tortura que se ha vuelto inmune al miedo del dolor". El gesto de Meredith había dejado de fingir complacencia o satisfacción por la vida, y sólo conservaba en la superficie la única y constante emoción del cuerpo del que sólo sobrevive el torso: esa sensación agridulce incapaz de alegrarse por seguir vivo, pero incapaz de querer estar muerto.
Las habladurías eran un veneno de acción lenta, que traía a Meredith en la mayor de las indiferencias. Tras aquella lenta reconstrucción de la historia aquel hombre, que ahora estaba comiendo frente a ella, había aceptado la unión con él que sólo la identificación entre seres puede habilitar. Había sabido, casi desde el primer día que había pasado bajo ese techo, que el doctor sólo había tenido un corazón y éste ya se había apagado sin retorno. No quería una amante, ni una esclava, posiblemente ni siquiera quería compañía alguna: sólo necesitaba alguien para que no se llenara de telarañas su casa, como había pasado con su pecho. Meredith no quería nada ni un hombre, ni un amor, ni siquiera un mentor como el antiguo: sólo quería el olvido, y sepultarse en el polvo de la tierra ajena y desconocida, debajo de la cual pudiera dejar de caer al vacío. Ninguno de los vecinos, crueles ignorantes, inútiles crónicos, podría haber entendido nada de todo eso.
La diferencia más grande entre ellos era que él había dejado morir al corazón para continuar viviendo, había amputado el miembro defectuoso para que el organismo mayor pudiera sobrevivir. Ella había dejado morir todo lo demás para que el suyo continuara latiendo y, ahora que se había detenido, todo estaba muerto. Esa era la razón por la cual Folson continuaba saliendo y manchándose de vida, su vida, y Meredith se había recluido en sí misma, poniéndose piedras en los bolsillos para ahogarse e impedir que su instinto tratara de salvarla. Antes, cuando todavía era ella, habría tenido muchos motivos para buscar con desesperación la superficie de aquel océano negro; pero ahora, que ya no era, no había nada por lo cual salvarse.
- Es lo que pasa con los pueblos sin dios - dijo Meredith, de espaldas a la mesa, mientras servía la infusión que había preparado - La gente busca con desesperación un sitio donde poner su fe.
Se dio vuelta y apoyó la taza llena frente al doctor. Permaneció de pie frente a él como siempre lo hacía, velando su desayuno.
- Lamento que no pueda saber de antemano cuántos de todos esos son temores infundados, y cuáles riesgos reales. Temo que tanta histeria tape a los verdaderos perjudicados por algo que no sea el cielo...
Su mirada se dirigió a la ventana, a través de las hojas de madera que había abierto, y se posó más allá del horizonte.
- Nunca había visto que permaneciera tanto tiempo de esa forma...
Folson miró hacia la ventana cuando Meredith se acercó hacia ella, aunque desde su posición únicamente podía vislumbrar la iluminación ambar que el cielo proporcionaba. No necesitaba verlo, pues ya demasiadas veces había levantado la mirada hacia él durante los últimos días.
Él era médico, y no un estudioso de los astros, por lo que no tenía explicación para el extraño suceso. Tampoco la buscaba. Su cometido estaba bien delimitado en su mente, simplemente tenía que intentar que la vida de los lugareños fuese lo mejor posible, en cuanto a salud se refería.
No estaba allí para atajar sus miedos y supersticiones.
Puede que tenga alguna explicación - dijo por fin mientras volvía su atención al desayuno que tenía delante - pero para muchos es más sencillo perderse en ensoñaciones y echar la culpa al color del cielo que enfrentar el día a día para buscar una solución a sus problemas.
La mente del doctor era analítica y poco dada a las elucubraciones. Cuando debía atender a un paciente, debía descubrir los sintomas que le aquejaban, pues si se fiara de la habladurías y lo que le contaba el propio paciente, a estas alturas sólo tendría que atender a la mitad del pueblo.....el resto ya no necesitaría atención alguna.
En contadas ocasiones, incluso había tenido que discutir con unos y con otros, sobretodo con los de más avanzada edad, para que no aplicaran los remedios que habían sido transmitidos de generación en generación, y que más que ayudar lo que hacían era empeorar el estado del paciente.
Era dificil hacerles entender a aquellos que no tenían formación alguna, que para cada cosa existe siempre una explicación lógica, sin tener que basarse en supercherías baratas.
Ayer escuché - continuó ya dando por zanjado el tema y pasando a otro - que hoy llegaría la caravana de Sadicer y sus mercaderes. ¿Podría acercarse para comprobar sus mercancías?
El tratamiento que había dirigido a Meredith no era desacostumbrado. Entre ellos, tanto por uno u otro lado, siempre se mantenían las reglas de cortesía que impedían que pudieran tutearse, incluso cuando se encontraban solos.
En público hubiese dado lugar a más habladurías, pero lo habían hecho extensivo a la soledad del hogar que ambos habitaban. Ya era una costumbre.
Lo haría yo mismo, pero creo que no me dará tiempo a acercarme. - prosiguió. Había dado buena cuenta del desayuno y ya se levantaba para comenzar con su tarea diaria. Tan sólo debía recoger su maletín, que había traído consigo desde la habitación, y salir por la puerta. - Había escrito una lista de los componentes que necesito. La encontrará sobre la mesa del laboratorio.
Se dirigió hacia la puerta, quedándose un momento allí hasta recibir respuesta. Tras eso saldría para comenzar la ronda de visitas.
Sadicer es un comerciante nómada que recorre todas las tierras con sus mercancías. Todos los años, por estas fechas, llega a Ródennos para permanecer allí durante el invierno.
Es una larga comitiva formada por multitud de carromatos, en los cuales viajan tanto mercaderes como trovadores y funambulistas.
Meredith quitó los ojos de la ventana, y observó al doctor con sorpresa. Aquel gesto no estaba hecho para pasar desapercibido, aunque como la mayoría de los que se dibujaban en su rostro, era difícil entender de dónde procedían. El laboratorio volvía a pasearse delante de ella, intentando tentarla, burlándose de su momento de debilidad... Meredith se preguntó por un momento si era que el doctor sabía. Lo miró directo a los ojos, intentando darse cuenta. Si el doctor se había enterado de cómo miraba a veces a esa puerta, si incluso había escuchado el sonido que había hecho al abrirla, quizás estaba intentando de algún modo torturarla. Quizás estaba tratando de animarla de algún modo. Pero Meredith sabía que ninguna de esas cosas podía ser cierta: el doctor era incapaz de semejante maldad. Lo que debía haber sucedido era lo que cualquiera del pueblo denominaba "casualidad", y lo que en otro tiempo hubiera pasado como "la voluntad de Dios". Debía ser casualidad que luego de semejante desliz, el doctor le dijera que entrara a ese lugar a sacar una lista de componentes. No había nada más que pensar.
Apartó los ojos y los puso en el desayuno, que ya casi había sido terminado. Rugía dentro de ella el asco de haber considerado siquiera la posibilidad de la casualidad. Algo así no podía tener existencia: era una superstición. Compartía con el doctor la idea estructural: todo tenía una razón de ser. Lógica y perfecta, existente, aunque pudiera estar tan oculta del intelecto humano que apareciera como no existente a los intentos de descubrirla. Meredith creía que el mundo estaba regido por miles de razones que se desarrollaban a la vez y llevaban la historia adelante, en las que nadie metía mano, si no eran los seres vivos con sus acciones. No había sido casualidad que acabara golpeando la puerta del doctor Folson, ni que aquel hombre no quisiera una amante si no una ocasional compañera, ni que esa misma mañana Meredith hubiera abierto la puerta de su infierno y ahora el doctor le mandara con su consentimiento a abrirla de nuevo. No podía ser casualidad... Lo que no sabía Meredith, entonces, era qué debía ser.
Decidió que lo pensaría más tarde, cuando volviera a estar en soledad. El doctor no merecía esperar.
- No se preocupe - dijo, adelantándose para empezar a recoger los restos del desayuno - Iré apenas termine de adecentar la casa. ¿Quiere que sólo compruebe que Sadicer tiene lo que usted necesita, o algo es urgente y necesita que lo compre hoy mismo? - por un momento, hizo silencio. Pocas veces sucedía que se le deslizaba de forma tan notoria la seguridad que tenía al tratar con esa clase de asuntos: pocas veces se permitía demostrar cuánto sabía sobre componentes o sobre química, y acababa de poner sobre su cabeza un voto de confianza muy notorio - Espero que no le ofenda lo último: nadie como usted para precisar si lo que existe es bueno o es lo que busca. No podría suplantar, ni emular, su juicio respecto a eso.
Esperando la respuesta, Meredith continuó recogiendo la mesa. Sin darse cuenta, con mucha más rapidez de lo habitual.
El doctor se mostró pensativo ante las últimas palabras de Meredith, rascando levemente la perilla que adornaba su barbilla, evaluando hasta qué punto podía responsabilizar a la mujer ante la compra de unos productos que, dependiendo de su calidad, podían significar la diferencia entre la vida y la muerte de un paciente.
Finalmente pareció tomar una decisión, pues una sonrisa apareció en un rostro que casi había olvidado aquel tipo de gesto.
En la lista se encuentra la cantidad de cada producto que necesito - respondió - y ya sabe donde está el dinero, así que, si me hace el favor, le agradecería que lo comprara. Si no fuese Sadicer tendría que ir yo mismo, pero si le dice que va de mi parte, tengo la completa seguridad de que le hará entrega de un material de primera calidad.
Giró el rostro para mirar el exterior, volviendo a un gesto más común de contrariedad. Desde que el cielo estaba así le costaba bastante calcular la hora del día, lo que le molestaba sobremanera. Era como cuando reconocía unos síntomas en un enfermo pero no era capaz de dar con la enfermedad.....completamente inaceptable.
Tras unos segundos suspiró, tomando fuerzas para el día que se le presentaba por delante - Ahora debo irme o no seré capaz de realizar todas la visitas. Si ve que se hace muy de noche no me espere para cenar, ya tomaré cualquier cosa cuando regrese. Hasta luego.
Y salió al exterior cerrando la puerta tras de sí, dejando a Meredith con sus dudas y preocupaciones.
- Así será. Hasta luego, doctor - correspondió Meredith. Jamás decía adiós: sólo lo había dicho un par de veces en su vida, ante sus muertes parciales.
La puerta se cerró, y la dejó sola con sus palabras. El vacío le resultó tan inmenso como hacía tiempo que no lo sentía, acostumbrada a que siempre tuviera la misma forma y se sintiera igual. Por un momento, lamentó hasta lo más profundo el haber aceptado la tarea, el haberse involucrado de nuevo con eso. Aunque Sadicer fuera de la confianza del doctor, y éste pudiera confiar en que si no era por aprecio, al menos por conservar un buen cliente el mercader no iba a engañarlo, Meredith sabía que un error de apreciación podía ser fatal para alguien. Una gota de más en un preparado podía significar la muerte, o la falta de pureza de un componente podía dejar ciego. Un componente por otro podía destruir una población entera que tomara del mismo medicamento. Hacía tantos años que no tocaba aquellas cosas... ¿Cómo podía haber aceptado semejante responsabilidad, sabiendo que ella ya no servía para eso? ¿Cómo había podido perder el control y sugerir algo tan terrible, que podía traerle tantas consecuencias a la gente, y además de rebote, al doctor que tan bien se había comportado con ella?
Meredith tuvo que sentarse, y se llevó las manos a la cara. Apoyó los codos sobre la mesa y permaneció inmóvil haciendo esfuerzos para componerse otra vez. ¿Cómo se le había ocurrido algo semejante? Perdió la noción de cuánto tiempo estuvo usando las manos como máscara, aunque nadie la estaba observando excepto ella misma. No supo cuánto pasó con los párpados apretados, la mandícula en tensión, y los dientes contraidos, todo ese gesto supliendo un dolor que ya no se creía capaz de sentir. No podía permitirse esa clase de deslices: todo eso había quedado atrás, y nada de ella podía hacerse cargo de una situación como esa. Lo había dejado; no podía volver. No había nada que le permitiera pensar en ello. Y bajo ninguna circunstancia, jamás, mancharía con ninguna de esas cosas el nombre del doctor Folson.
Se levantó, y de forma automática, empezó a levantar todo. Su mirada se había endurecido: estaba furiosa consigo misma. Y asustada, como si hubiera presenciado a un muerto en su intento de salir de su tumba o de las llamas que ya lo habían convertido en ceniza. Limpió toda la casa sin atreverse a hilar ningún pensamiento más. Caminó de arriba abajo bajo aquel techo, encontrando durante largo tiempo miles de detalles que requerían su atención antes de dejarla salir hacia las redes del mercader. Sin embargo, cuando el pequeño hogar quedó libre de toda impureza, cuando no hubo nada más que limpiar, ni acomodar, ni pulir, Meredith se encontró de nuevo frente a la puerta.
Le temblaba el pulso cuando sus dedos accionaron el picaporte. Se le había secado la garganta cuando las bisagras giraron sobre sí. Cuando supo que estaba por cerrar la puerta y salir corriendo, huir de todo aquello y de su significado, cerró los ojos. Todo se detuvo: la ansiedad se suspendió en el aire, y el horror se paralizó. Permaneció segundos en el marco, en el negro más leve que podía conjurar, y luego avanzó. Un pie delante del otro, fue tanteando con la mano derecha, en donde recordaba que debía estar la mesa. Casi de puntillas, se desplazó con los dedos como sus ojos, viendo así lo que a su imaginación ya no acudía ni en sueños, hasta que dio con la lista. Eludió cada uno de los objetos cuyo vidrio frío podía percibir a centímetros; sin darse cuenta, supo exactamente dónde no apoyar la mano para no tirar ningún frasco. Agarró la lista con rapidez, retrocedió con celeridad, y cerró la puerta al instante.
Tenía aún cierta conmoción cuando salió de la casa, luego de agarrar el dinero. Meredith caminaba con rapidez, con la pista aferrada en un puño, sin haber visto su contenido. Tenía las pupilas contraídas, lo que para ella hubiera significado en otra época la ingesta de ciertos venenos de acción rápida. Estaba agitada, aunque sólo había hecho unos pocos pasos; muy rápidos, pero pocos al fin. Lo único que quería, y rápido, era terminar con eso...
No miraba a izquierda ni derecha, no había allí nada que le interesara pues no formaba parte de su objetivo. Debía encontrar a Sadicer y realizar la tarea encomendada lo más pronto posible, para así poder dejarlo atrás y volver a unas tareas que no tuvieran el efecto de alterarla de forma tan desastrosa como aquella.
Diversos rostros se volvían para ver pasar el vendaval en que se había convertido Meredith, sorprendidos ante la actitud de una mujer que siempre se había mostrado tranquila las pocas veces que se la veía por la calle.
Sin embargo, aquella imagen no permanecía mucho tiempo en la memoria, pues existían otras circunstancias que llamaban más la atención de los aldeanos.
Por si no bastaba con el color del cielo, ahora había que añadir la llegada de la caravana de mercaderes y los preparativos de la fiesta que pretendía dar lord Zaelus en su castillo.
Esto último mantendría revolucionado al pueblo durante los próximos días. No porque fueran a asistir a dicha fiesta, pero sí porque cada cual, de una u otra forma, participaban en los preparativos para tal evento.
Se decía que lord Zaelus lo hacía para demostrar que no había nada que temer ante las circunstancias actuales, pero la verdad es que el hombre era bastante propenso a buscar cualquier motivo que justificase una buena noche de música y comida abundante, por no hablar de los litros de vino que correrían durante apenas unas horas.
Esa era la imagen que ofrecía el regente de Ródennos, aunque no era un hombre al que tomar a la ligera, pues se había demostrado en contadas ocasiones que también era un hombre valiente cuando había que serlo, y que cuando se habían producido enfrentamientos con feudos vecinos, él se encontraba siempre al frente de sus hombres, no escondido en la retaguardia.
Mientras tanto, Meredith continuaba avanzando, surcando cada calle como un río embravecido libre de las ataduras que le han puesto los hombres, intentando recuperar el cauce que le pertenecía.
No sería complicado encontrar a los mercaderes, pues los aldeanos hablaban y muchos de ellos seguían la misma dirección que la mujer, dejando claro el camino que debía seguir.
En cuestión de minutos se encontraba en la calle que conectaba con el camino principal de Ródennos, y pudo ver la hilera de carromatos que allí se encontraban.
El primero de ellos era el de Sadicer. Lo hubiese reconocido en cualquier lugar, pues era el que siempre utilizaba el mercader, año tras año, cuando volvía a Ródennos para pasar el invierno.
Era un vehículo que casi tenía la misma edad que él, pero lo mantenía en buen estado. Quizá había llegado a ser parte de él mismo, y por eso se resistía a sustituírlo por otro nuevo.
El carromato se encontraba detenido frente a la herrería de Zack, aunque al mercader no se le veía por ningún sitio.
Frente a la herrería se encontraban dos soldados y una aya, que parecían aguardar a alquien que se encontraba en el interior de la forja.
Meredith se detuvo frente al carromato, y permaneció un momento convenciéndose de la ausencia de su dueño. Sólo en ese momento, inmóvil en medio de la ola de vida como una piedra en medio del río que todo lo arrastra, todo lo conduce y todo lo erosiona, alzó la mirada al cielo y se quedó contemplando el extraño carmesí. Su impulso se había cortado de cuajo, y con él, se había ido su fuerza. El vacío había ganado espacio de nuevo, y en la nada, el calor no puede propagarse. Meredith se apagó de nuevo como una estrella melancólica ante el alba, ante el avance del entusiasmo por la fiesta que movía al pueblo, y volvió a ser la mujer en la no valía la pena detener ni un segundo la mirada. Aquella que no arrastraba ni por un momento los pies, pero que caminaba con las plantas desnudas y sucias, pisando los miles de trozos de su alma.
El cielo... Aquel cielo sangraba desde hacía ya tiempo, y Meredith nunca se había preguntado seriamente el porqué. Con aquella apatía por su propia existencia, la razón por la que el cielo hubiera mutado de color era sólo un detalle más del paisaje en el que se había transformado su propia vida. Un detalle más de un escenario donde ella debía ser la protagonista, pero donde sólo cumplía un papel secundario sin líneas de diálogo. El antiguo doctor le había enseñado hacía muchos años que aquellos detalles, sobre los que no tenía ninguna ingerencia y que en su arte no poseían ninguna relevancia, podían ser tranquilamente desconocidos e incluso debían ser olvidados: no había que llenar la cabeza ni las preocupaciones con aquello que no iba a tener aplicación práctica. La curiosidad debía ceder. Lo que no podía prever la Meredith de aquel entonces, que aceptaba de buen grado esa teoría, era que ese mismo efecto se lograba cuando la curiosidad se extinguía para siempre. La falta de ganas permitía aceptar cualquier cosa.
El tacto del papel en la mano de Meredith le recordó su misión. Bajó la mirada, y recorrió con los ojos sus alrededores. Ni siquiera se detuvo a sopesar las posibilidades: las cosas eran simples. La ausencia debía reemplazarse por la presencia, y si Sadicer no estaba allí, había que encontrarlo. Levantándose apenas la falda, recordando fugazmente la época donde había aprendido la comodidad de los pantalones masculinos, atravesó la calle hasta llegar cerca de los soldados y el aya. Meredith sabía que alguien como ella no podía incomodar a los armados, y que tampoco podía preocupar a una mujer como esa. Por ello, se detuvo a los pasos que le dictaba el respeto, les miró fugazmente a los ojos, e hizo una suave reverencia a modo de saludo.
- Señora. Señores... - se irguió, levantando la cabeza pero no fijando la mirada; los ojos de Meredith eran incapaces de mirar fijo, a menos que se encontrara en la más viva de las cóleras o el más terrible de los pánicos - Espero no importunarlos con una pregunta.
Esperó un momento de gracia, a ver qué le contestaban.
Si aceptan la pregunta, Meredith sólo quiere saber si han visto a Sadicer.
En el mismo instante en que Meredith se acercó a los soldados y la aya para preguntar, se abrió la puerta de la herrería, dejando que los ojos de la mujer pudieran observar un pequeño patio tras aquella primera puerta, pues la herrería en sí se encontraba unos cuantos metros más allá.
Pudo reconocer fácilmente a dos de las tres personas que se encontraban en el interior.
Aquel que había abierto la puerta era Zack, el joven herrero que se había hecho cargo de aquel establecimiento tras la muerte de su mentor.
Junto a él se encontraba un hombre de avanzada edad, vestido con unos ropajes bastante coloridos y que en aquel momento dirigía unas palabras de despedida hacia una tercera persona que parecía dirigirse al encuentro de las mismas personas a las que había decidido preguntar.
Se trataba de Majud, la hija del Senescal de Ródennos. El Senescal era el segundo al mando en la ciudad, justo por detrás del señor feudal lord Zaelus.
Sin duda aquel era un lugar extraño para encontrarse con la joven, pero aquella no era la cuestión que la había llevado hasta aquella zona de la ciudad.
Pasas a la escena "Forja de libertad".